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La Habana, 15 de mayo de 1915

Cuando Lincoln se despertó no sabía dónde se encontraba. Llevaba tanto tiempo viajando que apenas podía recordar su vida en los Estados Unidos. Sus padres eran muy mayores y sabía que cualquier día se enteraría de que estaban muertos. Su padre estaba jubilado y había dejado el cargo de pastor de la iglesia bautista de Washington para hombres de color. Su familia siempre había pensado que terminaría su vida de aventurero y vagabundo y regresaría para hacerse cargo de la iglesia, pero él notaba que su tiempo no había llegado todavía. Había visto muchas cosas y necesitaba reflexionar antes de tomar una decisión tan importante, aunque lo que realmente le impedía volver era su amistad con Hércules y sus sentimientos hacia Alicia. Él la había rechazado pocos meses antes, tenía miedo de que ella pudiera sufrir por los prejuicios de una sociedad en la que los negros seguían siendo ciudadanos de segunda. A pesar de todo no lograba quitársela de su cabeza. Seguía sintiendo como su corazón se aceleraba cuando ella se aproximaba a él. Estaba dispuesto a pedir su mano antes de encontrar el códice, solo quería esperar el momento propicio.

Se levantó de la cama y contempló la plaza. La Habana era lo más parecido al paraíso que conocía. Rezó una breve oración y se vistió sin prisa. De repente alguien llamó con urgencia a su puerta; dio dos zancadas y abrí todavía a medio vestir.

Alicia le contempló con la cara desencajada.

—¿Qué sucede?

—No encuentro a Hércules por ninguna parte.

—Habrá salido a tomar un café —dijo Lincoln.

—¿Sin decirnos nada? Su cama está hecha, como si no hubiera dormido en ella.

—No nos alarmemos, ya sabemos cómo es. De vez en cuando necesita estar solo —dijo Lincoln, quitado importancia a la ausencia de su amigo.

—Pero el barco parte en una hora.

—Aparecerá. ¿Qué tal si tomamos un abundante desayuno? —preguntó Lincoln con una amplia sonrisa.

Alicia se tranquilizó, Lincoln terminó de abotonarse la camisa, se colocó la chaqueta y salieron a la luminosa mañana habanera. La ciudad bullía como diecisiete años antes. La ocupación norteamericana no parecía haber influido en la forma de vida de los cubanos. Atravesaron varios puestos de frutas callejeros y entraron en un café. Era una mañana perfecta para perder el tiempo; aunque en una hora tendrían que proseguir su viaje a México, un pequeño respiro les vendría bien.

La profecía de Aztlán
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