20

El domingo por la tarde a las cinco y cuarto llamaron a la puerta. Daniel descorrió la cortina de la alcoba y se sentó en la cama, pero antes de que le diera tiempo a levantarse ya estaba la azafata bajita de pelo oscuro en el umbral junto a un compañero.

-¿Ya estáis aquí? -dijo Daniel.

Se había quedado adormilado un rato y no sabía bien si era la ronda de la mañana o la de la noche. Ninguna parecía encajar.

-Hora de hacer la prueba -dijo la chica.

-¿Qué prueba?

-Solo un análisis de sangre común -dijo el coordinador con calma mientras se apoyaba en el marco de la puerta-. Un pinchazo en el brazo. Y unas fotos nuevas de tu cerebro. Totalmente indoloros.

«¿Qué era esto? Max le había dicho que eso no ocurría.»

A través de la puerta abierta pudo ver a unos hombres corpulentos que llevaban el uniforme de seguridad y esperaban fuera.

-¿No podéis esperar un poco? -preguntó él-. Prefiero hacerlo otro día.

-También te negaste a ver a la doctora Dobermann -dijo el coordinador, que sonreía burlonamente apoyado aún en el quicio de la puerta con los brazos cruzados y con la gorra de color azul claro del uniforme echada hacia atrás.

-No me negué en absoluto. Solo quería que me diera otra hora -dijo Daniel-.Veré a la doctora Obermann.

-No, dijiste que no estabas motivado -indicó el coordinador.

-¿Dije eso?

-Tal vez nosotros podamos motivarte.

Volvió a sonreír con burla. Daniel hubiera querido preguntarle por qué la había llamado doctora Dobermann.

-La verdad es que no tenemos mucho tiempo -dijo la azafata-. Vamos a hacerlo de forma rápida y sencilla, ¿de acuerdo? Mañana estarás otra vez en la cabaña. Seréis tú y Marko.

Ella señaló la cabaña de al lado. Daniel salió al porche. Su vecino estaba fuera, mirándose los pies con gesto sombrío.

Había cuatro vigilantes. Estaban ahí de pie, mirando hacia ninguna parte, ociosos, aburridos, pero con una energía interna latente, como caballos enjaezados que esperan las órdenes del cochero.

-Tú ya lo has hecho antes, Max, no es nada raro -añadió el guardián-. Pero tendréis que mudaros a una unidad de cuidados. Queremos teneros bajo control. Resonancia magnética esta tarde. Análisis de sangre mañana por la mañana. Tendréis que estar sin comer doce horas antes. Así que nada de desayuno.

-Pero después tendréis un almuerzo fantástico en el restaurante -agregó la azafata con un guiño. Su pelo rubio y ondulado brillaba al sol como bronce pulido-. Huevos revueltos y beicon. Tortitas de arándanos. Zumos de frutas exóticas.

-¿Se puede fumar? -preguntó el vecino.

-Sí, se puede. En la planta no, claro. El personal te acompañará al parque. Solo tienes que decirlo.

-Yo no voy -dijo Daniel con determinación.

El coordinador suspiró.

-¿Quieres complicar las cosas? Entonces tendrás que vértelas con estos muchachos de aquí -dijo haciendo un gesto tranquilo a los vigilantes, que enseguida se irguieron y aguzaron la mirada-. Pero Lydia y yo tenemos que marcharnos. Encargaos vosotros, chicos.

El coordinador y la azafata se metieron de un salto en el pequeño coche eléctrico y se alejaron.

-Yo no creo problemas -dijo el vecino a los vigilantes levantando los brazos-.Yo voy voluntariamente. Permitidme solo que coja mis cigarrillos.

-Trae también el cepillo de dientes -dijo uno de los vigilantes.

El vecino entró con pasos pesados en su cabaña mientras un guardián le observaba desde la puerta entreabierta. Los otros tres rodearon a Daniel.

-¿Cómo vas a hacerlo? ¿Voluntaria o involuntariamente?

-Quiero hablar con un médico.

-Claro, pero antes irás a la unidad de cuidados. Ve a por tus cosas.

Daniel fue a buscar su pequeño neceser con las cosas de higiene que había comprado antes en la recepción. Le surgió una pregunta: «¿Verán que no soy Max si me hacen un análisis de sangre? ¿O somos iguales en eso también?».Tenía un vago recuerdo de que los gemelos idénticos tenían el mismo grupo sanguíneo, incluso el mismo ADN. ¿Pero habría tal vez algo más que los diferenciara?

El hecho era que estaría bien que se descubriera el engaño. Él no quería traicionar a Max, pero se estaba retrasando mucho. De este modo podrían descubrir el cambio sin que Daniel tuviera que delatarlo.

La resonancia magnética era una especie de radiografía. No podría hacerle daño.

-De acuerdo -dijo él-. Es mejor hacerlo de una vez.

Los vigilantes llevaron a Daniel y a su vecino a uno de los edificios altos de fachada de cristal. Subieron en el ascensor y caminaron por un pasillo. Se abrió una puerta y salió una enfermera con un carrito de acero inoxidable lleno de bolas de algodón e instrumental. Antes de que la puerta volviera a cerrarse tras ella, Daniel tuvo tiempo de observar el destello de una lámpara muy potente. Olía a desinfectante y a jabón dulzón. Hasta ese momento, la clínica le había parecido un hotel de lujo, pero ahora no tenía duda de que estaba en un hospital.

Entraron en una de las unidades, y a Daniel y a Marko les mostraron sus respectivas habitaciones individuales con cuarto de baño.

-Rellene esto, por favor -le dijo una enfermera entregándole un cuestionario de cuatro hojas y un bolígrafo.

Las preguntas se referían a su actitud hacia otras personas y a cómo solía comportarse en distintas situaciones. Muchas de las opciones de respuesta eran tontas y algunas, absurdas por completo.

Mientras pensaba qué opción elegir, miró a su alrededor en la habitación y vio que había una cámara de vigilancia en la pared de enfrente de la cama.

Respondió lo mejor que pudo y luego entregó el formulario a la enfermera, que estaba sentada en un pequeño cubículo en el pasillo.

Los vigilantes seguían allí de pie, apoyados contra la pared y con los brazos cruzados.

-Ahora vamos a hacer unas bonitas fotos a vuestros cerebros. ¿Quién va a ser el primero, tú o Marko? -preguntó la enfermera.

Marko no estaba allí. Probablemente estaba rellenando el cuestionario todavía.

-Tendrás que ser tú -dijo la enfermera a Daniel.

La mujer que se encargaba de la resonancia magnética se presentó como hermana Louise.

-Quítate la ropa, zapatos y cinturón -dijo-, y todo lo que sea de metal.

Llevaba una bata de color lila, su semblante reflejaba cansancio y hablaba con voz nasal y somnolienta, como si hubiera dicho esas frases muchas veces con anterioridad. Pero sus manos parecían tener vida propia, un ritmo totalmente distinto, y su modo de agarrar, rápido y eficaz, le recordó a Daniel al de la enfermera de la escuela que le ponía las vacunas y que le quitó la verruga del pie antes de que le diera tiempo a asustarse.

-Túmbate en la camilla y relájate.

Daniel se tumbó en la camilla que sobresalía por la parte delantera de la abertura circular de la cámara como la lengua de una boca.

-Espero que no tengas claustrofobia -dijo la hermana Louise y, del mismo modo obvio que se arregla a un bebé para un sacarlo de paseo en su cochecito, le sujetó a él la cabeza y los brazos y le colocó un par de auriculares en las orejas.

-Ahora permanece totalmente inmóvil.

La camilla fue entrando despacio en el túnel estrecho mientras escuchaba música clásica por los auriculares. Poco después, el aparato emitió un ruido terrible. El volumen de la música bajó y la voz de la hermana Louise se oyó en los auriculares, susurrante y casi sensual:

-No te preocupes. El sistema magnético está trabajando. Relájate y escucha solo la música. No te muevas, por lo que más quieras. Este estudio cuesta más de mil dólares. Al doctor Fischer no le gustaría que tuviéramos que repetirlo.

El volumen de la música fue subiendo lentamente. Era una pieza clásica famosa. ¿No era El Lago de los Cisnes de Tchaikovski? Daniel trató de pensar en las clases de música de la escuela. Había ido a conciertos. Emma y él habían asistido a la representación de una ópera. ¿Dónde fue? ¿En Bruselas? ¿Qué ópera era? No se acordaba.

-¿Pensamientos agradables? -preguntó la hermana Louise a través de sus auriculares-. Ahora vas a tener algo más con lo que mantenerte ocupado. Solo relájate y recíbelo.

En una pequeña pantalla en el techo del túnel apareció de repente una fotografía de un paisaje. «Parece el sur de Inglaterra», pensó Daniel. El paisaje fue difuminándose hasta desaparecer y fue reemplazado por la foto de un niño que estaba en la calle solo, llorando. Las imágenes siguieron cambiando. Personas, animales, paisajes. Luego siguieron palabras escritas en inglés. Palabras sueltas, abstractas o concretas, que aparecían una tras otra, sin orden de ningún tipo.

Los golpes continuaban como si una banda de duendes estuviera en movimiento y la música sonaba.

Cuando la cámara quedó por fin en silencio y él volvió a salir, la hermana Louise estaba allí con sus zapatos y su cinturón en una caja de plástico.

-¡Fíjate! Has sobrevivido también esta vez -dijo ella.

Daniel pasó la tarde viendo la televisión con Marko en una pequeña sala de reunión en la unidad de cuidados. Daniel trató de entablar algún tipo de conversación. Habló del estudio que les habían realizado a ambos y de las preguntas del cuestionario. Pero Marko no tenía interés por las relaciones sociales.

-Cierra la boca. Quiero ver la película -refunfuñó él.

La enfermera se acercó.

-Tus pastillas para dormir, Marko -dijo ella ofreciéndole un pequeño recipiente color rosa. Él no se inmutó, así que ella lo puso encima de la mesa.

-Allí hay un termo con té para vosotros. Tendréis que prescindir del azúcar y la leche. Buenas noches.

Estaban viendo una película americana de acción en la que Sylvester Stallone hablaba alemán con una voz que parecía que decía muchas más palabras que sus labios. Marko estaba sentado, inclinado hacia delante con el vientre colgando como un saco pesado entre los muslos, y miraba hipnotizado la pantalla del televisor. Respiraba con dificultad por la nariz y olía a sudor rancio. Daniel esperaba que saliera algún paciente de las otras habitaciones, alguien que quisiera charlar un poco. Fue a buscar el termo y dos tazas.

-¿Quieres?

Marko no respondió. Sin perder de vista la pantalla del televisor se puso a rebuscar en el bolsillo de su camisa y sacó un paquete de tabaco. Dio unos golpes hasta que salió un cigarrillo, se lo puso entre los labios y lo encendió.

-No puedes fumar aquí dentro -le recordó Daniel-. Tienes que pedir a alguien del personal que te acompañe fuera.

-Ya se han ido -masculló Marko con el cigarrillo entre los labios.

-Entonces, sal tú solo.

-Está cerrado.

Daniel se puso en pie y fue hacia las puertas de cristal de la unidad de cuidados. Estaban, en efecto, cerradas. Llamó a la puerta del despacho de la enfermera, esperó e intentó abrir. Estaba cerrado también.

-Tienes que esperar hasta que llegue el personal de noche -dijo él.

Marko lanzó una bocanada de humo y echó la ceniza en la taza de té de Daniel. Sylvester Stallone lanzaba a un hombre por un cristal y los trozos caían como lluvia a cámara lenta.

-Creo que voy a acostarme -dijo Daniel poniéndose en pie.

Marko no reaccionó.

Después de meterse en la cama del hospital, Daniel tardo un buen rato en quedarse dormido. Sentía el olor a suavizante de la ropa de las sábanas recién planchadas y oía el sonido de la televisión. Echaba de menos la alcoba acogedora de la cabaña de Max. Trató de recordar su propia cama en su casa de Uppsala, pero la mezclaba con otras camas que había tenido en su vida y no podía recordar cómo era ni cómo se sentía en ella.

Cuando despertó un par de horas después no sabía dónde estaba. Se sentó y buscó a tientas unos minutos la lámpara de la cama hasta que la encontró. Su corazón iba a galope y sentía una angustia muy grande, casi bestial. ¿Había soñado algo? Sí, había soñado con rascacielos durante la noche, viajes a toda velocidad por carreteras, mujeres peinadas a la moda de los ochenta. Residuos de la película de televisión. Un sueño agradable e inofensivo. Ese no era el motivo de su preocupación.

Inspiró un par de veces de modo corto y rápido. Humo. ¡No era humo de cigarrillo, sino de un incendio! Salió volando de la cama y abrió la puerta de acceso al pasillo. El olor a humo era más fuerte, pero no pudo ver nada en especial. Unas pequeñas luces de color verde brillaban junto al zócalo. El rincón de la televisión estaba oscuro y desierto y la puerta de las enfermeras, cerrada. No se veía a nadie del personal nocturno.

Marko debía de haber encendido un cigarrillo en su habitación y se olvidó de apagarlo. Tal vez se quedó dormido en la cama.

Daniel no recordaba qué puerta llevaba a la habitación de Marko. No tenía importancia, había que despertar a todos los pacientes de la unidad. ¿Por qué no había funcionado la alarma contra incendios? Abrió las puertas una tras otra. Algunas estaban cerradas, pero las de las habitaciones de los pacientes se podían abrir. Había ocho habitaciones individuales iguales que la suya. Todas estaban vacías y las camas recién hechas. Al encender la luz de la novena encontró a Marko que, con la ropa puesta, roncaba tumbado boca arriba. El humo negro salía del colchón como del cráter de un volcán.

Daniel corrió hacia la cama. Alrededor de la colilla del cigarrillo había un agujero incandescente, grande como la palma de una mano. Daniel tiró rápidamente de una manta de algodón y se puso a golpear las llamas para apagarlas.

El inmenso cuerpo de Marko se mecía, los ronquidos eran cada vez más violentos, sin embargo, aunque pareciera asombroso, no se despertaba. Sus pastillas para dormir debían ser muy fuertes.

-¡Despierta, imbécil! -gritó Daniel sofocando con la manta el colchón que ardía.

Marko lanzó una maldición. En ese momento surgió una nueva llama en otra parte del colchón. En vez de ahogar la llama, parecía que Daniel la había avivado con sus golpes.

-¡Levántate! -gritó Daniel-. ¡Hay fuego!

Marko resopló y se retorció para sacar su enorme cuerpo de la cama, pero como estaba aturdido y torpe el resultado fue que tanto él como el colchón se cayeron al suelo.

El fuego se inflamó de modo explosivo y obligó a Daniel a echarse hacia atrás. El humo del colchón era enorme, como si ardiera toda una fábrica.

La cámara de vigilancia los miraba con su ojo esférico. Daniel se puso debajo e hizo señas. Al parecer nadie vigilaba esas cámaras.

Salió al pasillo y gritó pidiendo ayuda. Llamó varias veces, pero el pasillo estaba tan vacío como antes. Las puertas de cristal seguían cerradas y al otro lado brillaba el botón de llamada del ascensor, como un ojo rojo en la oscuridad.

¿Era posible que él y Marko estuvieran solos y encerrados en la planta?

Corrió por el pasillo buscando un extintor o una alarma. Al menos, tendría que haber una salida de emergencia.

Junto a la sala del televisor vio la indicación verde con una figura que corría agazapada. Cuando logró abrir la pesada puerta de metal, salió a una escalera estrecha con luces fluorescentes y aire fresco, limpio y sin humo. Tomó aire varias veces mientras luchaba contra la tentación de huir solo. Así que soltó la puerta de nuevo y volvió a la habitación de Marko.

El escenario había cambiado de preocupante a catastrófico en los dos o tres minutos que había estado fuera. El humo se había expandido como si alguien presionara desde dentro. Llenaba la habitación como una especie de funda negra y le cubría medio metro desde el suelo.

-¿Estás aún ahí, Marko? -gritó él.

Oyó que alguien tosía.

Daniel se quitó la camiseta, entró rápidamente en el cuarto de baño y la empapó en agua. Se la puso por encima de la cabeza para que le tapara la cara, y, a continuación, se deslizó gateando por la bolsa de aire que quedaba debajo del humo. Marko berreaba en un idioma que Daniel no pudo identificar.

-Hacia aquí. Tienes que arrastrarte bajo el humo -gritaba Daniel-. ¿Me oyes, Marko? Arrástrate hacia aquí. He encontrado una salida de emergencia.

No tenía idea de dónde estaba. El humo y la camiseta no le dejaban ver. Se orientaba por los gritos y toses de Marko. Estaba sudando a chorros. Sentía que estaba cerca del centro del fuego.

De pronto sintió que alguien le agarraba por el antebrazo. Unas uñas se clavaban en su piel como garras y una respiración pesada y presa del pánico junto a su cara. Luchó para frenar el impulso de soltarse y trató de decirle algo tranquilizador a Marko, pero la tela mojada de la camiseta se pegaba a su boca y le producía sensación de asfixia. Cambió de dirección arrastrándose e intentó llevarse a Marko con él hacia la puerta. ¡Santo cielo!, ¿por qué no podía el hombre darse un poco más deprisa? En vez de arrastrarse, Marko estaba inmóvil en el suelo y solo se aferraba al brazo de Daniel mientras respiraba de modo rápido y entrecortado. ¿Habría tenido un infarto?

Daniel le agarró por debajo de los brazos e intentó arrastrarlo por el suelo. Pero no lograba desplazar ese cuerpo enorme. ¿Cuánto podía pesar ese gigante? ¿Ciento cincuenta kilos? Lo dejó en el suelo, descansó un momento e hizo un nuevo intento. Sentía que sus antebrazos se resbalaban entre las axilas sudorosas de Marko y tiró con todas sus fuerzas para arrastrar al coloso inerte, centímetro a centímetro, a través del humo. Tenía que llegar a la puerta antes de que el fuego se propagara y le cortara el camino.

Entonces se dio cuenta de que ya no estaba seguro de dónde estaba la puerta. Trató de recordar cómo era la habitación antes de llenarse de humo, hasta dónde se había arrastrado él antes de encontrar a Marko. Era una habitación tan pequeña que no podía equivocarse. ¡Si Marko no fuera tan pesado y tan poco manejable y no se resbalara tanto a causa del sudor!

En esas circunstancias, ciego, agotado y asfixiado por el humo, Daniel luchó durante lo que le parecieron horas o días, pero tal vez solo fueron unos minutos, durante los cuales se olvidó de dónde estaba, por qué estaba allí y a quién iba arrastrando. Era como un animal sin ideas.

A lo lejos se oían voces de hombres y pasos de botas pesadas. Daniel se las arregló para emitir un grito ronco pidiendo ayuda. Oyó el estruendo de extintores de espuma y mangueras de agua, y alguien se le acercó y le dijo que se tranquilizara.

No podía recordar cómo salió al parque, pero de repente estaba allí, sentado en un banco y respirando el aire fresco de los Alpes.

-Has estado cerca -dijo uno de los vigilantes.

-¿Cómo va Marko? -preguntó Daniel jadeante.

-Está algo peor que tú. Lo han llevado a Cuidados Intensivos. Pero se recuperará.

Daniel miró a su alrededor en el parque oscuro. Le pareció raro que todo estuviera tan tranquilo.

-¿No vais a desalojar el edificio? Está ardiendo -exclamó él asombrado.

-El fuego ya está extinguido. No ha llegado a extenderse. Tenemos paredes resistentes al fuego entre los departamentos.

Daniel contempló el gran edificio de cuidados. La mayor parte de las ventanas estaban oscuras. Nada indicaba que se hubiera producido un incendio allí hacía poco.

-Marko estaba fumando en la cama -dijo él-. El colchón salió ardiendo. ¿No funciona la alarma? Debería haberse activado, incluso cuando se encendió el primer cigarrillo.

-Probablemente la desactivó.

-¿Puede hacerse?

El guardia se encogió de hombros.

-Nada es imposible para un manitas, como suele decir mi padre. ¿Adónde quieres ir tú ahora? ¿A otra unidad o de nuevo a la cabaña? Dicen que mañana no tendrás que hacerte análisis de sangre. No estás en condiciones.

-Quiero volver a la cabaña. Aunque lo que más me gustaría hacer es volver a Suecia.

El guardia silbó.

-Una cosa cada vez. Te acompañaremos a la cabaña.

Cuando llegaron a la cabaña, Daniel dio las gracias a los vigilantes.

La noche estaba despejada. Debajo de ellos, el valle dormía en la oscuridad.

Pero, para su sorpresa, el pico más alto y distante estaba tan alumbrado como por el día. Con acantilados brillantes y plateados, flotaba por encima del paisaje nocturno de montaña como la morada de unos dioses. ¿Cómo era posible?

Entonces se dio cuenta de que era la luz de la luna lo que lo iluminaba. Se puso a llorar.

Uno de los vigilantes apoyó la mano en su hombro.

-Estás cansado. Entra y acuéstate.