35
«Un cordero entre lobos», pensó Daniel cuando estaba fuera del edificio de enfrente del parque.
Era finales de julio, la hierba en las pendientes estaba todavía increíblemente verde, pero algo en el aire le decía que el otoño se acercaba.
Tenía ganas de salir de la pequeña habitación de la enfermería, pero ahora que estaba ahí, después de haber sido curado y atendido, se sentía expulsado y quería volver. Los cortos paseos a las cabañas que estaban en lo alto de la ladera le parecían de repente excursiones largas y peligrosas.
Se volvió hacia el edificio de cuidados médicos y vio el cielo azul y las nubes que al pasar se reflejaban en su fachada de cristal.
Respiró hondo, asió con fuerza las correas de su mochila, como si fueran ellas las que lo llevaban a él, y no al contrario, y luego atravesó el parque rápidamente y sin mirar atrás, siguiendo después camino arriba por la ladera. Igual que antes, encontró a gente que iba a la piscina, a la pista de tenis o al comedor. Pero ya no le parecían turistas en un hotel de lujo. Sabía que todos los que veía y no llevaban uniforme azul claro eran depredadores con forma humana. Un depredador que anhelaba hincar el diente en un cordero de verdad.
Había decidido ir despacio, pero no pudo evitar correr los últimos veinte metros antes de llegar a la cabaña. Le agradó no ver a su vecino Marko.
Abrió la puerta con mano temblorosa. Fue directamente al dormitorio y corrió las cortinas. No había nadie. Tampoco en el cuarto de baño. La cabaña estaba tal como la había dejado. Cerró la puerta con llave desde dentro y se dejó caer en uno de los sillones de pino jadeando como después de una carrera. Por el momento estaba seguro.
Daniel pasó los días posteriores en su cabaña como un prisionero, comiendo las conservas que tenía de alubias en salsa de tomate y bebiendo agua del grifo. Mantuvo la puerta cerrada con llave y dejó a la patrulla de control que la abriera con la llave que ellos tenían cuando iban mañana y noche a controlar su asistencia. Los sonrientes coordinadores que según el folleto informativo «se consideraban en primer lugar personal de servicio», pero que «por motivos de seguridad» iban provistos de pistolas y siempre iban de dos en dos. Era cierto, Daniel no había visto nunca a un coordinador o a una azafata que fuera solo por el exterior del edificio de la clínica. Sin embargo no había visto nunca armas de fuego. Suponía que las llevaban debajo de sus chaquetas de color azul claro.
Siempre tenía las cortinas cerradas, para mantener la cabaña en penumbra. Cuando las abría con cuidado por las tardes, podía ver a Marko sentado junto a la pared como si estuviera pegado. ¿Por qué motivo estaría él en Himmelstal?
Por la mañana el vecino estaba casi siempre dentro de la cabaña, pero sobre las siete de la tarde se podían oír sus pasos arrastrando los pies hacia la entrada y el golpe cuando se dejaba caer en su sitio. Luego se quedaba allí sentado toda la tarde. Cuando Daniel se levantaba por la noche para ir al baño miraba por una rendija de la cortina y lo veía sentado allí, con la vista fija en la oscuridad como un animal nocturno grande e inmóvil. Por el día, cuando el sitio estaba vacío, se podía distinguir una mancha más oscura en la pared en la que él solía apoyarse.
¿Qué veía Marko durante esas horas? Porque aunque estuviera oscuro y probablemente la mayoría durmiera, el área de la clínica no quedaba del todo abandonada por la noche. Según las reglas, cada uno tenía que estar en su vivienda a las doce de la noche y a las ocho de la mañana para que pudieran ser controlados por la patrulla. «Lo que hagas en medio es asunto tuyo», le había dicho Max.
Y aunque fuera raro parecía coincidir. Hacia las once y media toda la zona estaba alterada, la gente atravesaba apresuradamente el parque y corría por la ladera hacia sus cabañas y habitaciones. Cuando todos estaban en su sitio se producía un momento de tranquilidad y silencio que solo interrumpía el zumbido del coche eléctrico al acercarse y los golpes en la puerta y los gritos de alegría de las azafatas en las cabañas contiguas.
Sin embargo, después de otra media hora de silencio, parecía que el área volvía a despertar a la vida, a una vida distinta y más apagada que durante el día. Puertas de cabañas que se abrían lentamente, voces que susurraban en la oscuridad y sombras que se deslizaban sobre el césped. Se oían golpeteos discretos aquí y allá en las puertas de las otras cabañas y, por fin, para su horror, ¡en su propia puerta!
-Psst -silbaba alguien como si fuera un gran insecto, presionando varias veces la manilla de la puerta despacio y con cuidado. Daniel se quedaba quieto detrás de la cortina, sin atreverse a respirar. Se oía un resoplido irritado y luego, fuera, volvía el silencio.
Daniel no se había dado cuenta antes de esa vida nocturna porque dormía profundamente. Pero a partir de entonces se quedaba despierto hasta altas horas de la madrugada, melancólico y angustiado, y cuando lograba conciliar el sueño era de un modo tan frágil como el cristal y el menor roce lo desvelaba.
Una noche se levantó para sacar de debajo del colchón la foto que Max le había enseñado la noche antes de irse de allí. Estaba seguro de que era la misma mujer maltratada que la de las fotos de Gisela y que debían haber sido tomadas en el mismo momento.
Pero ya no estaba. Levantó por completo el colchón. La foto había desaparecido. El personal de vigilancia debió haberla visto y se la había llevado.
Cuando volvió de la unidad de cuidados tenía cuatro correos esperándolo en el ordenador. Uno del padre Dennis y tres de Corinne. No los abrió. El móvil de Max sonó varias veces, pero no contestó.
Una mañana lluviosa, cuando llevaba cinco días encerrado en la cabaña, sonó el teléfono de modo tan insistente que se vio obligado a mirar la pantalla. Si se trataba de un médico o de alguien de vigilancia, contestaría.
Perdió la llamada, pero vio que era Corinne la que había llamado y que tenía once llamadas perdidas suyas. Cuando estaba pensando apagar el teléfono, volvió a llamar. Él contestó y le dijo:
-No quiero hablar contigo.
-No cuelgues -dijo Corinne-. No debes tener miedo de mí. ¿Lo oyes? No debes tener miedo de mí.
Hablaba lentamente y en tono severo, como si le hablara a un niño. Podía verla delante de él. Los ojos marrones juguetones, la mandíbula prominente. Habían ocurrido tantas cosas las últimas semanas que casi había olvidado ese rostro, pero su voz volvió a hacerlo evidente. Sintió por un instante el calor del reconocimiento. Luego dijo:
-Voy a colgar.
-No, espera. Tienes que escucharme. Es importante. He hablado con Gisela Obermann. Sé lo que te ha ocurrido. Es bueno que estés receloso y también que te encierres con llave. Haces bien. Pero si te aíslas por completo vas a volverte loco. Y alguna vez tienes que salir a comprar comida.
Daniel se quedó en silencio. Ella tenía razón. Su cabaña era como una ciudad sitiada y casi había agotado las reservas de comida.
-Puedes evitar a los otros -añadió ella-. Pero no esconderte. ¿Entiendes? No tienes que mostrar miedo. Pueden percibir tu miedo a través de las paredes de la cabaña. ¿Sigues ahí?
-Sí -dijo en voz baja.
-Tenemos que vernos.
-No quiero ver a nadie.
-Está bien pensado, pero en la situación en que te encuentras no puedes arreglártelas solo. Escucha, Daniel: eres nuevo. Eres un cordero. Estás rodeado de enemigos. Lo que necesitas es un mentor.
Él tragó saliva y dijo:
-Eres una residente de Himmelstal. ¿Cómo puedo confiar en ti?
-No tienes elección, Daniel. Sin un mentor, te hundirás. Y créeme, yo soy la mejor que puedes encontrar aquí. Los hay mucho peores. Mucho, mucho peores.
-Prefiero no dejar la cabaña.
-No tienes que hacerlo. Solo abre la puerta. Yo estoy fuera.
Daniel se acercó a la ventana y miró a través de la cortina.
Allí estaba ella, con un chubasquero color naranja con capucha y sujetando el móvil junto al oído dentro de la capucha. Parecía triste y diminuta en medio de la llovizna. Lo miró directamente y él vio por la ventana que movía los labios mientras la voz del móvil le decía en tono de súplica y de orden a la vez:
-Abre la puerta ahora mismo.
Abrió. Ella se quitó el chubasquero, lo colgó sobre un par de sillas y se sentó con mucha familiaridad en uno de los sillones de madera de pino, mientras sacudía su flequillo mojado, como un perro. Daniel se sentó enfrente de ella.
-Así que has hablado con Gisela Obermann -dijo él-. ¿Es tu psiquiatra?
-Sí.
-¿Forma parte de las buenas costumbres de aquí que los médicos hablen de sus pacientes con otros pacientes?
-No te detengas en minucias. No puedes permitírtelo. Tu situación es grave.
-¿Te ha dicho también la doctora Obermann que tengo múltiples personalidades?
Corinne asintió.
-¿Te lo has creído?
-No. Pero esa teoría tal vez te favoreció. Hizo que adoptara una actitud benévola hacia ti. Creyó que había descubierto algo importante. Todos los científicos de Himmelstal tienen el sueño de descubrir algo importante. Gisela ahora está apartada de tu caso y Karl Fischer se ha hecho cargo. Eso no es bueno. Ahora tendrás que sacar el mejor partido de la situación -dijo estremeciéndose como si tuviera frío-. Una taza de té me sentaría bien.
-Lo siento. No tengo té. Hay alubias en salsa de tomate y agua.
Ella se levantó. Acercó una silla al fregadero, se subió en ella y sacó del estante superior un envase grande con bolsas de té que Daniel no había visto antes.
-A Max no le gustaba el té. Le compré este paquete para que pudiera invitarme cuando viniera -dijo mientras ponía a hervir agua-. ¿Vas a querer tú también?
-Sí, gracias. ¿Así que has estado antes aquí?
-Varias veces. Pero nos veíamos más en mi casa.
Ella sacó dos tazas y puso una bolsa de té en cada una. Daniel esperaba que dijera algo más acerca de su relación con Max, pero no lo hizo.
-Me siento como un huésped en mi propia casa -dijo él cuando ella puso las tazas de té sobre la mesa delante de él.
-¿No es eso lo que eres en Himmelstal? -dijo ella con sonrisa irónica-. ¿Un invitado?
-Que no puede irse a casa -dijo él con amargura.
Ella probó con cuidado el té caliente, se echó hacia atrás y dijo:
-Ya veo que Gisela te ha explicado qué tipo de sitio es este. ¿Entiendes ahora por qué yo parecía estar tan poco interesada cuando me pediste que te ayudara a salir de aquí? No puedo sacarte de Himmelstal. Ni siquiera yo puedo irme de aquí.
-Si volviera Max...
Ella hizo un gesto disuasorio con la mano.
-No lo hará. Lo conozco. Era su oportunidad y la aprovechó. Los que deciden son los médicos, nosotros debemos convencerlos a ellos. Tienen sus puntos débiles como todos los demás. Son vanidosos, deseosos de hacer carrera, competitivos y además están estúpidamente fascinados por los psicópatas. Nos ven como animales exóticos y Himmelstal es su propia reserva natural del Serengueti. Todos los investigadores de psicopatías sueñan con obtener una beca para venir aquí e investigar como invitado. Con las bestias a la vuelta de la esquina.
-Yo no soy ningún psicópata -dijo Daniel enfadado.
Se puso en pie y empezó a dar vueltas por la cabaña. Últimamente tenía dificultad para estar sentado mucho rato.
-Ni yo tampoco -dijo Corinne.
Él se detuvo y la miró.
-¿Por qué estás aquí?
-Es una larga historia que te contaré alguna vez. Déjame que te diga esto: alguien cometió un error. Pero ahora se trata de ti, Daniel.
-Tú estás aquí por error, igual que yo -gritó Daniel-. ¿Cuántos somos los que estamos aquí por error?
-No muchos. Los diagnósticos seguramente son descuidados en muchos casos. Pero aunque no todos sean psicópatas al cien por cien, tendrás que partir de que sí lo son. Es lo más seguro.
-¡Yo voy a irme de aquí! -rugió Daniel golpeando una viga de madera con el puño. Le dolía, pero siguió golpeando la viga mientras las lágrimas corrían por su cara. Él mismo se sorprendió de su furia repentina.
A Corinne parecía no afectarle su arrebato en absoluto. Siguió tomándose su té, y cuando él se tranquilizó y se sentó en la silla, le dijo:
-Claro que vas a irte de aquí. Pero eso puede esperar. Hasta ese momento hay que sobrevivir. Prometo ayudarte y la única ayuda que ofrezco son buenos consejos. No arrugues la nariz. Un buen consejo puede significar la vida o la muerte para ti.
-Yo no he dicho nada.
-No, pero he visto la cara que has puesto.
-Te escucho -dijo Daniel con humildad.
-De acuerdo. -Ella dejó su taza sobre la mesa, se incorporó y empezó a enumerar por su dedo pulgar izquierdo-. Primero: mantente a un lado. No te involucres en negocios, pactos, relaciones ni enamoramientos. Pero tampoco te escondas. Ve al comedor todos los días a almorzar. Siéntate solo, pero ve allí. Compra en las tiendas de la aldea. Tómate una cerveza en la cervecería. Camina con la cabeza bien alta. No bajes la mirada. Si se te pregunta, contesta con amabilidad pero brevemente. No inicies ninguna conversación. No muestres nunca miedo ni debilidad, pero apártate de las peleas. Demostraste mucho valor reduciendo a Tom para salvarle la vida a Bonnard, aunque la verdad es que no creo que valiera la pena.
-¿No vale la pena salvarle la vida a una persona?
Ella miró hacia el techo con abatimiento.
-Cielo santo, Daniel. André Bonnard violó y mató a varias niñas, la menor tenía tres años. Salvar la vida a personas así es discutible y lo haré con gusto en otra ocasión. Pero ahora debes tener cuidado. Es peligroso meterse en peleas. Presenciar una pelea también puede serlo. No veas nada, no hagas nada. Tienes que ser un gran egoísta. ¿Te ha quedado claro?
Él asintió en silencio.
-Segundo -dijo Corinne siguiendo con su enumeración-, tienes que pensar en tu cuerpo. Aliméntate bien y haz mucho ejercicio. Nadie sabe cuándo va a necesitar un cuerpo fuerte y ágil. Puedes encontrarte en una situación en la que tu vida dependa de tu forma física. Pero no tienes que decirle a nadie que estás bien entrenado. Por eso no debes ir al gimnasio. Yo nunca me entreno allí, como comprenderás. No hay muchas mujeres en Himmelstal. No es agradable ponerte en camiseta de tirantes y pantalones ajustados moviendo el cuerpo de un lado a otro entre un montón de violadores y sádicos. La dirección de la clínica tiene pleno conocimiento de mi actitud y me permiten hacer un poco de gimnasia en mi apartamento del pueblo. De modo austero, más que nada para distenderme, pero a mí me funciona. Puedes venir a entrenarte si quieres.
-Gracias.
Su rabia se había calmado y escuchó concentrado todo lo que ella decía.
-Eso en lo referente al cuerpo. Luego tenemos el alma, que también tiene su peso. Creo que lees mucho.
-¿Cómo lo sabes?
Ella sonrió.
-Ni siquiera puedes tomarte una cerveza en la cervecería sin leer a la vez. Creo que nunca había visto antes a uno de nuestros clientes leyendo un libro. Y en este momento tienes un libro sobre la mesa -dijo mirando el libro de bolsillo-. ¿A que estabas leyendo cuando llamé por teléfono? Es un libro de nuestra biblioteca, así que ya la has encontrado. Bien. Sigue así. Yo tengo otro modo de mantener el aliento.
-¿Cuál?
-La iglesia.
-¿Eres religiosa?
Ella abrió los brazos.
-Llámalo como quieras. Hay misa a las seis de la tarde y yo voy todos los días que no tengo actuación. Somos un pequeño grupo de fieles que nos sentamos en los bancos alejados unos de otros, escuchamos al sacerdote, cantamos los salmos y encendemos velas.
-¿El sacerdote? -dijo Daniel-. ¿Es ese padre Dennis que cuelga sus reflexiones en la intranet de Himmelstal?
Corinne asintió.
-Tal vez no sea un genio teológico, pero no tenemos mucho donde elegir. No voy allí por él. La iglesia es muy bonita. Puedes acompañarme alguna tarde si quieres.
-No, gracias. Eso no es para mí.
-Puedes cambiar de idea. ¿Qué más puedo decir? Que tengas cuidado, claro. Pero ya lo haces. Cierra la puerta con llave. No abras si no esperas visita. No salgas por la noche. No vayas a lugares solitarios. Y bueno, no creo que sea necesario que te indique que no digas a nadie quién eres. Vamos a convencer a los médicos de tu verdadera identidad. Pero para los residentes de Himmelstal eres Max.
Se levantó y se puso el chubasquero. Por lo menos era tres tallas mayor que la suya.
-Sí, por cierto. Una cosa más -dijo Corinne después de calzarse las botas.
-¿Ha venido a verte Samantha?
-¿Aquí a la cabaña? No -dijo Daniel.
Ella lo miró y suspiró.
-Tienes que aprender a mentir si quieres salir adelante aquí. Te pones colorado como una señal de stop.
-Fue hace mucho tiempo. En realidad creía que había sido un sueño -masculló él avergonzado.
-No te envidio, pero como te he dicho: ten cuidado.
Ella abrió la puerta, se puso la capucha y se volvió hacia él con la mano en la manilla.
-Nos mantendremos en contacto -dijo antes de alejarse bajo la lluvia.