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La Habana, 14 de mayo de 1915

El perfil de la ciudad se reflejaba en el horizonte. La noche comenzaba a cubrir los bellos rasgos de la capital cuando el barco de Hércules y sus amigos entró en el puerto. Los colores vivos de los edificios se potenciaban con aquella luz mortecina del atardecer, como si la ciudad le sonriera a Hércules, cuyo corazón se aceleró al contemplar la torre de la catedral. Imaginó lo que debió pensar Ulises al regresar a Ítaca después de su largo viaje. Sin duda su primera reacción fue de miedo al sentir que ya no pertenecía a ningún sitio. Notó la garganta seca y pensó en un buen trago de ron.

—Ahí está, parece como si el tiempo se hubiera detenido —dijo Alicia, abrazándose a Hércules. Los recuerdos de su madre, muerta muchos años antes, la pérdida de su padre hacía menos de un año, el cansancio de un viaje interminable que habían emprendido en Madrid en el verano de 1914… Quería creer que volvía a su casa, pero aquel ya no era su hogar.

—Es la ciudad más bella del mundo —comentó Lincoln—. Recuerdo el primer día que nos vimos.

—Parece que le estoy viendo aparecer con ese traje blanco y sus andares de caballero estirado mientras entraba en el hotel. Seguro que todavía hablan de ello en la ciudad —bromeó Hércules.

—Aquella gente no estaba acostumbrada a ver a un negro sentado en una mesa, preferían verlo sirviéndola —refunfuñó Lincoln.

—No se preocupe, yo tampoco dejé un gran recuerdo en la ciudad. Todos conocían mi fama de mujeriego, borracho, cliente de prostíbulo y además traidor.

—No sé cómo me mezclo con gente como vosotros —dijo Alicia con una sonrisa.

—¿Cómo estará el profesor Gordon Acosta?

—Le mandé un telegrama desde las Bahamas, mientras ustedes jugaban a esquivar balas. Creo que nos espera en el puerto.

Cuando el barco terminó sus maniobras de aproximación y atracó, los tres desembarcaron con la sensación de pisar tierra sagrada. A unos metros esperaba muy erguido un caballero que pasaba los sesenta años. Su cara era morena, su bigote, totalmente blanco, era largo y parecía relajar su semblante serio. Se mantenía delgado, con la vitalidad de un hombre que ha sabido controlar todas sus pasiones y dominar su alma. Cuando les vio bajar del barco sonrió, dejando que su mirada brillara como la de un niño. Hércules fue el primero en acercarse y abrazarle. El profesor Gordon besó la mano de Alicia y saludó con un fuerte apretón de manos a Lincoln.

—Parece que fue ayer —dijo el profesor Gordon con una voz cargada de nostalgia.

—Eso parece —dijo Hércules.

—Cuántos recuerdos. Tienen que contarme muchas cosas. Han pasado…

—Diecisiete años —dijo Lincoln.

—Todo sigue igual —dijo Hércules señalando el puerto.

—Todo es distinto. No es que sea un nostálgico, pero la independencia todavía es una quimera. Aunque será mejor que hablemos en otro sitio —dijo el profesor, mirando inquieto a ambos lados.

Abandonaron el puerto en un coche pequeño conducido por el propio doctor Gordon, ante la mirada atenta de dos hombres. Los Estados Unidos extendían sus tentáculos por toda la isla, nadie podía entrar o salir de ella sin que los servicios secretos lo supieran. Tres extranjeros sospechosos y el profesor Gordon, un declarado enemigo del régimen, eran elementos sospechosos en la Cuba presidida por Mario García Menocal, pero esta vez las órdenes de vigilarles no venían de Washington.

La profecía de Aztlán
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