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Al recibir la carta, lo primero que pensó Daniel fue que venía del mismo infierno.
Era un sobre grueso de papel amarillento y rugoso. No llevaba remitente, pero el nombre de Daniel y la dirección estaban escritos en letras mayúsculas, con ese estilo descuidado y casi ilegible característico de su hermano. Como si las líneas hubieran sido trazadas a toda prisa.
Pero la carta no podía ser de Max. Daniel no recordaba haber recibido nunca una carta de su hermano, ni siquiera una postal. Las pocas veces que Max había dado señales de vida había llamado por teléfono.
El sello era extranjero y, por supuesto, no procedía del infierno como él había temido por un momento, sino que llevaba la imagen de la Confederación Helvética1
Se llevó la carta a la cocina y la dejó sobre la mesa mientras preparaba la cafetera. Solía tomarse una taza de café con un par de sándwiches al llegar a casa. Comía en el comedor de la escuela y luego, como estaba solo, no tenía ganas de cocinar para sí mismo.
Mientras la válvula de la vieja cafetera empezaba a girar emitiendo un silbido, él comenzó a rasgar el sobre con un cuchillo de mesa, pero se detuvo al percibir que le temblaban las manos de tal modo que apenas podía sostener el cuchillo con firmeza. Respiraba con dificultad, sentía como si se hubiera tragado algo demasiado grande. Tuvo que sentarse.
Con la carta que aún no había leído tuvo la misma sensación que solía tener antes, cuando se reencontraba con Max. Una gran alegría de poder verlo al fin, un deseo de correr hacia su hermano y abrazarlo con fuerza. Y al mismo tiempo algo que se lo impedía. Una preocupación difusa, una especie de pálpito.
«Al menos puedo leer lo que escribe», se dijo con voz segura y decidida, como si alguien más sensato hablara a través de él.
Cogió el cuchillo firmemente y rasgó el sobre.