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Cuando subía a la planta de los médicos coincidió en el ascensor con Karl Fischer. Él entró en el momento en que ella ya había pulsado el botón y las puertas estaban cerrándose. Su traje de hilo estaba arrugado y olía a sudor. Ella vio su reflejo en el espejo y mientras subía el ascensor la imagen de él decía:

-Tu contrato de trabajo vencerá en breve, Gisela. Debo advertirte que no va a renovarse.

-¿Qué he hecho mal? -preguntó ella.

-Nada. Pero para continuar aquí se requiere algo más que precisión, como ya sabes. Esta es una clínica de investigación y no has presentado ningún resultado.

-Todavía no. Pero he visto muchas cosas interesantes aquí.

-Y que seguramente puedes aprovechar en posteriores actividades. Pero tu contrato vence en octubre y no veo ningún motivo para prolongarlo. Hay cientos de investigadores que quieren trabajar aquí.

-Pero el doctor Pierce ha estado aquí bastante más tiempo que yo. ¿Qué resultados ha presentado él? ¿Ha presentado alguien algún resultado concreto? -exclamó Gisela en un tono de voz que resultaba molesto y estridente.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, pero Karl Fischer se interpuso en el camino de ella. Sus rasgos eran duros, marcados por arrugas profundas. El pelo de punta, corto y gris, sobresalía de su cabeza como clavos. Tras él, ella pudo ver el pasillo de los médicos con todas sus puertas.

-No es asunto tuyo juzgar el resultado de los otros -dijo él con tranquilidad-.Y te falta lo más importante para trabajar aquí: visiones.

Fischer seguía en el hueco de la puerta, impidiendo que las puertas del ascensor funcionaran.

-¿Has hablado con Max desde que llegó su hermano? -preguntó.

Las puertas del ascensor intentaban cerrarse, pero él lo ignoraba.

-No, no he tenido tiempo. Pero lo llamaré en cuanto pueda. Creo que la visita del hermano es buena para él. Será interesante escuchar su opinión. Max es ante todo un paciente muy interesante.

-¿De verdad? A mí no me lo parece.

Karl Fischer se retiró para que Gisela pudiera salir. Cuando pasaba por su lado, él dijo:

-Huele usted a alcohol, doctora Obermann.

Ella se dio la vuelta y vio cerrarse las puertas con Fischer dentro del ascensor. Se quedó inmóvil, como congelada, escuchando el zumbido mientras descendía por el hospital.

El doctor Fischer tenía razón. Ella no tenía ninguna visión. Ni respecto a los pacientes ni en cuanto a ella misma. Los demás científicos habían llegado a Himmelstal con teorías, planes e ideas brillantes que resultaban atractivas. Ella no tenía nada por delante. Simplemente había huido de su propia vida rota. Esa era la verdad, aunque, obviamente, lo expresó de modo distinto en su solicitud. Se sentía atraída por el aire de la montaña, el aislamiento, el angosto valle que envolvía a sus habitantes como un útero.

Al principio ella también se había sentido estimulada por el ánimo emprendedor que había en la clínica. Se contagió del entusiasmo de los otros como de una fiebre.

Pero pronto sintió que la vida de allí tenía tan poco sentido como la de fuera. La unión en el trabajo que ella tanto esperaba era inexistente.

Los científicos se trataban con frecuencia durante sus ratos de ocio. Había una fiesta casi todas las tardes en la casa de algún empleado. Pero en lo referente al trabajo cada uno se limitaba a su campo y lo guardaba con celo. Todos eran muy misteriosos. Con frecuencia ella no entendía de qué hablaban en las reuniones. No creía que los demás lo entendieran todo tampoco. El doctor Fischer parecía ser el único que estaba al tanto de todos los proyectos.

Él no participaba nunca en las fiestas y tampoco el doctor Kalpak. Ellos no residían en la zona de viviendas de los investigadores. Gisela suponía que vivían en una de las plantas superiores del edificio de la administración, donde las enfermeras y las azafatas tenían sus apartamentos.

Ella no tenía ningún proyecto. Ese había sido el error. Había llegado allí con la mente abierta, creyendo que el ambiente estimulante la haría creativa. Que solo era una cuestión de tiempo hasta que se pusiera en marcha. Estaba equivocada.

Hacía tiempo que había dejado de escuchar a los otros en las reuniones. En vez de eso se quedaba observando el paisaje alpino al otro lado de la ventana o al doctor Kalpak, que siempre se sentaba en silencio con los párpados bajos como si estuviera dormido. En sus pensamientos ella le llamaba doctor Sueño. Parecía estar siempre somnoliento, como dormitando, aunque tuviera los ojos abiertos, y los pacientes que trataba él estaban siempre dormidos. No, más bien inconscientes.

Cómo le gustaría ser sedada. A Gisela nunca la habían sedado, pero había oído contarlo a los demás. Todo desaparece, el dolor, los pensamientos, los sueños. Todo. Como la muerte, pero luego te despiertas. Y durante esa muerte temporal se produce una mejoría. Lo malo se elimina. Tal vez te ponen algo nuevo. Te despiertas más sana, más bella, más contenta.

A menudo Gisela quería morir. Pero no quería estar muerta para siempre. Sería perfecto que la durmieran. Lo que había de malo en ella no podía quitarse, pero estaba segura de que la anestesia le resultaría beneficiosa.

¿Qué diría el doctor Kalpak si ella le pidiera que la durmiera? ¿Durante un par de horas o tal vez un par de semanas?

No, tenía que dejar de pensar así. Tenía que mantenerse despierta. Tenía que mantenerse sobria. Tenía que concentrarse en su trabajo.

Tenía que buscarse un proyecto.