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Tihuahua, 8 de mayo de 1915

La caballería de Pancho Villa entró en la ciudad en medio de la indiferencia general. La derrota es la peor enemiga de la popularidad. Nadie quiere seguir a caudillos fracasados, eso lo sabía muy bien Villa, pero le sorprendió lo rápido que se extendían las noticias en ese México en el que todo iba demasiado lento. Se apeó del caballo enfrente del edificio en el que había instalado su campamento general y se dirigió directamente a su habitación.

En la oscuridad del cuarto, con el susurro de sus hombres y el sonido de su propia respiración, Villa se acordó de sus años de mozo en Durango.

Muchos se preguntaban por su origen, todos sabían que realmente su nombre era Doroteo Arango Arambúla y circulaba el rumor de que era hijo de un tal Jesús Villa que no le había dado su apellido, pero lo cierto era que su verdadero padre había sido Luis Germán Gurrola, un rico hacendado de origen judío. Aunque la única persona a la que amaba y reverenciaba era a su madre, Micaela.

Villa se movió inquieto en la cama, aquella última derrota lo había vuelto temeroso, como si hubiera perdido el secreto de su fuerza. La fuerza que le había llevado desde su vida de cuatrero a la de líder revolucionario. En 1910 se había unido al movimiento de Madero, el que todos creían que era el único hombre capaz de salvar México, y ahora que Madero había muerto y la revolución parecía acabada, él se resistía a dejar las armas y retirarse, como otros habían hecho, a cambio de dinero o poder.

En el camino de la vida muchos le habían dado la espalda, pero su recuerdo más doloroso era el de Vitoriano Huerta, que por envidia le había denunciado por robo y encarcelado. La cárcel le enseñó mucho, aprendió a leer y escribir gracias a su amigo Gilbardo Magaña, pero sobre todo aprendió la fuerza que guardaba dentro de su corazón. Cuando se escapó de prisión pensó marcharse a Estados Unidos, pero el asesinato de Madero, ordenado por Huerta, le obligó a regresar para luchar contra el dictador.

Organizó un nuevo ejército para apoyar a Venustiano Carranza. En 1914 se había hecho con todo el norte y se había convertido en el gobernador de Chihuahua. Ahora llevaba un año enfrentado a Carranza y las cosas se estaban empezando a poner feas. Los gringos no querían venderle armas, les interesaba más un viejo cobarde en la presidencia de México que un revolucionario; el presidente norteamericano no quería un país fuerte que pudiera dar problemas o intentara recuperar los territorios robados a los mexicanos.

Villa intentó dejar la mente en blanco y dormir, pero el cansancio le mantenía en una vigilia incómoda. Por primera vez sentía miedo a la derrota y el miedo es enemigo del sueño.

Alguien llamó a la puerta y Villa se incorporó.

—General, han llegado noticias de España.

—¿Noticias de España?

—Algo se está cociendo en España, parece que Huerta trama algo.

—¡Ese viejo tiene mil vidas! —exclamó Villa, furioso.

—Ochoa está investigando el caso, al parecer tiene algo que ver con los alemanes.

—Mándele la orden de que en cuanto sepa algo me informe, no podemos permitir a Huerta que vuelva a involucrarse en los asuntos de México.

—Sí, mi general.

Villa se levantó de la cama y se dirigió a la palangana de agua. Se mojó la cara, pero el agua estaba caliente. Fuera de la casa estaban a casi cuarenta y cinco grados de temperatura y los vientos calientes de abril se resistían a parar. Se puso las botas, se peinó y salió de la casa para caminar por la ciudad. Se le unió su guardia personal. En aquellos tiempos, nadie valía un céntimo en México. Muchos deseaban que la muerte se lo llevase, pero todavía tenía una última misión que cumplir antes de encontrarse con la negra dama.

La profecía de Aztlán
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