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El Paso, 23 de mayo de 1915
Diego había robado el mapa de la maleta del general Huerta y había salido de la habitación sigilosamente. Después tomó el primer tren hasta El Paso e intentó no pensar mucho en qué le sucedería si Huerta le encontraba. La conversación con el hombre jaguar lo había asustado. Aquellos tipos estaban tramando algo muy gordo, algo que terminaría con la revolución y que ponía en peligro el futuro de México y, aunque no tenía madera de héroe, no podía quedarse de brazos cruzados.
Cuando el autobús que le llevaba a San Elisario pisó tierra mexicana se sintió aliviado. En un día de viaje estaría en Chihuahua, allí podría hablar con Alfonso Reyes Ochoa, del que había recibido un telegrama el día anterior, le daría el mapa, después vería a su familia y regresaría para Europa.
Observó el paisaje seco de la frontera, aquel punto de tierra árida había sido disputado por los Estados Unidos y su país durante casi cien años. No comprendía por qué los hombres eran capaces de matar por un pedazo de desierto, pero hacía tiempo que había renunciado a entender a nadie. Amaba a su pueblo, no era la mejor nación del mundo, pero los mexicanos desprendían vida por los cuatro costados y de eso precisamente trataban sus cuadros, de la vida que se abría camino a pesar de las dificultades.
Pensó en un gran cuadro que representara la grandeza y las miserias de México, en el que se resumiera su sufrimiento y alegría. Tendría que ser de un tamaño colosal, tan grande como el corazón de su pueblo. Algún día se atrevería a pintarlo, lo haría sin odio, con la mirada puesta en la verdad, la verdad siempre se abre camino por sí misma, la verdad es siempre fiel a sí misma.