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Daniel se quedó estupefacto ante la reacción del personal. Al principio se sintió aliviado de que la azafata no se tomara el asunto en serio. Se había imaginado que iban a llamarle de dirección, que investigarían y le echarían una buena reprimenda. El comportamiento superficial de la azafata y su falta de voluntad para ayudar con el transporte eran tan sorprendentes que solo podía significar una cosa: que ella no le creía.
La culpa era suya. Durante una semana había hecho todo lo posible para engañarla y tenía que reconocer que lo había logrado. No tenía intención de quedarse un minuto más en esa clínica. Tampoco iba a exponerse a hacer más «pruebas». Himmelstal tal vez fuera una clínica de lujo en ciertos aspectos, pero la seguridad del paciente era indignantemente mala. Probablemente fue un error que él y Marko se quedaran sin personal en una unidad cerrada durante la noche, y fuera una cuestión de mala suerte que el incendio se produjera precisamente en ese momento, pero aun así esas cosas no deben ocurrir en un hospital. Y la alarma contra incendios no debería poder desactivarse.
Todavía no había recibido ninguna disculpa del personal y no pensaba quedarse esperándola. Si no querían ayudarle con el transporte desde la clínica, tendría que pedírselo a alguien en el pueblo.
Cuando cruzaba el parque, vio a un hombre que llevaba una raqueta de tenis en una funda. Él sonrió a Daniel con amabilidad y le gritó:
-¿Nos acompañas a un partido?
-Lo siento -respondió Daniel-. Me gustaría mucho, pero estoy a punto de irme de aquí.
-Igual que los demás. Pero hasta entonces tenemos que pasarlo lo mejor posible, ¿no crees?
Daniel asintió con la cabeza y siguió cuesta abajo.
Una vez en el pueblo, se quedó de pie junto a la fuente mirando dudoso las calles empedradas que salían desde la pequeña plaza. ¿Dónde iría? La Cervecería Hannelore era el único sitio que había visitado hasta ese momento y no estaba abierta a esas horas del día. Vio una tienda pequeña y decidió entrar.
El surtido de productos de la tienda era muy variado. Había estanterías con comestibles y cosméticos, DVD y un estante en el que había ropa colgada de perchas. Un hombre de espalda ancha estaba de pie esperando en un rincón. No mostró interés alguno por Daniel, pero evidentemente era el vendedor.
-Disculpa -dijo Daniel-. Necesitaría que me acercaras a la ciudad más próxima. Tengo entendido que no hay transporte público. ¿Crees que alguien puede llevarme? Pagándole, obviamente.
El vendedor colocó unas camisetas en un soporte y se volvió lentamente hacia Daniel. Estaba de pie, con las piernas separadas y los musculosos brazos cruzados, y siguió masticando chicle un momento antes de decir:
-¿Ibas a comprar algo?
Había algo familiar en él, pero Daniel no podía precisar dónde lo había visto antes. Probablemente en la cervecería.
-¿Comprar? No, pero...
-Esto es una tienda. Si no vas a comprar nada, sugiero que te vayas -dijo el vendedor señalando a la puerta.
La manga de su camisa se deslizó un poco y pudo ver un tatuaje en su antebrazo. En ese instante, Daniel recordó dónde le había visto con anterioridad. Era el que estaba entrenándose con las pesas en el gimnasio de la clínica. ¿Un paciente que trabajaba en la tienda del pueblo?
También podía ser que los habitantes del pueblo tuvieran acceso al gimnasio de la clínica.
Daniel salió.
Había parado de llover, pero el cielo estaba oscuro aún. Las calles estaban vacías. Siguió la calle principal para salir del pueblo y continuó andando, protegido por la capucha y sujetando con firmeza las correas de la mochila.
La bruma cubría el valle como trapos mojados. Oyó el ruido de un motor a lo lejos y vio que al otro lado del valle se acercaba un coche por la calle principal. Por supuesto, él debía ir por ahí si quería que alguien le llevara. Pero el río le cortaba el paso y no había visto ningún puente por el momento. El único que había visto lo pasó cuando llegó a la clínica y quedaba lejos, hacia el este. Tendría que retroceder un par de kilómetros y no tenía ganas de hacerlo. Debería haber otro puente en algún sitio.
La lluvia volvió a caer, fina pero persistente. Bosques exuberantes de hoja caduca bordeaban el camino por el lado derecho. De una de esas arboledas salió un tractor que arrastraba un remolque. Tanto el tractor como el remolque eran muy pequeños, como los que se utilizan para trabajar en parques y urbanizaciones. El remolque iba repleto de troncos.
Daniel paró al conductor y le dijo:
-Voy a la ciudad más cercana. ¿Puedes acercarme allí?
El hombre del tractor tenía barba rala, pelo canoso hasta los hombros y llevaba un gran sombrero de vaquero. Daniel se había dirigido a él en alemán, pero obtuvo respuesta en inglés americano:
-Estás loco.
-No soy paciente, si es lo que crees -dijo Daniel enfadado.
El hombre del tractor lo miró receloso.
-De acuerdo -dijo por fin.
Daniel creyó entender el escepticismo del hombre. Había sitio para una sola persona en el pequeño tractor, no cabía ningún pasajero.
El hombre miró la carga de madera con impaciencia.
Daniel la rodeó, se subió y se sentó en el borde de la parte posterior, agarrado con fuerza a una barra de hierro. La carga se movió y se pusieron en marcha.
Después de un rato, tomaron una curva en el camino y luego fueron ascendiendo. Daniel reconoció el entorno. Era ahí donde Max y él habían estado pescando. Detrás de los abetos pudo oír el torrente que en ese punto de la pendiente corría rápido y espumoso. El camino se hizo más escarpado e irregular, la carga se zarandeaba y él tenía que esforzarse para lograr mantenerse.
Oyó ruido de cencerros y atravesaron prados en pendiente, con vacas de color marrón claro que, inmóviles, rumiaban bajo la lluvia. Llegaron a lo alto de la ladera, cerca del monte de Grustag. Los abetos se elevaban a su alrededor, entre la niebla, más altos, esbeltos y elegantes, más continentales que sus primos suecos.
El tractor se detuvo.
Estaban junto a una casa cuya arquitectura era similar a las casas del pueblo: contraventanas, balcones con barandillas talladas, bordes de los tejados coloridos. Pero esta estaba pintada de un intenso color rosa con detalles en verde lima, amarillo brillante y lila, excepto las contraventanas, que tenían un ondulante dibujo de cebra en blanco y negro. En la barandilla del porche había un gran cartel pintado a mano con el texto: El sitio de Tom.
El hombre con sombrero de cowboy se bajó del tractor. Daniel bajó también de un salto y miró a su alrededor mientras intentaba enderezar los dedos, que se le habían quedado rígidos de estar agarrados a la barra.
Enfrente de la casa había un pequeño aserradero y en el patio había leña apilada en montones que esparcía un agradable olor a madera fresca. En el porche había unas grotescas esculturas hechas con troncos retorcidos y leños.
El hombre subió la escalera y entró en la casa. ¿Iría a buscar las llaves de algún otro vehículo? ¿A telefonear a alguien? Daniel esperó un momento, pero al ver que el hombre no volvía fue a buscarlo.
Entró en algo que parecía haber sido un cuarto de estar y que había sido transformado poco a poco en taller. Entre los muebles extremadamente sucios, había un banco de carpintero y una roída alfombra persa cubierta de serrín y virutas de madera.
También allí había extrañas tallas de madera, y en el otro extremo de la habitación vio una colección de troncos de árboles, probablemente destinados a convertirse en esculturas en el futuro. La niebla y los árboles que había alrededor oscurecían la habitación como si fuera de noche. Hacía frío allí dentro y había un fuerte olor a humo de cigarrillo.
-¿Tenías algo para venderme? -preguntó el hombre del sombrero de cowboy. Se sentó en un sillón en el que el relleno salía por la tela rota como musgo por las grietas de una montaña.
Daniel, confundido, sacudió la cabeza.
-Solo quiero que me lleven.
El hombre resopló y se quitó el sombrero. Llevaba una diadema alrededor de la cabeza trenzada con una especie de hilos de varios colores de los que colgaban unas pequeñas borlas. La sucia chaqueta de ante y las botas de cowboy no se las quitó. Se inclinó hacia delante, encendió la lámpara de pie y empezó a hurgar con un cuchillo en el tronco de la escultura inacabada que tenía al lado.
-Eso que haces es muy bonito -dijo Daniel.
Esperó un momento y al no recibir respuesta continuó:
-¿Sabes de alguien que pueda llevarme a un autobús o estación de tren? Pago, como es natural.
Por lo visto, el hombre estaba demasiado ocupado con su trabajo para poder contestar. Daniel esperó en silencio. Cuando pasó el momento crítico, el hombre levantó la vista e hizo una mueca.
-Estás loco. Totalmente loco. Siempre lo he sabido -dijo de repente en un tono que expresaba desdén y compasión.
Daniel tragó saliva.
-Seguramente me confundes con mi hermano. Puedo entenderlo. Somos gemelos. ¿Le has visto en el pueblo? ¿A Max?
El hombre resopló y siguió tallando la madera.
-He venido a visitarlo a la clínica y ahora me voy de aquí -prosiguió Daniel.
El hombre se había levantado del sillón y estaba arrodillado junto a su tronco, mirándolo desde distintos ángulos con los ojos entrecerrados, apartándose y acercándose. Sus labios se movían todo el tiempo, pero el sonido que emitían era tan débil y tan imperceptible que Daniel tuvo que acercarse unos pasos para oír lo que decía:
-Loco de remate, loco de remate, loco de remate...
Daniel volvió a retirarse. Se quedó observando las raras esculturas de madera mientras trataba de encontrar algo adecuado que decir. Se sintió impresionado e incómodo a la vez. De las formas de la madera había obtenido un rostro con tal habilidad que parecía que hubiera estado allí desde un principio y se hubiera manifestado en vez de haber sido creado.
Algunas figuras tenían rasgos exageradamente toscos; otras recordaban a fetos encogidos con los ojos cerrados, narices chatas y manos como garras. Al lado de la puerta había un viejo, grande como un niño de cinco años, con algo holgado y ligero alrededor. Los párpados eran pesados y la mandíbula inferior se prolongaba hasta formar un cuenco que, al parecer, se usaba de cenicero.
Daniel carraspeó.
-¿Te llamas Tom?
La pregunta era innecesaria. El nombre estaba por todos lados. En cada escultura estaba tallado en letras mayúsculas y en cada herramienta que colgaba del banquillo estaba grabado con soldadura. También se había utilizado esta técnica en el pie de la lámpara, como vio Daniel después. El nombre se repetía una y otra vez, de abajo hacia arriba hasta llegar a la lámpara, como días de un calendario. Sin embargo, lo más llamativo eran las letras mayúsculas pintadas con aerosol de color rosa en la parte posterior del respaldo del viejo sofá. TOM. Cada objeto de la habitación parecía estar marcado con ese nombre. Como si al hombre le preocupara que alguien se lo robara. O como si él mismo no supiera bien su nombre y tuviera que recordarlo continuamente.
-De acuerdo, Tom. Yo me llamo Daniel.
Le tendió la mano al hombre.
Tom miró la mano como si fuera una hoja, una nube o cualquier otra cosa ante la que no se reacciona.
-Loco de remate -masculló él y continuó tallando.
-Cosas realmente bonitas. -Daniel bajó la mano y asintió con la cabeza-. ¿Eres artista?
-Trabajo con madera -contestó el hombre con resolución.
-Ya lo veo.
Daniel se dio cuenta de que no podía esperar mucha ayuda de ese bicho raro. Había sido un error pedirle que lo llevara. Debería irse de allí lo antes posible. Quedaba un buen trecho hasta el pueblo, pero podía orientarse por el río. Solo había que seguirlo hasta el fondo del valle.
Cogió la mochila que había dejado en el suelo, le sacudió el serrín y se la colgó.
-Me ha gustado mucho ver tus obras de arte, Tom. Ahora tengo que volver al valle a ver si encuentro a otra persona que me lleve. ¿Sabes dónde está la estación de tren más cercana?
Tom miró hacia arriba. Observó a Daniel con actitud amable e interesada y dijo:
-Tú no estás bien, ¿verdad?
-Bueno, no del todo. En realidad...
-Estarías mucho mejor si fueras de madera. Yo habría sido capaz de hacer algo bonito de ti. Tú barbilla.
-¿Mi barbilla?
-Está mal. Está ladeada hacia la izquierda. O no. Empieza demasiado arriba. Tremendamente arriba.
Tom entornó los ojos y se puso a medir con el cuchillo en dirección a Daniel. Empezó a hacer movimientos con el cuchillo en el aire como si estuviera esculpiendo una escultura imaginaria.
Daniel se pasó con rapidez la mano por la barbilla y tosió ligeramente.
-Lo dicho, gracias por dejarme verlo, Tom. Son cosas muy bonitas. Que te vaya bien.
Acababa de salir de la habitación cuando Tom, con repentina vehemencia gritó:
-¿Eres tú el que me roba la madera?
Daniel, sorprendido, se volvió.
-¿Qué has dicho?
-Falta madera en el depósito que tengo al lado del río. ¿Te la has llevado tú?
Daniel recordó de repente el depósito de leña junto al río donde habían pescado Max y él. Las letras T O M pintadas con aerosol. Él creyó que se trataba de algún tipo de abreviatura. Max le dijo que se podía coger leña de allí. «Conozco al granjero.»
«Así que este era el granjero. Un viejo hippie paranoico con dos o tres viajes de más de LSD que había quedado atrapado en una cabaña en un valle de los Alpes suizos.»
Había cientos de trozos de madera en ese depósito. Daniel había cogido cinco o seis. ¿Contaba Tom cada uno de ellos?
-Yo no he tocado tu madera, Tom -dijo él, intentando que su voz pareciera lo más seguro y veraz posible.
-Le cortaré el cuello a quien toque mi madera -dijo Tom sin rodeos, poniendo el cuchillo delante de su propio cuello-.Toda la madera del valle es mía. Solo yo tengo derecho a talar el bosque. Si necesitas leña, tendrás que comprármela a mí.
-Naturalmente -Daniel asintió en tono firme-. Naturalmente. Lo recordaré.
Tom parecía satisfecho. Fue hacia un viejo tocadiscos que había en un rincón y puso un disco de vinilo. Al instante se oyó rugir dos altavoces y Jimi Hendrix llenó la habitación con las vibraciones de su guitarra eléctrica.
Tom asentía con la cabeza en señal de aprobación, subió el volumen un poco más y volvió a su trabajo de tallado mientras movía los hombros, hacía gestos de masticar y seguía el ritmo sacudiendo la cabeza adelante y atrás como una gallina. Parecía que se hubiera refugiado en un mundo propio donde Daniel no existía.