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Torreón, 25 de mayo de 1915
Durante las últimas veinticuatro horas había reventado dos caballos y estaba a punto de hacer lo mismo con el tercero cuando vio la ciudad. Si el general Buendía y sus amigos se dirigían al norte, posiblemente a algún punto entre Monterrey y San Antonio, en Estados Unidos, lo mejor era ir por la vía más directa. Entró en una cantina y tomó algo de vino y unos frijoles mientras notaba como el cansancio lo invadía de nuevo. Sus amigos estaban en peligro, pero el hecho de ir en un dirigible impedía que pudiera simplemente seguirlos, debía confiar en su intuición y en lo poco que había logrado sonsacar al general.
Se tomó un trago de vino caliente y salió a la calle de nuevo, se dirigió a la oficina de correos e intentó leer el periódico local; la llegada de un dirigible no podía pasar inadvertida en aquella zona. En uno de los periódicos locales se hablaba de un dirigible que había estado en las afueras de Durango y al que se había visto hacia el norte, cerca de la ciudad de Hidalgo del Parral. Eso los situaba bastante más hacia al oeste que él y muy próximos a las montañas de Sierra Madre Occidental. Tendría que desviar su rumbo y dirigirse hacia Ciudad Jiménez. Cerró el periódico y montó de nuevo en el caballo. Decidió no dormir tampoco aquella noche, no sabía cuánto podía resistir en esas condiciones, pero prefería morir antes de cejar en su empeño. Por alguna extraña razón el general no se estaba dirigiendo a su cita con Huerta en Monterrey, como les había dicho en un principio.
El sol era más fuerte a medida que se dirigía al norte, en el camino se encontraba a todo tipo de gente, pero los soldados federales comenzaban a escasear y era fácil ver a bandas de cuatreros, revolucionarios y todo tipo de campesinos desposeídos que emigraban a las tierras de Pancho Villa en busca de mejor suerte.