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Mexcaltitán, 1 de junio de 1915
El párroco ordenó a uno de sus feligreses que llevara a Hércules hasta la ciudad. Después de rescatar a sus amigos en la isla, regresaría en busca del sacerdote para que, juntos, llegaran a Aztlán.
Hércules descendió de la canoa y comenzó a andar por las calles semidesiertas de la ciudad. Era de noche, apenas se veía un alma por las callejuelas estrechas y poco iluminadas. Se acercó a la plaza central donde estaba la iglesia y preguntó a un grupo de pescadores que descansaban en uno de los asientos de la plaza.
—Perdonen, ¿han visto a un grupo de extranjeros en la ciudad?
Los hombres morenos, ennegrecidos por las duras jornadas de pesca, apenas levantaron la cabeza, como si prefirieran no hablar con extraños.
—Puedo darles una recompensa si me facilitan cualquier información.
El grupo no le hizo el menor caso y continuó charlando en un idioma que Hércules no logró identificar.
Se alejó hacia una de las calles principales, pero apenas había caminado doscientos metros, cuando una voz susurrante a su espalda le detuvo.
—¿Qué recompensa está dispuesto a dar?
Hércules se dio la vuelta y observó a uno de los ancianos que había visto en la plaza.
—¿Qué ha visto?
—Primero los pesos —dijo el anciano con una sonrisa ennegrecida.
Hércules le dio unas monedas y el hombre sonrió mientras las mordía una por una.
—Hoy llegó un grupo de soldados con dos mujeres y un hombre.
—¿Dónde se alojan?
—En la taberna. Es el único sitio en el que se alquilan habitaciones.
—¿Puede llevarme hasta allí? —preguntó Hércules nervioso.
—Está justo enfrente, es esa casa rosada —dijo el anciano señalando algo en la oscuridad.
Hércules miró la destartalada fachada y respiró hondo. Por fin los había encontrado.