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San Antonio, Texas, 22 de mayo de 1915

La ciudad era pequeña, pero tenía el encanto de las localidades del sur de los Estados Unidos. La habían fundado un grupo de franciscanos canarios y aún conservaba un pequeño monasterio de impolutas paredes blancas, rodeado de nuevas edificaciones de madera. Los norteamericanos anglosajones eran minoría en la ciudad y si no hubiera sido por las banderas que colgaban en el ayuntamiento, Diego Rivera hubiera tenido la sensación de encontrarse en México.

El general Huerta lo convenció para que descansara en la ciudad y partiera al día siguiente hasta El Paso. Había organizado una cena con varios ciudadanos importantes de la ciudad que defendían la reincorporación de Texas a México, pero que además podían estar interesados en sus cuadros. A Diego no le interesaba mucho la política y a pesar de sentirse profundamente mexicano no veía realista una guerra con los Estados Unidos. En los últimos años había visitado Nueva York, Washington; y otras ciudades, los norteamericanos eran unos enemigos peligrosos y unos vecinos incómodos, por eso era importante vivir en paz con ellos.

La cena se celebró a las afueras de la ciudad, en un rancho situado en el límite de San Antonio. Los dueños de la casa eran la familia Roldan, una de las más poderosas de Texas. Entraron en la finca por un gran arco de mampostería y atravesaron en coche varios kilómetros antes de ver la suntuosa fachada del rancho. El chófer aparcó junto a la entrada principal. Dos mujeres vestidas con cofia y el mayordomo les recibieron en la puerta. El mayordomo les condujo a un gran salón recargado de trofeos de caza. Las cabezas de búfalos, gacelas y pumas, contrastaban con algunas piezas africanas. Cerca de una gigantesca chimenea había dos sillones. El general Huerta se sentó en uno de ellos mientras Diego se movía nerviosamente por la estancia curioseándolo todo.

—Caballeros —dijo una voz varonil desde el quicio de la puerta. Un hombre muy anciano, con el rostro, de piel muy blanca, surcado de arrugas, se acercó hasta ellos. Saludó al general con un apretón de manos y se quedó mirando a Diego Rivera.

—Éste es mi amigo, el pintor Diego Rivera.

—Encantado —dijo el hombre sin mucho entusiasmo. Después miró al general e hizo un gesto para que entrara a la sala contigua.

—No se preocupe por mi amigo, es un compatriota de total confianza, puede hablar con tranquilidad.

El anciano volvió a mirar a Diego y después se dirigió al general.

—He recibido un telegrama cifrado de México. Últimamente los gringos nos vigilan de cerca, creo que están sobre aviso.

—Tenemos que ser muy cautos, Wilson no se fía mucho de nosotros —dijo el general Huerta.

—Pero, afortunadamente, confía menos en Villa. El secretario de guerra Garrison nos ha ofrecido apoyo y armas para recuperar el poder en México. Eso demuestra hasta qué punto sus servicios de Inteligencia son inútiles. No pueden ni pensar cuáles son nuestros verdaderos planes y qué haremos con las armas que nos den. El presidente no sabe nada de esto, naturalmente.

—Aun así, no debemos bajar la guardia —dijo el general Huerta.

—¿Tiene el mapa? —preguntó el anciano.

—Sí, los alemanes me lo dieron en Madrid, también hicieron un fuerte ingreso en nuestra cuenta bancaria de Nueva York.

—Perfecto, los alemanes son unos aliados más fiables —dijo el anciano.

—Yo no estaría muy seguro de eso, son capaces de aliarse con cualquiera con tal de hacerse con los contratos de las minas y del petróleo —dijo el general.

—Buendía se dirige al norte, al parecer está persiguiendo a unos extranjeros que investigan el robo de Londres, no creo que sepan nuestros verdaderos planes, pero es mejor eliminarles.

—Perfecto.

—En cuanto se haya ocupado de ellos se reunirá con nosotros en Monterrey —dijo el anciano—. Creo que mereció la pena el asunto del barco, aunque todavía no hemos visto sus frutos.

Diego permanecía callado en el sillón. Le sudaban las manos y le faltaba la respiración, pensó en varias ocasiones en excusarse y volver a San Antonio, pero decidió aguantar hasta poder escabullirse del general. Justo en ese momento, el dueño de la casa se giró y se dirigió directamente a él.

—Será mejor que me enseñe alguno de sus cuadros, mi esposa es una verdadera coleccionista.

—Sí, señor —dijo Diego con voz temblorosa. Se acercó a su gran carpeta y extrajo algunos bocetos.

—Muy buenos y genuinamente mexicanos, me gustan mucho los colores planos y los rostros expresivos. No se ve mucho de esto por aquí. ¿No le parece, general?

—Ya le he dicho que es un gran artista y un gran mexicano.

—Usted con sus pinceles y nosotros con nuestros rifles recuperaremos el honor perdido de nuestro pueblo. Tenemos que tener la astucia y la fiereza de un jaguar.

La palabra «jaguar» aún retumbaba en la cabeza de Diego cuando el resto de la familia entró en la sala. Entonces Diego deseó con todas sus fuerzas estar muy lejos de allí; muy pronto sus deseos se verían hechos realidad, pero no de la forma en la que pensaba.

La profecía de Aztlán
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