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Lisboa, 17 de mayo 1915

Cuando subieron a bordo, cada uno se dirigió a su camarote para dejar el equipaje. Después habían quedado en verse en uno de los salones privados que tenían en aquella planta. Diego Rivera había pensado muchas veces en declinar la oferta del general. Tenía miedo a que éste descubriera sus verdaderas intenciones, pero prefería regresar a México a tener a esos norteamericanos pisándole los talones.

Entró en el minúsculo aseo de su camarote, se lavó la cara con agua fría y empezó a reaccionar. Se miró al espejo y contempló su rostro carnoso, sus ojos negros y grandes. Llevaba casi una semana sin coger un pincel, su estado de nerviosismo se lo impedía, pero ese bloqueo momentáneo pasaría en cuanto regresara a la normalidad.

Salió del camarote y se dirigió al salón. El general Huerta se encontraba recostado en un asiento, con un puro en la boca y la mirada perdida. Aquel dictador cruel y sanguinario parecía un tierno abuelo incapaz de hacerle daño a nadie. Diego se acercó, sentándose junto a él.

—Diego, tenía ganas de regresar a México, aunque todavía tendré que esperar unas semanas en Estados Unidos. México es como el primer amor en la vida de un mexicano. No importa lo linda que sea la muchacha, su inteligencia o simpatía, el amor lo llena todo.

—Tiene razón, general, a mí me sucede algo parecido con la pintura.

—Esa energía interior es la que me anima a regresar, nuestro país nos necesita, Diego.

—A mí no. Soy un simple pintor que intento mejorar su arte.

—Pero la pintura es una forma de patriotismo —dijo el general después de expulsar una gran bocanada de humo.

—El arte no tiene bandera, general. Lo más bello del arte es que es universal. Cualquiera puede entenderlo. Los símbolos del arte son libres y cualquiera puede interpretarlos.

—La política también es un arte. Tener contentos a todos a la vez, intentar construir un país, es el oficio más difícil que he conocido.

Se produjo un silencio hasta que el general se levantó de un salto, como si hubiera recuperado toda su agilidad.

—Le voy a enseñar los mapas que compré a ese alemán.

—Será fantástico —dijo Diego sin poder disimular su ansiedad.

El general salió de la sala y tardó un par de minutos en regresar. Cuando entró de nuevo su rostro brillaba con una extraña energía que Diego no hubiera podido definir. Abrió el tubo metálico y extrajo con cuidado un gran rollo, después lo extendió sobre la mesa.

—Usted es de los pocos hombres que lo ha visto, es una de las últimas obras de nuestro pueblo mexica.

Diego miró atento el mapa, después levantó la vista y observó el rostro frenético del general.

—El mapa de Aztlán —dijo Diego casi sin aliento.

—La tierra primigenia de nuestros antepasados. Por fin hemos encontrado el camino de vuelta a casa.

La profecía de Aztlán
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