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Madrid, 8 de mayo de 1915

Las calles de la ciudad estaban repletas de gente. Eso ya le había sorprendido en su primer viaje a España. La vida cultural de París era más intensa, la seriedad de Londres lo abrumaba, pero Madrid era lo más parecido a México D. F. que conocía en Europa.

Diego Rivera cruzó la Puerta del Sol y ascendió por la calle Mayor hasta la Plaza Mayor, tenía que verse con un amigo mexicano que acababa de llegar de su país. La revolución avanzaba a pasos agigantados y Diego ardía en deseos de regresar, aunque en su fuero interno sabía que todavía era pronto. No había terminado sus estudios y antes de volver prefería consolidar su carrera internacional.

Cruzó la plaza y se dirigió a Las cuevas de Luis Candelas, uno de los mesones típicos de la ciudad. Alfonso Reyes Ochoa le esperaba sentado junto a un amigo común, Ramón del Valle-Inclán.

—Estimados amigos, me alegro de volver a verlos —dijo Diego Rivera abriendo sus brazos de oso bonachón.

Ochoa y Valle-Inclán se levantaron y saludaron efusivamente.

—¿Cuándo has llegado? —preguntó Ochoa.

—Hoy mismo, acabo de dejar las maletas en la pensión. ¿Qué es tan importante para que me pidieran que viniera en persona? —preguntó Diego sentándose.

—Tenemos noticias de un asunto importante que puede afectar a la revolución en México —dijo Ochoa.

—¿La revolución?

—Sí, Diego —dijo Ochoa.

—Fue algo casual —comentó Valle-Inclán—. Ya sabes que yo soy francófilo, pero uno de mis amigos, Ortega y Gasset, es germanófilo. El otro día lo vi en compañía de un compatriota vuestro, el general Huerta.

—¿Qué hace Huerta en España? —preguntó Diego.

—Al parecer primero fue a Estados Unidos, pero lleva un tiempo viviendo en Barcelona. Bueno, mi amigo Ortega me dijo que Huerta estaba en Madrid para ver a un alemán llamado Franz von Rintelen.

—¿Rintelen? —preguntó Diego sin llegar a entender.

—Al parecer Rintelen pertenece al servicio secreto. Según me contó Ortega se encarga de atacar los intereses norteamericanos en el mundo. Lo más preocupante es que me habló de una operación en México con Huerta y del hundimiento de un importante barco norteamericano.

—¿El Lusitania? No puede ser —dijo Diego Rivera.

—Cuando ayer me enteré de las noticias me quedé blanco. Ese alemán sabía lo que le pasaría al Lusitania —dijo Ochoa.

—Dicen que fue un submarino alemán —comentó Valle-Inclán.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con Huerta? —preguntó Diego.

—No lo sé, pero Huerta está preparando algo con ese tal Rintelen en Madrid —dijo Ochoa.

Diego Rivera tomó un sorbo de vino y se quedó pensativo por unos instantes. Después se apoyó en la mesa, inclinándose hacia delante.

—¿Qué quieren que haga?

—Tú conoces a Huerta, tu familia y la suya eran amigas —dijo Ochoa.

—Únicamente conocí a su mujer cuando estuve en Veracruz, pero a él solo de vista.

—El caso es que desconoce tus simpatías por la revolución, podrías encontrarte casualmente con él y sacarle más información —dijo Ochoa.

Diego Rivera se quedó pensativo. Lo suyo era pintar, no se veía como espía.

—Creo que no soy su hombre.

—Huerta está en el Ritz. Te hemos reservado una habitación allí —dijo Ochoa.

—La oferta es tentadora, pero…

—No se hable más —dijo Valle-Inclán—. Vamos para allá.

Los tres hombres salieron de la bodega y se dirigieron hasta el Paseo del Prado. Aquella noche de mayo el cielo estaba despejado, la luna se reflejaba la cuesta de la Carrera de San Jerónimo y se veían con nitidez las torres de la iglesia desde el paseo. Lo que los tres amigos desconocían era que dos extranjeros los seguían de cerca.

La profecía de Aztlán
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