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Daniel se dejó llevar por la corriente hacia la salida del aeropuerto, donde un pequeño grupo de taxistas sostenía en alto letreros escritos a mano con distintos nombres. Él echó una ojeada a los letreros, hizo una señal al que llevaba su nombre y dijo en alemán:
-Soy yo.
El conductor asintió con la cabeza y fueron juntos hasta un minibús de ocho asientos. Aparentemente el único pasajero era Daniel. Subió al vehículo mientras el conductor se encargaba del equipaje.
-¿Está lejos? -preguntó.
-A algo más de tres horas. Haremos una parada por el camino -dijo el conductor al cerrar la puerta corredera.
Salieron de Zúrich y bordearon un gran lago rodeado de montañas boscosas. Daniel hubiera querido preguntarle al conductor acerca de lo que iba viendo durante el trayecto, pero una mampara transparente los separaba. Se echó hacia atrás en su asiento mesándose la barba, un gesto que repitió varias veces durante el viaje.
No solo aceptó la visita por generosidad fraterna, debía reconocerlo. Su economía no era especialmente boyante. La sustitución que hacía como maestro finalizaría en otoño con el regreso de la profesora titular después de su baja por maternidad. Entonces tendría que arreglárselas con suplencias esporádicas aquí y allá y tal vez algún encargo de traducción. Ese verano no podría ir de vacaciones a ningún sitio. La propuesta de Max de pagarle el billete a Suiza había sido tentadora. Después de visitar la clínica podía quedarse una semana en un pequeño hotel en alguna ladera alpina y dedicar el tiempo a hacer moderadas escaladas por ese hermoso paisaje.
A través de la ventanilla se percibía el susurro de la vegetación al pasar. Olmos, fresnos, avellanos. Alrededor del lago se veían pequeñas y pintorescas casitas con jardines en pendiente. Grandes aves marrones sobrevolaban la carretera lentamente.
Daniel apenas había mantenido contacto con su hermano durante los últimos años. Max había vivido en el extranjero, igual que él. Primero en Londres, luego en otros sitios donde, por lo que Daniel tenía entendido, se dedicaba a algún tipo de negocio.
Desde su juventud, Max parecía haber estado en una montaña rusa de éxitos y adversidades que él mismo producía. Era capaz de mostrar un ingenio impresionante y una energía casi inhumana cuando emprendía un proyecto. Pero luego, repentinamente, cuando lograba lo que buscaba, empezaba a perder el interés por el asunto y, encogiéndose de hombros, lo dejaba todo, mientras que los empleados y clientes intentaban localizarlo en teléfonos y oficinas abandonados.
En varias ocasiones, el padre de los hermanos había tenido que superar duras pruebas para sacar y salvar a Max de diversos aprietos. Tal vez fueron precisamente esas turbulencias que rodeaban al impredecible hijo las que lo llevaron a derrumbarse una mañana en el suelo del cuarto de baño a causa de un infarto que poco después acabó con su vida.
Con motivo de un juicio, le realizaron un estudio psiquiátrico que determinó que Max padecía un trastorno bipolar. El diagnóstico aclaraba gran parte del enigmático caos en el que Max parecía encontrarse todo el tiempo, sus negocios temerarios, su comportamiento autodestructivo y su incapacidad para mantener una relación duradera con una mujer.
Daniel recibía llamadas telefónicas de su hermano de vez en cuando. Max parecía estar siempre algo bebido y las llamadas siempre las realizaba en momentos extraños.
Al morir su madre, Daniel se esforzó en vano en localizarlo, pero el entierro se llevó a cabo sin la asistencia de Max. Sin embargo, la noticia tuvo que llegarle de algún modo, ya que un par de meses después llamó para saber dónde estaba enterrada para llevarle flores. Daniel propuso un encuentro para ir los dos juntos. Max prometió llamarlo cuando estuviera en Suecia, pero nunca lo había hecho.
La mampara transparente se deslizó hacia un lado. El conductor se volvió hacia él y le dijo:
-Hay un sitio donde comer a unos kilómetros. ¿Quiere que paremos?
-No voy a comer, pero sí quisiera tomarme un café -contestó Daniel.
La mampara volvió a cerrarse. Poco después estaban de pie delante de dos tazas de café junto a la barra del establecimiento. No intercambiaron palabra alguna y a Daniel le agradó la música pop que rugía a través de los altavoces.
-¿Ha estado alguna vez en Himmelstal? -preguntó al fin el conductor.
-No, nunca. Voy a ver a mi hermano.
El conductor asintió como si ya lo supiera.
-¿Suele llevar a gente allí? -preguntó con cautela.
-De vez en cuando. Más que nada durante los noventa, cuando había una clínica de cirugía plástica. Cielo santo, entonces tuve que llevar a personas que parecían momias. No todas podían permanecer allí hasta que se curaran las heridas de las operaciones. Recuerdo en especial a una mujer de la que solo se veían los ojos entre las vendas. ¡Y qué ojos! Hinchados, llorosos, infinitamente tristes. Le dolía tanto que lloraba sin cesar. Cuando paramos aquí, ya que suelo parar siempre aquí porque está justo a mitad de camino a Zúrich, ella se quedó en el coche y tuve que ir a buscarle un zumo de naranja que ella se tomó con una pajita, sentada en el asiento trasero. Su esposo tenía una amante joven y ella se había hecho un lifting facial para recuperarle. Santo cielo. «Todo irá bien. Va a quedar hermosa», le dije acariciándole una mano, «no lo dude».
-¿Y ahora? ¿Qué hay allí? -preguntó Daniel.
El conductor lo miró sorprendido y mantuvo su taza en el aire.
-¿No se lo ha dicho su hermano?
-No exactamente. Creo que en la carta decía que era una clínica de rehabilitación.
-Sí, eso es -dijo el conductor con entusiasmo, dejando la taza sobre el plato-. ¿Continuamos?
Daniel se quedó dormido poco después de que el coche se pusiera en marcha, y cuando volvió a abrir los ojos estaban en un valle de prados verdes iluminados por el sol de la tarde. No había visto antes un verde tan intenso en la naturaleza. Parecía artificial, producto de aditivos químicos. Tal vez era la luz.
El valle se estrechaba y el paisaje cambiaba. El lado derecho de la carretera bordeaba con una pared rocosa casi vertical donde no llegaba el sol, por lo que el interior del coche se oscureció.
El conductor frenó de repente. Un hombre uniformado con camisa de manga corta y gorra se interpuso en su camino. Detrás de él había una barrera que cortaba el paso. Un poco más allá había una camioneta aparcada, de la que salió y se acercó a ellos otro hombre de uniforme.
El conductor bajó la ventanilla delantera e intercambió algunas palabras con uno de los hombres, mientras su compañero abría el maletero del coche. La mampara transparente que había entre el asiento delantero y el trasero seguía cerrada, por lo que Daniel no podía oír lo que decían. Abrió su ventanilla y escuchó. El hombre hablaba amablemente con el conductor, al parecer sobre el tiempo, en un dialecto alemán que era difícil de entender.
Luego se inclinó hacia la ventanilla de Daniel y le pidió que le enseñara la documentación. Daniel le ofreció el pasaporte. El hombre dijo algo que él no entendió.
-Dice que puede salir -tradujo el conductor girándose hacia el asiento trasero y abriendo la mampara que había entre ellos.
-¿Tengo que salir?
El conductor asintió con gesto alentador.
Daniel salió del coche.
Estaban de pie junto a la pared de la montaña, cubierta de musgo y helechos, de la que manaban pequeños arroyos aquí y allá. Podía percibir la fragancia de la montaña, fresca y ácida.
El hombre tenía un detector de metales que pasó rápidamente por el cuerpo de Daniel, por delante y por detrás.
-Ha viajado usted mucho -dijo amablemente mientras le devolvía el pasaporte.
El compañero puso en su sitio la maleta de Daniel después de revisarla, y cerró de nuevo el maletero.
-Sí, llegué esta mañana en un vuelo procedente de Estocolmo -contestó Daniel.
El hombre que llevaba el detector de metales se inclinó para entrar en la parte posterior del coche, y lo pasó rápidamente por el asiento trasero, luego indicó que estaba listo.
-Puede volver a entrar -dijo el conductor a Daniel, haciéndole una señal con la cabeza.
Los hombres le hicieron una indicación y el conductor puso en marcha el vehículo mientras se abría la barrera.
Daniel se acercó al asiento del conductor para hacerle una pregunta, pero este se anticipó.
-Control de rutina. La minuciosidad suiza -dijo activando la tecla del cristal de la mampara, que subió de nuevo delante del rostro de Daniel.
A través de la ventanilla abierta podía ver pasar la musgosa pared de la montaña y oír cómo retumbaba en ella el ruido del motor.
Se revolvió en el asiento. El control había hecho renacer su inquietud. No es que imaginara que la visita iba a ser divertida. Cuando Max lo llamaba después de tantos años debía ser por algo importante. Max le necesitaba.
Esta convicción le hizo conmoverse y entristecerse a la vez. Porque ¿cómo iba a poder ayudar a su hermano? Después de años de esperanzas frustradas, Max estaba más allá de toda ayuda.
Se consoló pensando que, a pesar de todo, había un gesto de buena voluntad en ese viaje. Había acudido a la llamada de Max. Iba a escucharlo, a estar ahí. Y después de un par de horas volvería a marcharse. Es todo lo que iba a pasar.
El minibús tomó una curva cerrada a la izquierda. Daniel abrió los ojos. Vio las praderas escarpadas, bosques de abetos y, más allá, un pueblo y el campanario de una iglesia. En un huerto en medio de un mar de dalias, una mujer trabajaba agachada. Se irguió al acercarse ellos y los saludó alzando una azada pequeña.
El conductor tomó un desvío y siguió subiendo por una pendiente estrecha. Bordearon una gran cantidad de abetos y el ascenso se hizo más pronunciado.
Daniel vio poco después la clínica, un imponente edificio del siglo XIX rodeado de un parque. El conductor llevó el vehículo hasta la entrada, sacó la maleta de Daniel y abrió la puerta del asiento del pasajero.
El aire que entró en el coche era tan puro y distinto que parecía que los pulmones se estremecían sorprendidos.
-Hemos llegado.