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Madrid, 9 de mayo de 1915
La mañana se había levantado fresca pero agradable. Diego decidió escoger el jardín para desayunar, su trabajo de espía no le gustaba, pero no podía negar el placer que sentía al hospedarse en el mejor hotel de la ciudad, en lugar de en su pensión cerca de la Plaza Mayor.
Se sentó frente a uno de los rosales y contempló las flores con admiración. Nunca había conseguido esos efectos de color en sus cuadros, a pesar de que muchos le acusaran de chillón y amante de los tonos fuertes. París había sido un descubrimiento, aunque sus maestros estaban en España. Cuántas horas había permanecido en el museo del Prado frente a los cuadros de Goya, El Greco y Brueghel. En el taller de Eduardo Chicharro había aprendido las técnicas y la disciplina que le faltaban, pero ahora soñaba con establecerse en París. Los cambios políticos en su país le tenían en vilo, el dinero que recibía del gobernador de Veracruz podía desaparecer en cualquier momento.
Su llegada a España fue una mezcla de alegría y melancolía. Cuando el jefe de aduanas del puerto de La Coruña leyó su nombre, Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, hizo un comentario jocoso: «Un hombre tan grande necesitaba un nombre grande».
—Amito Rivera, veo que no ha perdido las costumbres de nuestro amado país —dijo una voz a su espalda.
Diego se giró y observó la figura delgada del general Huerta.
—El país siempre se lleva en los zapatos —contestó, invitando al general a que se sentara.
—¿Por qué amamos tanto nuestra tierra? Usted que es artista debe saberlo —dijo Huerta.
—Amamos lo conocido y tememos lo desconocido.
—Será eso. ¿Tiene algo que hacer esta mañana?
—No, llegué ayer y pensaba pasear e ir al museo del Prado.
—¿Al museo? ¿Le importa que le acompañe? Luego podría servirme de guía, es la primera vez que estoy en la cuidad —dijo el general Huerta.
—Será un placer.
—Pues no se hable más, será mejor que comamos antes de que se enfríe el desayuno.