12
Durante su viaje de regreso a través del valle, Max apareció de repente junto a Daniel, se inclinó hacia él y le dijo con voz jadeante e intensa:
-Te lo ruego, Daniel, hazme este último favor. Nunca más volveré a pedirte nada. Pero esto significa vida o muerte. Lo digo en serio, literalmente. Vida o muerte. Todo lo que te pido es que estés en mi cabaña por la mañana y por la noche cuando las azafatas controlan la asistencia.
-¿Solo eso? ¿Pero no recibes ningún tratamiento?
Max aminoró la marcha.
-Gisela Obermann, mi doctora, intenta que haga terapia, pero yo no me siento con ganas. Ella tal vez intente convencerte durante estos días, pero solo es cuestión de decir que no, porque es lo que yo suelo hacer. Además creo que ella ya se ha dado por vencida. No sirve de nada si no estás motivado.
-¿Y los demás pacientes? Conocerás a gente aquí. ¿Cómo tengo que comportarme con ellos? -dijo Daniel, consciente de que su pregunta podía interpretarse como que ya había aceptado la propuesta de Max.
-Apenas me relaciono con nadie. Solo algún intercambio de palabras acerca del tiempo y cosas así. Tú podrás hacerlo. Y recuerda: el idioma de la clínica es el inglés. Para pacientes y personal. Trata de no brillar con tu alemán o francés.
-¿Pero supongo que aquí mucha gente tendrá el alemán o francés como idioma materno? -objetó Daniel.
-No todos. Este es un ambiente internacional. Así que atente al inglés. Si no lo haces, la gente puede enfadarse. Si no lo haces, hay tipos paranoicos que creen que estás hablando mal de ellos.
El sol se había puesto por detrás de la montaña y el atardecer cubrió el valle. En lo alto de la ladera norte, justo antes de que la ladera verde se transformara en esa montaña que parecía una gravera, Daniel vio las luces de un coche que se movía a poca velocidad. Así que evidentemente pasaba otra carretera por allí.
-No sé, Max, de verdad -dijo él-. ¿No puedo ayudarte de otro modo?
Max sacudió la cabeza con fuerza.
-Este es el mejor modo. Y el único.
Habían llegado al pueblo y subieron hacia la clínica. Aparcaron las bicicletas en la parte posterior del edificio principal y no las ataron.
-Aquí puedes coger una bicicleta cuando la necesites. Las cañas de pescar puedes pedirlas en recepción -dijo Max-.Antes de volver voy a enseñarte la biblioteca. Creo recordar que lees mucho.
Subieron la cuesta en dirección a los dos edificios acristalados.
-También podemos ver las instalaciones deportivas -dijo Max y entró en el primer recinto.
En la primera planta había un pabellón de deportes. Un muchacho solitario daba vueltas por el enorme local con un balón, intentando meterlo en la canasta de baloncesto.
-Tú no sueles jugar a juegos de pelota, pero tal vez te interese el gimnasio.
El gimnasio era grande, bien equipado y ubicado en la segunda planta de un local luminoso. El diseño de alta tecnología de las máquinas y los quejidos de los hombres sudorosos le hicieron pensar a Daniel en la fábrica de una película de ciencia ficción.
-Aquí tienes todo lo que puedas desear -dijo Max, cuya voz fue ahogada por un rugido que hizo saltar a Daniel.
Un hombre que estaba junto a ellos empujó hacia arriba una barra con pesas por encima de sus musculosos brazos tatuados, y la mantuvo temblando mientras hacía muecas de dolor.
-Y junto al vestuario tienes sauna y jacuzzi -agregó impasible-. Ahora voy a enseñarte dónde puedes pedir libros prestados.
El edificio contiguo albergaba la biblioteca, las salas de estudio y el local que hacía las veces de teatro y de sala de reuniones. Se dirigieron a la entrada y Max propuso que Daniel diera una vuelta por la biblioteca mientras él iba un momento a hacer un recado.
-No necesitas ningún carné. Solo dile tu nombre al bibliotecario que está allí. Mi nombre -corrigió él, y luego lo dejó dándole una palmadita en el hombro.
Daniel vagó sin rumbo por la biblioteca. Le llamó la atención que estaba muy bien provista para tratarse de la biblioteca de una clínica. La sección de revistas y periódicos era impresionante, con publicaciones de todas las áreas imaginables en un montón de idiomas distintos. Hojeó algunas de ellas y luego siguió dando vueltas entre los estantes. A través de las paredes exteriores de vidrio pudo ver el parque que estaba ahora iluminado.
Después de más de un cuarto de hora apareció Max.
-Bonito, ¿no? Aquí puedes incluso encontrar libros y periódicos en sueco.
Salieron y Max lo llevó hasta la piscina y las pistas de tenis, que estaban vacías a esas horas de la tarde.
-Estas instalaciones no están nada mal para pasar unas vacaciones, ¿verdad? -dijo Max-. ¿No crees que podrías soportarlo unos días?
-No se trata de eso -masculló Daniel.
En la cabaña, Max puso un disco de jazz moderno y sirvió un whisky para cada uno. Se sentaron en los sillones y Max habló de la orquesta que interpretaba la música. Eran unos músicos de jazz holandeses de gran talento, un paciente le había prestado el disco.
-Yo creía que no te relacionabas con nadie -objetó Daniel.
-Hay personas que pueden ponerse en el nivel adecuado. Mantener la distancia. Solo unas palabras. Prestarse uno a otro un disco o un libro. Eso es correcto. No es necesario ser desagradable. Estamos en el mismo barco, a pesar de todo. Pero no me interesa mantener conversaciones más profundas.
Daniel asintió comprensivo, movió su vaso y se quedó mirando el líquido dorado.
-¿De dónde has sacado el whisky?
-Lo compré en el pueblo. No es de los caros. Pero es bastante aceptable, ¿no crees?
Llamaron a la puerta y antes de que ninguno de los dos pudiera levantarse se abrió la puerta y una de las azafatas miró al interior. Era guapa y de rasgos aniñados, con grandes ojos y pelo oscuro recogido en una cola de caballo.
-Buenas tardes, señores. ¿Han pasado un día agradable?
-Maravilloso. He llevado a mi hermano al río. Ha mostrado su evidente talento para la pesca deportiva.
-¿Han estado pescando? ¿Y han conseguido algo?
La azafata estaba hablando de pie en la entrada, mientras su colega masculino asentía con la cabeza desde atrás.
-Sí, pero nos lo hemos comido todo, así que hoy no ha quedado nada para el restaurante. Pero mi hermano es muy bueno para la pesca de trucha. He tratado de convencerlo para que se quede aquí un tiempo y así nos aseguremos los suministros del restaurante, pero él está impaciente por marcharse.
-¿No se encuentra cómodo en Himmelstal? -La azafata dirigió su pequeño rostro de muñeca hacia Daniel, reemplazando su gesto de asombro por una sonrisa indulgente-. Sin duda es un sitio poco común, pero puede que no sea tan bueno como usted esperaba.
-Creo que esto es absolutamente fantástico -contestó Daniel con sinceridad-. De hecho...
Pero la azafata ya había dado un paso atrás en la escalera y estaba a punto de cerrar la puerta.
-Que duerman bien -dijo antes de cerrar.
Su colega repitió lo mismo desde fuera, y luego ambos se alejaron.
-¿Más whisky? -preguntó Max.
Echó más en el vaso de Daniel sin esperar respuesta.
-Solo un poco. Gracias, es suficiente.
Max subió el volumen del tocadiscos.
-Me encanta esto.
Estuvieron un rato escuchando simplemente. La música era suave, relajante, adaptaciones de melodías originales.
-¿Has dicho que son holandeses? -preguntó Daniel.
Max se levantó y pronunció con incertidumbre el nombre del grupo que podía leerse en la portada del álbum. Luego volvieron a sentarse en silencio, escuchando mientras se bebían el whisky poco a poco.
-Ha sido un día bonito, ¿verdad? -dijo Max.
Daniel asintió.
-Un poco como nuestros cumpleaños cuando éramos pequeños.
-Sí, el primer acto -dijo Daniel.
La lujosa fiesta de cumpleaños, cuidadosamente preparada, solía seguir siempre el mismo patrón: la alegría del reencuentro, juegos divertidos que cada vez eran más violentos y terminaban en peleas, lágrimas y con frecuencia en algún tipo de accidente: una caída desde algún árbol, un dardo mal dirigido, un golpe en la cabeza con una bola dura.
Max sonrió con desconfianza.
-¿Recuerdas cuando saltábamos de los columpios a toda velocidad para ver quién llegaba más lejos?
-Sí, y cuando yo estaba mirando lo lejos que habías llegado tú y me golpeó el columpio en la cabeza y perdí el conocimiento por una conmoción cerebral -dijo Daniel.
-Pero también nos divertíamos mucho cuando nos veíamos. No sé por qué lo hacíamos tan de vez en cuando -dijo Max poniéndose en pie.
Hundió las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos y sacó algo parecido a una cuerda enrollada, que puso encima de la mesa. Daniel dijo:
-Creo que era un acuerdo que tenían mamá y papá. Y también había un gran resentimiento entre ellos.
-Tú tuviste la suerte de vivir con mamá cuando eras pequeño -dijo Max mientras seguía sacando cosas de los bolsillos.
Fue a buscar un espejo de afeitar que puso sobre la mesa y luego acercó una lámpara de pie. Daniel lo miró asombrado, pero dejó que continuara.
-Tú estuviste bien en casa de papá, ¿no? -dijo.
-¿Tú crees? -Max esbozó una sonrisa sin alegría mientras ajustaba el ángulo de la lámpara de pie para que alumbrara en el sitio correcto-. Él estaba siempre trabajando. No me crié con papá, sino con Anna. Y sabes bien -dijo lanzando una rápida y diabólica mirada a su hermano- que todas las madrastras son unas brujas.
-Anna fue la que te enseñó a andar y a hablar y a todo lo demás -resaltó Daniel.
-A andar y a hablar se aprende solo.
-Pero ella te dedicó mucho tiempo y atención. Recuerdo que mantenía largas conversaciones telefónicas con mamá y le hablaba de tu evolución y tus progresos. Estaba muy comprometida contigo.
Max se sentó a la mesa. Examinó su cara en el espejo y dijo ajustando la lámpara:
-Sí, como un científico está comprometido en un laboratorio. Ella era ante todo una investigadora.
-Ella casi había terminado su tesis doctoral en pedagogía cuando se casó con papá. Dejó su carrera para cuidarte en casa -recordó Daniel.
-¿Pedagogía? ¡Ah, sí!
Max empezó a desenredar una de las cuerdas enrolladas y Daniel vio que era una especie de trenza muy retorcida. Max la soltó con suavidad mientras añadía:
-Ella se dedicaba más bien al adiestramiento. Le interesaba yo mientras hacía las cosas bien. Pero me ignoraba en cuanto me equivocaba en algo. Se negaba a hablar conmigo. Preparaba la comida para ella y comía mientras yo miraba. Si armaba escándalo para llamar su atención, ella me encerraba en un cuarto pequeño en el sótano. Nunca me decía qué había hecho mal, tenía que averiguarlo solo.
Daniel miraba asombrado a su hermano.
-¿Lo sabía papá?
Max se encogió de hombros.
-Él no estaba nunca en casa.
Un olor acre se esparció por la cabaña. Max había desenroscado la tapa de un bote pequeño y estaba aplicándose parte del contenido transparente en la barbilla con un pincel.
-¿No le dijiste a él que Anna te trataba mal? -preguntó Daniel.
Max se rio de modo forzado debido a que tenía el cuello tenso y la barbilla hacia arriba. Se pegó un mechón de pelo largo y oscuro en el cuello, bebió un trago de su vaso de whisky y luego se volvió hacia Daniel.
-Yo no sabía que ella me trataba mal. Creía que era yo quien se portaba mal.
Max apuró su whisky. Los largos mechones de pelo oscuro le colgaban de la barbilla como algas.
-No te preocupes del aspecto que tengo ahora -dijo al ver la mirada crítica de Daniel-. Cuando esté terminado quedará bien.
Pegó un mechón más y añadió:
-Con el tiempo ella me trajo sin cuidado. Yo tenía mis amigos. Me las arreglaba. No sé por qué te cuento esto. Tal vez para que me entiendas mejor. He tenido que buscar la forma de adquirir unos derechos que tú consideras obvios. ¿Quieres más whisky?
-No, gracias. Voy a acostarme.
Cuando iba hacia el cuarto de baño, Daniel miró a su hermano con complicidad.
-¿Qué vas a representar, Max? ¿Un ogro? ¿Un hippie con alopecia parcial?
Max se levantó de repente y se metió en el cuarto de baño antes de que Daniel tuviera tiempo de cerrar la puerta. Sacó del armario una maquinilla de afeitar que dejó con gesto decidido en el borde del lavabo. Hizo un gesto señalando la barba de Daniel y dijo:
-Aquí tienes.
Antes de que Daniel pudiera contestar, salió del cuarto de baño y cerró la puerta.
Daniel se lavó la cara y la parte superior del cuerpo. El whisky le había dejado una agradable sensación de entumecimiento en las extremidades.
Pensó en lo que había contado Max de su madrastra Anna Rupke. ¿Sería cierto? Él recordaba a Anna como una mujer sana y regordeta. Fuerte. Inteligente. Efectiva.
Tras la puerta cerrada del cuarto de baño oía aún la música de jazz del grupo holandés.
-¿Te acuerdas de lo que prometiste? -dijo Max desde el otro lado de la puerta.
«¿Había prometido algo?»
Vio a Max delante de él cuando era un niño. De pie junto a la puerta de la cocina mientras la grande y fuerte Anna Rupke estaba sentada dentro comiendo sola.
Se cepilló los dientes mientras examinaba su rostro en el espejo, se enjuagó la boca, escupió y se dijo a sí mismo:
-No va a funcionar.
Encendió la máquina de afeitar y oyó el leve zumbido del motor.
-No va a funcionar -murmuró de nuevo mientras se pasaba la máquina por las mejillas.
Cuando terminó, se quedó inmóvil frente al espejo observando su rostro desnudo. El hueco del hueso de la mejilla hacia la barbilla, la pequeña hendidura en el labio superior. La piel pálida, los poros visibles. Todo lo que había estado oculto durante tanto tiempo.
Se acercó a su hermano, que seguía aún ocupado con su barba postiza junto a la mesa de la cocina.
-Aún no está terminado -masculló Max-. Esto lleva su tiempo. Haz otra cosa mientras tanto. Hay un libro de bolsillo en mi dormitorio. Es bueno.
Daniel fue a buscar el libro, una novela policiaca americana. Se sentó en uno de los sillones de madera junto a la chimenea e intentó leer. Poco a poco, la trama del libro fue dejando a un lado sus propios e inquietos pensamientos y, cuando estaba lográndolo, Max le dio unos golpecitos en el hombro.
Daniel levantó la vista.
Max ya no tenía unos cuantos mechones dispersos en la barbilla. Tenía una barba densa y abundante de la misma longitud y el mismo tono castaño oscuro, casi negro, que la que Daniel acababa de afeitarse. Le cubría la mayor parte de la cara y parecía sorprendentemente natural. Incluso los finos reflejos de color rojo cobrizo estaban ahí, mechas que solo podían percibirse bajo una luz especial y que Daniel creía que solo él veía.
-Lo he hecho bastante bien, ¿no?
-Estoy profundamente impresionado.
-Ya te dije que eran cosas profesionales. Y tú también lo has hecho bastante bien, en mi opinión -agregó Max, generoso, mirando a Daniel-. Sobre todo siendo un barbero inexperto. ¿Ninguna herida?
Puso sus dedos índice y pulgar en la barbilla de Daniel y movió su cabeza hacia la derecha y hacia la izquierda.
-Fenomenal.
Luego se agachó delante del espejo de afeitar que estaba sobre la mesa y se miró.
-Claro que llevo el pelo demasiado corto. No había ninguna peluca adecuada en el teatro. Y si no puede hacerse bien es mejor no hacerlo. Me pondré un gorro.
Max se puso a buscar en el fondo de un cajón, sacó un gorro de lana y se lo puso en la cabeza. Se lo bajó hasta que le tapó la frente y las orejas y se miró en el espejo. Parecía satisfecho.
-¿No crees que es un poco raro llevar gorro de lana en pleno verano?
-No cuando se va de turismo a los Alpes, lo que has dicho que vas a hacer tú. En las cimas puede hacer mucho frío y las tormentas de nieve en julio no son inusuales. Yo nunca subiría allí sin un gorro.
Daniel se echó a reír. Todo le parecía absurdo. Y él estaba un poco borracho y muy cansado.
-Voy a acostarme -anunció-.Y esto -dijo señalando la cara de Max y la suya propia- no saldrá bien, pero es agradable deshacerse de la barba. Tienes razón. Estoy mejor sin ella.
-Los dos estamos mejor sin barba -dijo Max-.Y te queda una cosa que hacer. Eso.
Agarró a Daniel por el pelo y se lo llevó al cuarto de baño.
-Has hecho trampa, ¿verdad?
Max sacó un par de tijeras e hizo ademán de cortar.
-¿Es necesario? -dijo Daniel.
-Claro que lo es.
Max empezó a cortarle el pelo a Daniel. Luego le pasó la maquinilla por el cráneo hasta obtener el mismo rapado que él mismo tenía.
-Vale. ¿Puedo acostarme ahora? -dijo Daniel deslizándose debajo de la manta que había en su banco. Lanzó una mirada a Max con la barba espesa y el gorro de lana y volvió a estallar en carcajadas.
Acababa de quitarse las gafas y se había vuelto hacia la pared cuando Max dijo con voz grave:
-Quiero enseñarte algo antes de que te duermas.
Daniel se dio la vuelta suspirando. Max encendió la lámpara de pie que estaba encima de Daniel, se agachó cerca de él y le acercó una fotografía al rostro.
-Me mandaron esto para que viera cómo trabajan -dijo Max susurrando tan cerca del tímpano de Daniel que parecía que estaba dándole un beso-. La hija de un traidor. Diecisiete años.
Daniel volvió a ponerse las gafas y observó un rostro maltratado, con los ojos hundidos y los párpados morados e inflamados como ciruelas demasiado maduras. El labio inferior tenía un profundo corte en el centro, y la frente y las mejillas estaban completamente magulladas. Era difícil imaginarse cómo era ella antes, pero con ese pelo negro y largo y ese cuello delicado podía muy bien haber sido hermosa.
-Eso es lo que quieren hacerle a Giulietta -dijo Max en voz baja.
-¿La mafia?
Max asintió con rapidez, puso el dedo índice sobre los labios como gesto de guardar silencio y desapareció en el dormitorio con la fotografía.
A la mañana siguiente, Daniel se despertó al oír los golpes de la azafata en la puerta que, como era habitual, abrió enseguida y saludó con voz cantarina y enérgica:
-Buenos días. ¿Estás cansado hoy, Max?
-Mi hermano vendrá enseguida. Voy a despertarlo -masculló Daniel.
Buscó a tientas las gafas donde las había dejado la noche anterior, pero no pudo encontrarlas. Retiró la manta, se levantó y fue hacia la alcoba de Max. Había dormido en calzoncillos y sintió un poco de vergüenza delante de la azafata. Ella sonrió e hizo un gesto para intentar calmarlo.
-Tu hermano se ha marchado ya, Max. Salió de la clínica a las seis de la mañana. Sin duda no quiso despertarte. ¿Tenía que coger un avión? Tengo que seguir. Te comunico que hace un día maravilloso. ¡Hasta luego!
La puerta se cerró y, poco después, Daniel oyó que llamaban a la de la cabaña de al lado y la voz cantarina repetía: «¡Buenos días!».
Daniel fue al dormitorio y corrió la cortina. La cama estaba hecha y todo estaba ordenado.
Abrió la puerta del cuarto de baño, que estaba vacío.
Buscó su ropa, la había dejado encima de uno de los sillones de madera de pino la noche anterior. Ya no estaba allí. Buscó por toda la cabaña sin poder encontrarla. Los zapatos habían desaparecido también. Y, lo que era peor: no había rastro de sus gafas.
Igual que la maleta, su neceser, que estaba en el cuarto de baño. Igual que su cartera, su teléfono móvil y su pasaporte. Y el reloj de pulsera que había dejado sobre la mesa. Hasta su cepillo de dientes había desaparecido.
Pero las bermudas de Max estaban en el respaldo del otro sillón, con el polo en el asiento. Y los caros zapatos de deporte de Max de piel suave y delicada estaban en la entrada.
De repente, Daniel se dio cuenta de que lo único que le pertenecía de toda la cabaña era los calzoncillos que llevaba. Pensativo, se los sujetó con una mano, como temiendo perderlos.
Del mismo modo pasó la otra mano por su mejilla recién afeitada, desnuda.