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Tenochtitlán, 31 de junio de 1520
El nuevo emperador Cuitláhuac reunió a sus consejeros, sacerdotes y nobles en el palacio. Algunos de los jefes estaban ojerosos después de la noche de lucha, pero todos se encontraban animados.
—El perro ha escapado, pero le daremos caza. No quedará un castellano vivo, lo juro por el sagrado nombre de Quetzalcóatl.
Hubo un murmullo general de aprobación.
—No les dejaremos escapar. Organizaremos un ejército para exterminarlos.
—Disponemos de más de cuarenta mil hombres.
—Pues organizadlo todo, yo mismo marcharé al frente del ejército. Ahora retiraos todos menos el maestro de los guerreros jaguar.
Todos abandonaron la amplia sala y el maestro de los guerreros jaguar se aproximó al emperador.
—Se han llevado el mapa —dijo el emperador.
—¿El mapa de Aztlán?
—Sí, esa maldita mujer debió hablarle al español de la profecía de Aztlán.
—¿Qué vamos a hacer?
—Tenemos que recuperarlo. Si Cortés consigue llegar a la ciudad nada le podrá detener.
—Mandaré a mis hombres a recuperar el mapa.
—Quiero que matéis a Cortés y a la mujer.
—Se hará como deseas.
—Puedes retirarte.
Cuando el emperador se quedó solo se levantó del trono y se dirigió a una de las paredes de la sala. En ella se representaba Aztlán, la mítica isla de la que eran originarios los mexicas. Allí se ocultaban su más terrible pasado, lo que Itzcóalt intentó borrar de la historia de los mexicas: el final del quinto sol y la destrucción de su pueblo.