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Durante las siguientes semanas hicieron el amor cada vez que se encontraban. En el apartamento de Corinne después del entrenamiento. En la cabaña de Daniel. Una vez en el exterior, bajo un abeto, y varias veces en una cabaña abandonada. Les estimulaba saber que estaban rodeados de enemigos y la fría atmósfera contrastaba con sus mentes encendidas como cubitos de hielo sobre una piel ardiente. Daniel no se había sentido tan viril desde que era adolescente.
A la vez, después de la tensión y sospecha constantes, era un descanso beneficioso sumergirse en un abrazo y entregarse a otra persona, escapar del valle y entrar en el deseo y el olvido.
Le habló a Corinne de su niñez en casa de su madre y de los abuelos maternos en Uppsala, de los cumpleaños ruidosos con Max y de la relación tan complicada que tenía con su hermano gemelo. Y Corinne le habló de su niñez en Zúrich, de la admiración que tenía por su aventurero padre que era alpinista y que murió durante una escalada cuando ella tenía trece años, del pequeño grupo de teatro al que pertenecía y de su relación amorosa desdichada con un director que estaba casado. No comentó nada sobre ningún bebé y él tampoco preguntó.
Pasaban casi todo el tiempo juntos. Cada noche, después de que pasara la patrulla, él bajaba a escondidas al apartamento de Corinne en el pueblo. El amor lo había hecho osado y ahora se atrevía a salir al anochecer. Las voces susurrantes de fuera ya no eran anónimas. Gracias a Corinne, él sabía quiénes eran esas sombras y qué misión tenían. A la mayoría no les interesaba Daniel lo más mínimo y lo dejaban en paz. Los más peligrosos vivían fuera de la zona de la clínica y del pueblo. En principio, cuanto más lejos vivían del pueblo, más raros y peligros eran.
Pero, como es de suponer, él no podía renunciar a la vigilancia. Cuando Daniel fue a devolver los libros, el bibliotecario lo había mirado de un modo ambiguo, luego golpeó la cubierta de El mundo de las aves rapaces y le dijo:
-Supongo que ha leído eso de que la época de apareamiento es el momento más peligroso para las aves de presa. La capacidad de reacción del ratón campestre, por ejemplo, se reduce a un tercio durante la época de celo.
-Sí, parece que es así -contestó Daniel de modo natural.
Sin demostrarlo, agradeció el aviso de que había gente en el valle que conocía su relación con Corinne.
Cada mañana y cada tarde, Corinne y él tenían que separarse para recibir a los vigilantes en sus respectivas viviendas. A Daniel le parecía absurdo, pero cuando pasaba el control de la patrulla se veían obligados a estar en el sitio donde estaban registrados. Era una de las reglas principales de Himmelstal.
Él le propuso a Corinne irse a vivir a su casa y volver a registrarse. Según había oído, esas cosas ocurrían de vez en cuando. Corinne le había contado que Samantha, por ejemplo, había sido antes amante oficial de Kowalski y se había registrado en el chalé de él.
Pero Corinne no deseaba legalizar la relación de ese modo ni obtener el visto bueno de la administración de la clínica. Al contrario, tenía mucho cuidado de que ningún médico o psicólogo lo supiera. Daniel tuvo que prometer mantenerlo en secreto y ella no quería saber nada de registrarse de nuevo. Así que Daniel tenía que dejar el apartamento de Corinne antes del horario incómodo de las ocho y las doce para irse a su cabaña.
Una mañana, él se despertó inusualmente temprano. Las máscaras de teatro lo miraban con sus ojos vacíos. Se levantó, se vistió, dio un suave beso de despedida a la dormida Corinne y salió del ático.
El pueblo descansaba en una extraña quietud. Las primeras horas después de que pasara la patrulla de noche podía haber mucha animación, pero a esas horas, antes del amanecer, parecía que todos estaban descansando.
Tenía tiempo antes de que apareciera la patrulla de la mañana, por lo que eligió el camino más largo, pero también el más seguro, porque podría ver desde lejos a posibles enemigos.
La oscuridad envolvía aún el fondo del valle, pero en el este el cielo era claro, de un azul cobalto. Daniel, que llevaba una chaqueta de verano, sintió frío y aumentó la velocidad.
Se oyó un ruido en el silencio. Al principio le pareció el sonido de un ave, un chirrido, un tono quejumbroso que subía y bajaba en el aire frío. Daniel se detuvo a escuchar. Unos metros delante de él, junto a un matorral, el camino hacía un recodo. El ruido procedía de allí.
El chirrido iba en aumento, era como una canción. De pronto, recordó que lo había oído anteriormente. Era el ruido del carro de Adrian Keller.
Daniel no tenía ninguna gana de encontrarse a solas con ese hombre en el valle a esas horas.
Se apartó del camino rápidamente y fue corriendo por el prado cubierto de escarcha hacia un antiguo granero que tenía el techo derrumbado. Se detuvo protegido por la pared del granero y miró hacia el recodo del camino. Se dio cuenta de que había dejado huellas de sus pisadas en la escarcha y deseó que Keller no las viera en la oscuridad del amanecer.
Los chirridos cortaban el silencio y, en un instante, apareció el hombre por el recodo del camino. Daniel contuvo la respiración. El carro iba cargado con el mismo cajón que la vez anterior.
Adrian Keller siguió caminando hacia el este otros cincuenta metros y luego se detuvo. Se bajó, encendió un cigarrillo y se sentó en el borde del carro.
La cumbre cubierta de nieve brillaba en la distancia con destellos rosados, a la vez que una gran estrella resplandecía en la parte oscura del cielo. A lo lejos se oía el ruido del motor del coche de vigilancia que iba circulando.
Keller se fumó el cigarrillo sin prisa y luego abrió la puerta corrediza del cajón. Se produjo un revoloteo de alas y retrocedió unos pasos.
Daniel miraba desde detrás de la pared del granero. Adrian Keller estaba quieto en la hierba cubierta de escarcha con el halcón sobre su brazo. Detrás de él se levantaba la niebla como el humo del río.
Una pequeña nube oscura bajó rápidamente procedente del este y, al acercarse, Daniel vio que la nube era una bandada de palomas. El hombre quitó enseguida la tapa del cajón y dejó al halcón en libertad. En ese momento, la bandada de palomas se dispersó y la caza empezó en la parte superior de la atmósfera vidriosa. Daniel se protegía del sol naciente con la mano, intentando seguir los círculos y vueltas del halcón.
Por el fondo del valle apareció otro halcón y ya eran dos los cazadores. Uno de ellos volvió a su dueño, que arrancó la paloma de sus garras con rapidez y volvió a la lanzar al halcón al aire inmediatamente, sin dejar que probara su presa.
Adrian Keller se inclinó sobre la paloma y pareció quitarle algo que luego guardó en su bolsa mientras metía la paloma en un saco. El otro halcón ya estaba aproximándose y el hombre le quitó también la presa y la revisó atentamente mientras el halcón se alejaba. Las palomas ya no se veían, pero el halcón desapareció por encima de la cumbre y cuando regresó, llevaba otra paloma entre sus garras.
Cuando los halcones ya no daban caza a más presas, Keller sacó las palomas del saco y dejó que los halcones se encargaran de ellas mientras él se encendía otro cigarrillo.
Después, Adrian Keller volvió a poner el capuchón a los halcones, los colocó en el cajón y regresó en bicicleta con su carro por el mismo camino que había venido.
Daniel esperó un rato después de que el ruido chirriante desapareciera. Abandonó el granero y se acercó al lugar donde había estado el hombre. Las palomas a medio comer estaban en el suelo entre un montón de plumas ensangrentadas. Daniel se agachó y observó los cuerpos destrozados de las aves. Una pata con las garras abiertas estaba apartada del resto de trozos. Alrededor del tobillo tenía algo negro parecido a un trozo de cinta adhesiva. Movió el montón sangriento con un palo y vio que las palomas tenían marcas de pegamento o restos de cinta adhesiva alrededor de sus patas.
Daniel comprendió de repente cómo funcionaba todo: alguien fuera del valle preparaba las palomas y las enviaba al otro lado al amanecer, cuando Adrian Keller soltaba sus halcones. Los halcones cazaban las palomas y Adrian Keller cogía la carga que llevaban pegada a sus patas. Y las palomas que se salvaban volvían a su palomar fuera del valle como hacen las palomas mensajeras, y su valiosa carga era devuelta al remitente. Nada se perdía. Solo era cuestión de contar cuántas palomas faltaban y enviar la cuenta.
Daniel siguió caminando hacia la clínica. En el edificio principal pasó junto a la patrulla de vigilancia que, riendo y hablando, se preparaba para salir en los coches eléctricos. Llevaban chalecos de lana azul encima del uniforme.
Él abrió la puerta de su cabaña y se sentó a esperar la patrulla mientras pensaba cuál era el mejor modo de utilizar su descubrimiento. ¿Debería decírselo al doctor Fischer? ¿A alguien del personal? ¿Le beneficiaba contarlo? Se lo consultaría a Corinne.
Pero tenía mucho sueño. En cuanto se marchara la patrulla se acostaría y dormiría un par de horas antes de ir a verla.
Según parecía, la patrulla empezaba ese día por la parte baja del pueblo e iba subiendo. Él bostezó y esperó no dormirse en la silla antes de que llegara. Siempre intentaba estar despierto cuando llegaba la patrulla, pero a veces lo sorprendían mientras dormía. Una vez, como un reflejo, había estado cerca de golpear a la azafata. Ella había parado su golpe con una sorpresiva y rápida llave de kárate y se había reído como si fuera algo que le ocurriera con frecuencia.
Tuvo que esperar veinte minutos hasta que oyó ese zumbido familiar, los golpes y el girar del pomo de la puerta al abrirse.
-Buenos días, Max. ¿Has dormido bien? Veo que ya has hecho la cama -dijo la azafata mirando su cama intacta que podía verse con claridad desde el otro lado de la cortina corrida.
Por supuesto, advirtió que él había pasado la noche en otra parte, pero aparentemente le resultaba divertido. Daniel no contestó.
La azafata se disponía a salir para reunirse con su colega cuando se dio la vuelta con las manos en los bolsillos de la blusa y le dijo:
-Por cierto. Tu hermano está aquí. Supongo que ya lo sabes, ¿no?