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-¿Qué ha sido eso? -susurró Corinne.

Debía de haber una vaca por allí cerca, pero las vacas de color marrón claro que había en la ladera no parecían echar de menos a ninguna de sus compañeras y pastaban con despreocupación, lo que probablemente confirmaba la teoría de Corinne sobre la sordera de las vacas.

Se oyó un nuevo rugido, esta vez más agudo.

-Es una persona -determinó Daniel poniéndose en pie-. Ha ocurrido un accidente.

Miró hacia el bosque y sintió la mano de Corinne sobre su brazo.

-No vayas -dijo ella enérgicamente-. Pediré ayuda, pero no vayas.

Ella buscó febrilmente en su mochila y sacó un teléfono móvil.

-No vayas allí -repetía. Luego marcó un número y se llevó el teléfono a la oreja mientras sujetaba el brazo de Daniel con la otra mano.

El hombre -Daniel oyó con claridad que se trataba de un hombre- aullaba descontrolado en el bosque.

Él se liberó de la mano de Corinne y empezó a subir la ladera corriendo.

Transcurrieron unos segundos hasta que la vista se adaptó al cambio de la soleada ladera de hierba a la oscuridad del bosque de abetos. Al principio solo vio a uno de los dos hombres, que estaba en pie con las piernas separadas y un sombrero de cowboy cubriéndole la frente. Daniel reconoció a Tom, el loco que tallaba madera.

Tardó unos segundos más en descubrir al otro que, totalmente desnudo, estaba atado al tronco de un abeto. Su cuerpo, delgado y cubierto de vello, podría confundirse con la corteza del árbol de no ser por la sangre densa de color rojo oscuro de sus heridas que le corría por el tronco y las piernas.

La escena parecía sacada de una época primitiva de idolatría y sacrificios humanos. Era espantoso e irreal.

-Y aquí te marco el octavo tronco -dijo Tom con solemnidad, acercando lentamente su cuchillo hacia el estómago del hombre que estaba inmovilizado. Le hizo unas leves cosquillas con la punta mientras observaba con interés el rostro del hombre que aullaba y luego volvió a guardar el cuchillo.

-¿Por qué gritas? No te he tocado todavía.

El hombre atado bajó rápidamente la vista hacia su estómago y, en ese momento Tom, soltando una carcajada, le hizo un corte un poco más abajo del ombligo. El cuerpo se puso rígido y emitió otro aullido que sonó seco y desgarrado como un instrumento de viento roto.

Daniel estaba atónito. Parecía que ninguno de los hombres lo había descubierto.

Las vacas estaban muy cerca. Daniel no podía verlas, pero el sonido de sus cencerros se mezclaba con los gritos del hombre. Era como un sueño abominable.

-¿Fueron catorce troncos los que cogiste? -gritó Tom-. Fueron catorce, ¿no? ¿O fueron más?

«Está completamente loco», pensó Daniel. ¿Dónde habría llamado Corinne? ¿Habría policía en el pueblo? Probablemente no. Y no se podía contar con los apáticos y reacios habitantes del pueblo. ¿Habría llamado a la clínica?

El hombre estaba a punto de desangrarse y Tom podía asestarle otro corte en cualquier momento.

Los cencerros de las vacas y los gritos ahogaron sus pasos cuando él, protegido por los árboles, se acercó a los hombres y se quedó detrás de un frondoso abeto muy cerca de Tom. Casualmente rozó con una de las ramas de agujas, que se meció levemente, y Tom se volvió de un salto y aterrizó con las piernas arqueadas como una rana. Miró fijamente la rama del árbol que se movía. Daniel se quedó inmóvil.

Por una rendija entre los abetos pudo ver que Tom se acercaba, estiraba el brazo y agarraba la rama. Temió que descubriera su escondite y sintió que estaba a punto de desmayarse.

Pero las asociaciones de Tom seguían sus propios caminos. Parecía más interesado en la rama que se mecía que en lo que hacía que se meciera.

-Ramas de abeto -dijo pensativo mientras daba un leve tirón al árbol-. Creo que voy a sacarte las entrañas y disecarte con ramas de abeto.

Daniel pensó por un momento que Tom se dirigía a él, que le había visto a pesar de todo. Cuando iba a levantar la mano para defenderse del cuchillo, Tom soltó la rama de repente y se volvió hacia el hombre que estaba junto al tronco del árbol.

-Sí, eso es lo que haré -gritó con decisión, como si se le acabara de ocurrir una idea brillante-. Eso haré, maldita sea. Ramas de abeto. Quedará bonito.

Las palabras de Tom salían a raudales mientras Daniel le observaba entre el ramaje. Se dio cuenta de que Tom agarraba el cuchillo cada vez con menos firmeza según iba entusiasmándose y, al hacer un movimiento brusco, se le escapó de las manos.

Daniel calculó la distancia que había entre Tom y el cuchillo, que estaba en el suelo. Tom tenía disposición y se movía rápidamente como una persona joven, pero su pelo gris y las arrugas de su cara indicaban que tendría unos sesenta años y no parecía ser especialmente fuerte. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que recogiera el cuchillo del suelo? Tal vez unos segundos. Luego sería demasiado tarde para salvar al hombre que estaba atado. Y tal vez también demasiado tarde para salvarse él.

Daniel salió de entre las ramas y dando unos saltos rápidos se puso detrás de Tom, que no tuvo tiempo de notar nada y continuaba hablando y gesticulando cuando Daniel, apretándole el cuello con fuerza con su brazo izquierdo y empujando hacia abajo, lo tiró al suelo. El sombrero voló por los aires y el pelo gris y largo rozó el rostro de Daniel, que lo notó sorprendentemente suave y ligero, como lino silvestre.

Daniel se sentó a horcajadas en su pecho estrecho e intentó bloquearle los brazos con sus rodillas. Tom se retorcía debajo de él, escupiendo y bufando. «Parece que hubiera apresado un animal», pensó Daniel. «Un animal muy peligroso y astuto.»

Y un momento después el animal tenía una garra roja manchada de la sangre de su presa. Tom había cogido el cuchillo del suelo.

Daniel dio un salto y pisó todo lo fuerte que pudo la mano de Tom. Crujió como una rama rota. El cuchillo voló hacia un lado y Daniel lo lanzó hacia los árboles de una patada. Volvió a abalanzarse sobre Tom y apretó el cuerpo fibroso hacia el suelo. Tom le escupió en la cara, el hombre que estaba atado aullaba y los cencerros de las vacas resonaban.

-De acuerdo, ahora vamos a tranquilizarnos -gritó una voz autoritaria.

Daniel miró a su alrededor mientras seguía retorciendo el brazo de Tom. Llegaron unos hombres vestidos de uniforme que se acercaban desde todos los lados, caminando entre los árboles con las pistolas desenfundadas.

-Que no se mueva nadie. Quedaos donde estáis.

El hombre atado soltó una carcajada histérica. Era difícil de determinar si era de alivio por el salvamento o porque le resultaba imposible no cumplir la orden que acababan de darle, pero seguía riendo cuando lo soltaron del árbol y se lo llevaron en una camilla.

Tom estaba sentado en el suelo mirándose la mano derecha, que descansaba con languidez en su regazo. La acarició con cuidado con la mano izquierda como si fuera un pajarito herido.

-Me has lesionado la mano -susurró mirando acusadoramente a Daniel-. Hay algo roto. La mano de trabajo.

Dos de los hombres uniformados agarraron a Tom y lo pusieron en pie. Aullaba como un perro cuando le pusieron las esposas.

-¡La mano, la mano! -gritaba-. Tened cuidado con mi mano de trabajo. Está lesionada.

Daniel no dijo nada cuando le pusieron las esposas. Estaba tan sorprendido y conmocionado que se había quedado sin habla. En ese mundo en que se encontraba por el momento podía ocurrir cualquier cosa, ahora se daba cuenta.

Los hombres lo sacaron del bosque. Corinne estaba de pie un poco más allá, en la pendiente del prado, hablando por su móvil. Estaba pálida y concentrada. Cuando Daniel pasó por su lado con un hombre uniformado a cada lado, ella se puso el teléfono en el hombro y le gritó:

-Lo he visto todo. Voy a testificar. Quédate tranquilo.

El prado que hasta hacía poco era un remanso de paz estaba en ese momento rodeado por hombres de uniforme y en la carretera había varios coches, tanto camionetas como turismos.

Al hombre herido se lo llevaron en una de las camionetas, que se alejó rápidamente. A Tom lo pusieron en otra camioneta y a Daniel en una tercera. Este tuvo que sentarse en un espacio sin ventanas, con asientos en la zona de carga. Aunque ya tenía las manos inmovilizadas, para su sorpresa, lo sujetaron al asiento con un cinturón que se cerraba con una llave pequeña. Dos policías se sentaron enfrente de él. Se suponía que eran policías, porque ¿cómo iban a tener si no tales poderes?

Daniel miró fijamente el cinturón cerrado y exclamó:

-¿Por qué me llevan a mí? No soy yo el que...

Uno de los policías movió la mano con gesto despectivo.

-Eso lo veremos más adelante. Ahora solo queremos un poco de paz y tranquilidad en el valle.

Las puertas traseras se cerraron desde fuera y se encendió un tubo fluorescente en el techo. Al principio su luz era tenue y fantasmal, pero al ponerse el motor en marcha, la potencia fue en aumento.

Daniel intentó mantener el pánico a raya. Tal vez esta detención tuviera éxito a pesar de todo. Por fin había conseguido transporte para salir del valle. Tal vez nunca hubiera imaginado que sería esposado, pero al menos lo llevarían a la comisaría de policía de la ciudad más cercana y luego se aclararía el asunto. Corinne y el hombre herido prestarían declaración en su favor y Tom era conocido por todos los de la zona como un loco.

Era angustioso viajar en un espacio cerrado completamente. Daniel se sentía mal. Y tenía una extraña sensación de que el coche se inclinaba siempre un poco a la izquierda, lo que debía ser imaginación suya.

El coche se detuvo y se abrieron las puertas traseras. Estaban en la entrada de un gran edificio que no se parecía a una comisaría de policía. Daniel se dio la vuelta y vio el parque que descendía hacia el fondo del valle y, más allá, la pared vertical de la montaña, de color amarillento con los surcos negros.

De pronto se dio cuenta de que no solo reconocía el uniforme de los hombres, sino también a ellos. Al menos a dos. Eran los vigilantes que le habían llevado a él y a Marko a la enfermería.

Estaba todavía en el valle. Estaba en la clínica de rehabilitación de Himmelstal. Junto al edificio donde había ido a ver a la doctora Obermann hacía... ¿cuántos días? ¡El día anterior! Cielo santo, solo hacía un día. Ocurría algo con el tiempo en Himmelstal.

-Está aquí -dijo el otro hombre por su teléfono móvil.

Las puertas de cristal que había delante de ellos se abrieron.