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México D. F. 20 de mayo de 1915

El embajador alemán Bernstorh miró por la ventana y observó a la multitud que se agolpaba alrededor del dirigible, después cerró las cortinas y pensó que aquella ciudad no dejaba nunca de sorprenderle. Su destino en México al principio lo había tomado como una especie de castigo, pero cada día disfrutaba más su exilio forzado. Las cosas en Europa no marchaban bien y, aunque en México continuaba la guerra civil, los mexicanos vivían como si las cosas no les afectaran realmente. Lo único que ensombrecía su trabajo era el regreso de Hintze al país. Aquel viejo zorro siempre estaba urdiendo alguna conspiración y criticaba su supuesta pasividad.

Naturalmente, el viejo de Hintze era incapaz de entender las nuevas sutilezas de la diplomacia. Él había enviado a Félix Sommerfeld a negociar con Pancho Villa, mientras el encargado de los negocios, Rudolf von Kardorff, el engreído aristócrata, seguía tratando con el presidente Carranza.

—Señor embajador, el honorable Hintze pide ser recibido —dijo el secretario, sacando al embajador de sus pensamientos.

—Hágale pasar.

El viejo Hintze entró en la sala cojeando. Sus huesos comenzaban a fallarle, pero su gélida mirada azul no parecía endulzarse con la edad.

—Embajador —dijo el anciano sin extenderse en el protocolo.

—Querido Hintze, me alegro de verle por aquí.

—Preferiría estar en cualquier otro lugar, este clima tan seco me mata, pero un alemán tiene que vivir para su kaiser, no lo olvide, Bernstorh.

—Todos nosotros estamos aquí para servir a Alemania —refunfuñó el embajador.

—La guerra no se gana únicamente en las trincheras, eso lo sabe cualquier idiota. En la retaguardia es donde nuestro enemigo es más débil. ¿Sabe algo de Félix Sommerfeld?

—Llevamos tres días sin recibir ninguna comunicación, pero es un hombre muy capaz y sé que logrará convencer a Pancho Villa.

—¿Muy capaz? Ese tipo adora México, es una especie de mestizo.

—Su madre era norteamericana, pero no creo que eso sea ningún problema —comentó el embajador.

—Usted no ve ningún problema en nada —contestó el viejo Hintze.

—Por ahora ha cumplido con su deber.

—¿Sabe cómo va el cargamento?

—Está en camino. La verdad es que ha sido una jugada maestra, no pensé que pudiéramos hacerlo, pero nuestros servicios secretos funcionan a la perfección.

—No nos confiemos, los británicos y los norteamericanos no se van a quedar de brazos cruzados.

—Estaremos atentos —dijo el embajador.

—Ha llegado a la ciudad el grupo de extranjeros en un dirigible. Será mejor que estemos atentos, creía que nuestros hombres se iban a ocupar de ellos.

—Algo debe haber fallado. Los tendremos vigilados.

Hintze se dirigió a la puerta cojeando. Justo en el umbral se volvió, y mirando a los ojos de Bernstorh, le dijo:

—Las cosas en Alemania no van bien. La guerra se prolonga más de lo esperado. Si no impedimos que los Estados Unidos entren en guerra, podríamos perder. No lo olvide.

—Lo tengo presente cada día, pero es difícil confiar en los mexicanos. Lo estamos intentando con el general Huerta, pero me temo que nos ha vuelto a engañar y Pancho Villa no es mucho mejor. Los mexicanos anteponen sus intereses a su palabra de honor.

—Ya lo sé, por eso hemos de actuar con astucia. El kaiser nos ha pedido personalmente que desencadenemos una nueva guerra mexicano estadounidense antes del otoño y eso es exactamente lo que vamos a hacer.

La profecía de Aztlán
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