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Daniel iba con la cabeza casi pegada al manillar en una de las bicicletas de montaña de la clínica, pedaleando por el valle con tal fuerza que el sudor le corría por la frente. Pasó a toda velocidad por delante del Cementerio de los Leprosos con sus cruces inclinadas, del camino del bosque que llevaba a la cabaña de Tom y de un puente que cruzaba el río justo donde bajaba por la pendiente.
Ahora estaba en la parte oeste más salvaje del valle, donde vivían los solitarios y adonde se iba arriesgándolo todo. El personal de vigilancia no patrullaba nunca por allí con sus coches eléctricos, sino que eran vigilantes armados los que se encargaban de los controles de asistencia durante sus rondas en las furgonetas.
Daniel sabía más o menos dónde estaba la casa de Adrian Keller. Durante una imprudente escapada, Corinne le había indicado el estrecho camino por el que se llegaba a la casa y le había advertido que se acercara. También le había señalado las dos casas grandes que estaban en lo alto de la ladera cubierta de hierba. La de arriba y más grande era la de Kowalski. La de más abajo, la de Sørensen. Al lado de ambas casas estaba el garaje. Kowalski y Sørensen tenían coche, no demasiado moderno pero lo tenían. Un coche propio. Ningún residente de Himmelstal tenía coche. Los vehículos más habituales allí eran las bicicletas y los ciclomotores. La mayoría no tenía ningún vehículo y utilizaba las bicicletas de la clínica cuando las necesitaba. Los automóviles estaban reservados principalmente para el personal.
Se detuvo en el cruce del camino de Keller y llamó en el número que le habían dado. No contestó nadie. ¿Estarían durmiendo? Eran algo más de las nueve. Max seguramente había estado despierto toda la noche, cuando le envió los mensajes, y Keller habría salido al amanecer con sus halcones. Así que tal vez a esa hora estarían cansados.
Si Max hubiera dejado la cabaña para volver a la clínica, Daniel se habría cruzado con él. Siempre que no hubiera ido por el sendero que iba a la parte superior de la ladera. ¿Pero por qué iba a hacerlo? Él le había pedido a Daniel que fuera a la cabaña de Keller. Debería haberlo llamado en caso de cambiar de idea. Aunque con Max nunca se sabía.
Guardó el teléfono, volvió a la bicicleta y fue hacia el cruce para luego subir la sinuosa colina en dirección a la casa de Adrian Keller.
El día que había amanecido claro y resplandeciente de escarcha se había vuelto gris. Las cortinas de niebla que atravesaban el valle le humedecían la ropa.
Se bajó de la bicicleta y se quedó de pie a treinta metros de distancia. Delante de la casa estaba aparcado el Mercedes negro de Kowalski. La reputación que Adrian Keller tenía de solitario parecía muy exagerada.
En un amplio vallado cubierto por tela metálica estaban los halcones en árboles secos, gritando con nostalgia en la niebla. Tal vez sus graznidos anunciaban su llegada, pues mientras estaba ahí pensando si acercarse o regresar, se abrió la puerta de repente y Keller miró al exterior.
Daniel llevó la bicicleta un poco más cerca, procurando mantenerse en medio del camino.
-¿Está mi hermano aquí? Me llamó para decir que estaba en tu casa -gritó.
Keller no respondió, pero le indicó con un gesto que entrara.
Daniel dudó. Fue hacia la casa, apoyó la bicicleta en la barandilla de la escalera y subió.
Tardó un rato en acostumbrar los ojos a la oscuridad que había allí dentro, ya que las contraventanas estaban cerradas. La casa no era como otras casas del pueblo, construcciones nuevas que mantenían el pintoresco estilo antiguo. Parecía ser vieja de verdad y seguramente ya estaba allí antes de la época del proyecto de Himmelstal.
Kowalski y Sørensen estaban sentados junto a una mesa sobre la cual colgaba una lámpara. Delante de ellos había bolsas de plástico con un polvo blanco y una balanza. Sørensen levantó la vista.
-Vaya, tenías tanta prisa que tuviste que venir.
-Recibí un mensaje de mi hermano diciéndome que estaba aquí -dijo Daniel con voz vacilante.
Sørensen miró a Kowalski y a Keller.
-¿A qué se refiere?
Keller se encogió de hombros.
Al mirar a la derecha, Daniel vio que había un gran espejo colgado de la pared en sentido horizontal en el que se reflejaba toda la habitación como en un cuadro. Podía verlos a todos juntos dentro del marco dorado: Kowalski y Sørensen en el reducido círculo de la lámpara, Keller como una figura borrosa a lo lejos en la oscuridad y él mismo, con la cara enrojecida y sudorosa por el paseo en bicicleta, que en ese momento miraba con furia fuera del centro del cuadro. La escena le hizo pensar en algún cuadro holandés del siglo XVII en el que las personas eran captadas en un momento fatídico y donde cada detalle estaba cargado de significado.
Kowalski se bajó unas gafas que llevaba en la frente, colocó un papel doblado en la balanza y echó encima el polvo de una de las bolsas. Miró con concentración a través de las gafas, examinó la escala de la balanza y sacudió con cuidado una pizca más de polvo. La piedra de su anillo reflejaba la luz de la lámpara en pequeños destellos rojos.
-No sé de qué hablas, pero tendrás que esperar -dijo con tranquilidad-. No hemos terminado aún.
Abrió una bolsa de plástico con autocierre, echó en ella con mucho cuidado el polvo que había pesado y la cerró. Daniel comprendió que lo que estaban distribuyendo en los envases de venta era la entrega de las palomas y halcones de esa mañana. No debería haberlo visto. Pero era demasiado tarde.
-¿Cuánto vas a querer tú? -preguntó Sørensen.
-Yo no quiero nada. Si mi hermano no está aquí, me marcharé.
Respuesta equivocada.
Kowalski arqueó las cejas, se inclinó sobre la mesa y dijo con tono de sinceridad:
-¿Qué quieres realmente?
Preguntar por Max había sido un error. Daniel tuvo que cambiar de táctica.
-¿Qué precio tiene? -dijo mientras sacaba la cartera.
-¿A qué te refieres? -preguntó Kowalski con amabilidad.
-A eso -dijo Daniel señalando con el dedo.
-No sé a lo que te refieres. Aquí no hay nada.
Kowalski había dejado la bolsa sobre la mesa y se había puesto las gafas en la frente. Sørensen sonreía y se frotaba el hombro.
-¿O es que tú ves algo? -añadió Kowalski.
Una nueva equivocación. Daniel sacudió la cabeza y se guardó la cartera.
-¿Cocaína? ¿Eso era lo que pensabas?
Daniel giró la cabeza a un lado para no tener que ver las bolsas blancas, viendo de nuevo la imagen en el espejo: los hombres con su báscula, él en el centro y Keller en el rincón.
Pero algo había cambiado desde la vez anterior, ahora Keller llevaba un gran cuchillo de caza en la mano y lo sostenía sin fuerza, como colgando, sin que pareciera una amenaza. Quizá lo había tenido en la mano todo el tiempo sin que Daniel reparara en ello.
Kowalski volvió a colocarse las gafas sobre la nariz, volvió a poner el papel doblado sobre la báscula y, con toda concentración, echó una cantidad mínima del polvo de la bolsa. Afuera se oía el ruido de los halcones que estaban en su aviario. Graznidos cortos, roncos y desesperados.
-Es posible que alguien te proponga que compres algo así en algún momento -dijo Kowalski reflexivo mientras abría una nueva bolsa diminuta con autocierre-. Pero yo no tengo la menor idea de su precio.
-No, claro -murmuró Daniel.
-Y con toda seguridad no procederá de aquí.
Kowalski lo miró por encima del borde de las gafas, serio y severo como un viejo maestro de escuela.
-No, no -repitió Daniel.
Le pareció oír risas en algún sitio. ¿O era llanto? Debían ser los halcones. Pero el ruido no parecía proceder del aviario de fuera, sino que sonaba como si viniera de dentro de la casa, por la derecha, un ruido cercano, pero apagado. Si no hubiera sido imposible, habría creído que procedía del espejo.
Su mirada vagó por la habitación. En una parte de la pared descubrió pequeñas manchas, como si algún líquido oscuro hubiera salpicado el papel pintado y estuviera ya seco.
-Tengo que marcharme -dijo él en voz baja-. Disculpadme.
Fue hacia la puerta. Los hombres que estaban junto a la mesa lo miraron en silencio. Pasó lenta y cautelosamente por delante de Adrian Keller, que estaba inmóvil con su cuchillo, como una figura de cartón. Daniel vio la hoja corta y ancha. Se sentía ingrávido e irreal.
Y luego se quedó completamente rígido. Fuera de la casa se oyó un grito que no se parecía a nada de lo que había oído antes. Angustioso, desgarrador y muy agudo, como si viniera de una criatura recién nacida.
-¡Un niño! -dijo él casi sin aliento. Se volvió hacia los tres hombres de la habitación y dijo-: Eran los gritos de un niño.
Los hombres se volvieron hacia él sin inmutarse. Era imposible que ellos no hubieran oído nada. Los ojos de Adrian Keller brillaban como pequeñas bombillas de color gris azulados por encima de sus pronunciados pómulos.
Daniel se dirigió vacilante hacia la puerta y luego salió corriendo. El grito se había convertido en unos fuertes quejidos, pero ¿dónde estaba el niño?
Una rama de los arbustos se balanceó y dejó caer una lluvia de hojas amarillas.
Daniel miró como embrujado el pequeño cuerpo que pataleaba colgado en el follaje. Era una liebre estrangulada que había caído en una de las trampas de Adrian Keller.
Keller se acercó andando desde la casa. Llevaba todo el tiempo el cuchillo en la mano y, con toda tranquilidad, cortó la rama y bajó la liebre, como si hubiera llevado el cuchillo solo para eso.
Fue adonde tenía los halcones encerrados, abrió la portezuela de la verja alambrada y la dejó de par en par. Los halcones continuaban subidos a sus árboles sin corteza. Se agacharon y sacudieron la cabeza.
Keller lanzó la liebre en medio del patio con un movimiento circular. Los halcones salieron volando inmediatamente, se lanzaron sobre la presa y empezaron a dar tirones y a desgarrarla. Un par de ellos se conformaba con mirar a los otros desde el tejado del aviario. Tal vez eran los que habían saciado ya el hambre por la mañana comiéndose a las palomas.
Keller estaba inmóvil mirando el festín de los halcones.
«Era solo una liebre», pensó Daniel levantando la bicicleta.
Estaba temblando aún y sentía las piernas blandas como arcilla. Keller parecía no prestarle atención.
Cuando ya estaba en el camino sacó el teléfono e intentó llamar a Max de nuevo.
No contestó nadie, pero le pareció oír una leve melodía en algún sitio cercano. Dentro de la casa tal vez, o en el terreno. Las señales de llamada se interrumpieron al mismo tiempo que la melodía. Volvió a llamar, apretó el teléfono contra su cuerpo para amortiguar los sonidos y se concentró en escuchar la sintonía, que volvió a oír en cuanto marcó el número. Aunque era muy débil, pudo identificarla: era Schubert. El Quinteto de La Trucha.
El móvil de Max estaba a una distancia audible, pero por algún motivo no contestaba.
Daniel envió un SMS: No te he visto en la casa de Keller. Vuelvo a la cabaña en bicicleta.
El tono de las señales nítidas de la recepción del SMS era mucho más alto que la melodía de Schubert. Entonces las oyó con toda claridad: las señales no procedían de la casa, sino del bosque.
En vez de volver a la cabaña dejó la bicicleta en la cuneta, volvió andando por el sendero y se adentró en el bosque.
-¿Max? -preguntó con cautela.
Se movía lenta y silenciosamente entre los árboles, con la mirada fija en sus pies. Era peligroso andar por allí, el terreno estaba minado de lazos y trampas.
Se imaginó a los halcones como sombras oscuras por encima del bosque. Uno de ellos se lanzó hacia el follaje, desapareciendo entre el susurro de las hojas y luego se elevó otra vez hacia el cielo como si se hubiera dado un chapuzón en el verdor.
Daniel se detuvo, miró a su alrededor y volvió a gritar.
El único sonido era el débil murmullo del viento y los graznidos cortos y extraños de los halcones sobrevolando en círculo las copas de los árboles. En ese momento estaban encima de él. Echó la cabeza hacia atrás y miró hacia la parte superior del follaje, donde los halcones se lanzaban en picado.
Y entonces se dio cuenta de lo que despertaba su interés. En lo más alto, oculto por una cortina de hojas, colgaba el cuerpo de un hombre vestido con camisa a cuadros y pantalones vaqueros.
El que estaba colgado allí arriba había cometido el mismo error que la liebre.
Se acercó mientras sentía latir con fuerza su corazón. Tanteaba el terreno ante cada paso que daba. Al llegar al árbol, alzó su mirada hacia el cuerpo que colgaba para ver su rostro. Pero en el sitio de la cara solo había un trozo de carne oscura picoteada. Daniel no podía ni imaginar cómo habría sido el aspecto de esa persona en vida.
Sacó el teléfono móvil y con dedos temblorosos marcó el número desde el que Max le había llamado. Dudó y echó un vistazo al cuerpo que colgaba y vio que un halcón hacía una caída en picado contra un cuervo codicioso. Con un estremecimiento, pulsó la tecla de marcar y esperó, escuchando sin acercarse el teléfono al oído. Un instante después sonaron los tonos alegres de Schubert por el bosque.
Pero no procedían del muerto que colgaba del árbol, como temía Daniel. Se dio la vuelta y en mitad del bosque vio a Karl Fischer sobre una alfombra de hojas secas mirando con ceño fruncido la pantalla de su teléfono. Iba vestido como para ir de excursión con un abrigo corto, sombrero de lana verde y botas gruesas.
-Vaya, pero si estás aquí en persona -dijo él mirando hacia arriba-. Ahora ya no necesitamos esto.
Luego cortó la llamada y se guardó el teléfono en el bolsillo interior del abrigo.
Daniel lo observó asombrado. No había oído ningún coche. ¿Cómo había llegado el doctor Fischer hasta allí? A juzgar por la ropa, había ido a pie. Al acercarse, Daniel pudo ver que llevaba un bastón en la mano.
-¿El número que marqué era el suyo? -preguntó confuso.
-Claro que sí. ¿Qué querías? Hacía un momento que habíamos hablado, pero he estado muy ocupado con un grupo de científicos que están de visita. Bueno, de todos modos nos hemos encontrado -dijo el doctor Fischer acercándose con paso impaciente mientras blandía su bastón-. Es raro verte por esta parte del valle. ¿Has venido a visitar a Adrian? Yo también pensaba pasar a verlo un momento. Bueno, ¿qué quieres decirme, amigo mío?
-Hay algo colgando... quiero decir, alguien ahí arriba -dijo Daniel con voz insegura, señalando la copa del árbol.
-¿De verdad?
Protegiéndose del sol con la mano, Karl Fischer miró hacia lo alto del árbol.
-No, ¿cómo es posible? ¡Pero si es Mattias Block! -exclamó en el mismo tono que utilizaría si se hubiera encontrado a un antiguo compañero de estudios por la calle-. ¡Por fin lo hemos encontrado!
Cuando Daniel volvió a la casa de Keller en compañía del doctor Fischer, Kowalski y Sørensen estaban junto al coche preparados para marcharse. Keller estaba dentro del recinto preparando algo para los halcones.
Daniel estaba un poco mareado. La visión de la muerte lo había sorprendido a la vez de aliviado por el hecho de que no fuera su hermano.
-Buenos días, señores -dijo Karl Fischer-. Nuestro amigo aquí presente me ha avisado de que uno de nuestros residentes está aquí cerca. Parece que ha tenido la mala suerte de caer en una de tus trampas, Adrian. Por lo que puedo deducir, hace tiempo. ¿No habías notado nada?
Adrian Keller continuó con sus tareas sin contestar.
-Como es natural, tenemos que bajar a ese pobre hombre. Enviaré a algunos vigilantes. Creo que eso era todo.
Se volvió hacia Kowalski y Sørensen.
-¿Puede alguno de los caballeros tener la amabilidad de llevarnos al pueblo a Max y a mí?
El Mercedes negro fue sorteando lentamente las curvas de la colina hacia el fondo del valle. Sørensen iba sentado al volante con Karl Fischer al lado. Daniel y Kowalski iban en el asiento trasero. Kowalski despedía un olor floral a loción para después del afeitado demasiado fuerte, casi femenino. Daniel lo miró de reojo. Kowalski miraba hacia delante con rostro inexpresivo y las manos cruzadas sobre una cartera plana que Daniel supuso contenía las bolsas diminutas de cocaína.
-¿No es extraño? -dijo Karl Fischer con entusiasmo. No llevaba puesto el cinturón de seguridad y se daba la vuelta una y otra vez hacia el asiento trasero-. Estamos tan habituados al nivel de nuestra visión que, con todo lo que hemos buscado en el valle, por todas partes, no se nos había ocurrido mirar hacia arriba, ¿verdad?