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El día siguiente amaneció soleado y al oeste se veía brillar los picos nevados. Daniel había decidido seguir los consejos de Corinne y comer en el comedor. Bajó la pendiente con la espalda recta y mirando fijamente al frente y atravesó el parque que olía a fresco después de la lluvia del día y la noche anteriores.

Como era habitual a esa hora, afuera del edificio de cuidados médicos había mucha actividad. Las personas caminaban con rapidez por los senderos del parque, solas o en grupo. Dos azafatas iban hacia el pueblo, una de ellas hablando intensamente por el teléfono móvil. Pero no reconoció por ningún lado los rostros que había visto alrededor de la mesa de la sala de conferencias. No había sabido nada de los médicos desde que fue dado de alta de la enfermería. Ni del doctor Fischer ni de la doctora Obermann ni de ningún otro.

Miró hacia lo alto del edificio intentando localizar la habitación en la que él había estado. La sala de conferencias estaba en uno de los pisos más altos. El despacho de Gisela Obermann en la última planta. La unidad de cuidados donde él y Marko estuvieron ingresados para que les hicieran las pruebas debía de estar en alguna de las plantas más bajas. Y la unidad donde le curaron las quemaduras probablemente estuviera por la mitad del edificio.

Sin embargo, la fachada de cristal brillaba tanto que no podían diferenciarse las plantas desde el exterior. Todo lo que veía era un espejo en el que se reflejaba el valle: el cielo, las copas de los abetos y las paredes de la montaña en el lado opuesto.

En el comedor eligió sentarse fuera, en la terraza pavimentada de piedra. Había elegido la mesa con cuidado ya antes de entrar y ponerse en la fila con su bandeja. Solo había unos pocos comensales en la terraza y la mesa no estaba demasiado cerca de ellos, pero tampoco demasiado aislada.

Cuando iba a empezar a comer se sentó alguien en la mesa de al lado. Daniel reconoció al peluquero del pueblo. Llevaba varios botones de la camisa desabrochados y el flequillo peinado con un mechón rebelde de color castaño rojizo que solo enmascaraba en parte su ceño fruncido. El peluquero probó con cuidado la lasaña que le habían servido y dejó escapar un gemido de placer.

-Así es como tiene que ser una lasaña. Con mucho queso. No es necesario ir al restaurante para comer bien. La mayoría de las veces está igual de buena aquí, ¿no te parece? -dijo a Daniel.

Daniel había decidido estar de acuerdo con todo lo que le dijeran, o al menos no protestar.

El peluquero se bebió el vaso de vino que sabía a rayos e iba incluido en el menú para quienes lo preferían. Daniel sintió una ráfaga de loción para el afeitado cuando el hombre se apoyó en su mesa y le hizo un guiño de complicidad por encima del vaso de vino.

-No se está tan mal aquí, ¿verdad? Allí fuera... -dijo señalando con la mano, a lo lejos, hacia algún punto difuso y soltando un bufido-. Solo problemas. Yo no quiero volver allí.

Su silla raspó las baldosas de piedra al acercarse un poco más a Daniel, a la vez que se limpiaba con la servilleta un pegote de queso derretido que se le había quedado en la boca.

-La gente cree que si matamos a alguien vamos al infierno. Tendrían que saber que van a Himmelstal. Si nos vieran, todos se harían psicópatas.

-Tal vez.

-Cuando cometí mi primer asesinato fui a parar a la cárcel. Un sitio espantoso. Gente peligrosa, comida asquerosa. Trabajábamos en una lavandería y lavábamos las sábanas del hospital con manchas de sangre y excrementos. ¡Era repugnante! Cuando cometí el segundo, dije que estaba enfermo y fui llevado al hospital. Al de los locos, claro. No era un sitio agradable, pero era mejor que la cárcel. Teníamos que coser manteles y escuchar a Mozart. Después del tercero dije que era psicópata y vine a Himmelstal. Ahora vivo en un acogedor apartamento de dos habitaciones en el pueblo. Con vistas al río y a los prados. Con peluquería propia. Trabajo solo hasta mediodía. Luego me tumbo junto a la piscina o juego un poco al tenis. En invierno me pongo los esquís y bajo la ladera a toda velocidad. La verdad es que no me quejo.

-No, ya lo entiendo.

-Me pregunto dónde iría después de otro asesinato. ¿A las Bahamas?

Se echó a reír ruidosamente.

-Gracias por la compañía -dijo Daniel lo más cortésmente que pudo, poniéndose en pie con una sonrisa forzada.

-Siéntate, por favor -dijo el peluquero cogiéndolo por el brazo-. No has terminado de comer. No se puede dejar nada de una lasaña así.

Empujó a Daniel para que volviera a sentarse, acercó su silla más aún y le dijo en voz baja:

-Sé lo que piensas de mí.

-En realidad, no pienso nada de ti.

-Ya lo creo. Seguro que lo haces. Crees que soy uno de esos espías, ¿verdad? Un infiltrado.

-En absoluto. ¿A qué te refieres?

-Supongo que sabrás que hay espías en el valle. Se ganan la confianza de las personas adecuadas y averiguan cosas.

-No sé de qué hablas. ¿Para quién espían?

-Para los médicos, naturalmente. Se hacen los valientes. Se jactan de las muertes que han llevado a cabo. Pero es fácil ser valiente cuando puedes pedir refuerzos en cualquier momento, ¿no crees? Ese Block, el que desapareció, ya sabes. Matón, asesino múltiple y todo lo que se dijo que era. Se juntaba con Kowalski y con Sørensen. Pero en cuanto las cosas se ponían feas aparecía un coche de vigilancia. Muy apropiado para Block. ¿Crees que era casualidad? Yo no lo creo.

-¿Qué quieres decir con que no era casualidad?

-Él los llamaba. No con el móvil, claro. De otra forma.

El peluquero se bebió rápidamente el vino y miró con recelo a su alrededor por encima del hombro. Luego volvió a acercarse a Daniel y le dijo en voz baja:

-Tenía un artefacto.

-¿Qué tipo de artefacto?

-Parecía un reproductor de MP3 o algo por el estilo. Cada vez que llegaban los vigilantes, lo había estado tocando poco antes. Y los vigilantes estaban allí al momento. Como si estuvieran cerca.

-¿Y ahora ha desaparecido? -dijo Daniel con cautela.

El peluquero asintió.

-Exacto. ¿Y no es un poco raro que los vigilantes lo buscaran durante tanto tiempo y tan minuciosamente? Aquí sucede de vez en cuando que la gente desaparece, ¿no es así?, pero no suele dársele tanta importancia. Son pérdidas con las que ya se cuenta. Pero cuando Block desapareció, los médicos se echaron a temblar y los vigilantes inspeccionaron todas las viviendas de los residentes. No, Block no era uno de nosotros. Era uno de ellos.

-Puede que tengas razón.

Daniel hizo otro intento de levantarse de la mesa con su bandeja, pero el peluquero le puso el brazo encima del hombro y le susurró:

-Yo siempre lo supe. Había algo raro en él. Hablamos una vez. Sobre matar y esas cosas. Él fingió entender lo que yo le decía, pero no tenía ni idea, yo me di cuenta. Ni idea. ¿Asesino múltiple? -Resopló junto al oído de Daniel, que sintió un leve golpe en el tímpano. Luego tiró de él acercándolo más y susurró-: No creo que haya matado ni un hámster. Esas cosas se perciben, ¿verdad?

Él se echó hacia atrás y observó a Daniel con interés.

-Si quieres mantener ese peinado, vas a tener que cortarte el pelo pronto. Supongo que esta vez elegirás a un profesional. ¿Y qué es esto? ¿Has dejado de afeitarte?

El peluquero le pasó la mano levemente por la mejilla. Daniel tuvo que contenerse para no retirarle la mano de un golpe.

-Me gusta así -masculló Daniel.

-¿Quieres dejarte crecer la barba? Entonces debes saber que una barba en buenas condiciones necesita cuidados profesionales. Igual que el pelo largo.

Él se rio y alborotó el pelo de Daniel bromeando, pero se detuvo de repente, dejando la palma de la mano sobre la cabeza de él.

-¿Y esto qué es? -dijo poniéndose en pie e inclinándose sobre la cabeza de Daniel-. Creo recordar que iba en el sentido contrario.

-¿A qué te refieres? -preguntó Daniel confundido.

-A que tu remolino era hacia la izquierda, pero ahora es hacia la derecha. Humm -dijo volviendo a sentarse-. Supongo que recuerdo mal. Eso ocurre cuando se deja de ir al peluquero.

Él se echó a reír.

Un grupo de personas se sentó en la mesa contigua a la suya. El peluquero soltó a Daniel y se volvió hacia ellos.

-Veo que habéis elegido la lasaña. Hacéis bien. No hay ningún motivo para comer en el restaurante cuando el comedor es de esta categoría, ¿verdad?

Daniel aprovechó la oportunidad para levantarse. Cuando iba a devolver la bandeja tuvo que contenerse para no correr.