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Ciudad de México, 14 de mayo de 1915

Rudolf von Kardorff miró el reloj de pulsera y comenzó a moverse inquieto por el salón de la embajada. El agente Félix Sommerfeld llevaba más de quince minutos de retraso, algo inadmisible para un alemán. Se sentó en la butaca e intentó aclarar sus ideas. Sus contactos con el presidente Carranza no terminaban de fructificar, el presidente tenía demasiado miedo a los norteamericanos y pedía unas cifras desorbitadas para dar nuevas concesiones petrolíferas a su país; con Pancho Villa la situación era radicalmente distinta. Villa no era un cobarde, odiaba a los norteamericanos, pero no terminaba de fiarse de las intenciones del gobierno alemán. Emiliano Zapata no daría un paso a su favor si no lo hacía Villa, la única solución era provocar que los revolucionarios les pidieran ayuda.

El criado llamó a la puerta y anunció la llegada de Sommerfeld.

—Señor —dijo el agente al entrar en la sala.

Von Kardorff no se levantó, se limitó saludar levemente con la cabeza.

—Lamento el retraso, pero los medios de transporte mexicanos no son muy puntuales.

—Hay que adelantarse a los problemas, Sommerfeld.

—En México es imposible.

—Yo siempre soy puntual —dijo von Kardorff.

—Lo lamento.

—¿Qué tal su misión en los Estados Unidos? —preguntó von Kardorff, cambiando de tema.

—No nos podemos quejar, hemos conseguido avances significativos.

—¿La red de informadores está creada?

—Sí, señor. Disponemos de informadores en casi todos los departamentos de Washington, especialmente en el Departamento de Guerra. No olvide que hay buenos alemanes viviendo en los Estados Unidos.

—¿Cuánto tiempo calcula que queda antes de que el presidente Wilson declare la guerra a Alemania?

—Si fuera por él, ya la habría declarado, pero no tiene la unanimidad del Congreso, además, su ejército todavía es pequeño y la industria armamentística insuficiente, no creo que logren una producción adecuada hasta dentro de un año.

—¿Cómo ven el asunto mexicano? —preguntó Von Kardorff.

—Hay disparidad de opiniones, pero el secretario de Guerra Garrison quiere una intervención directa, incluso una invasión de México, y el secretario de Estado Wood parece más reacio, aunque muchas de las compañías petroleras piden la intervención. No quieren pagar tantos impuestos al gobierno mexicano.

—Entiendo. ¿Cómo van los sabotajes?

—Sutiles, casi imperceptibles, pero retrasan los planes de los norteamericanos.

—Estupendo, Sommerfeld, debemos provocar un enfrentamiento entre mexicanos y norteamericanos, de esa forma se lo pensarán mucho antes de intervenir en Europa. ¿Qué saben del Lusitania?

El agente se quedó callado unos momentos. En ese punto la administración era mucho más impermeable, no había logrado colocar muchos topos en los servicios secretos.

—Piensan que alguien facilitó información sobre la carga que transportaba el Lusitania, un norteamericano.

—¿Solo eso?

—También sospechan que algún miembro del gobierno inglés ordenó intencionadamente que se retirara la escolta.

—Todavía se les ve muy perdidos, mejor. Procure que se mantengan así. Deben ignorar nuestra colaboración con los mexicanos en este asunto. ¿Cuándo saldrá para entrevistarse con Villa?

—Mañana mismo. La situación de Villa en el norte no es muy buena, Obregón lo está acorralando.

—Villa necesita armas, los Estados Unidos están cerrando el grifo, es nuestro momento —dijo von Kardorff.

—¿Cómo van los acuerdos con el general Huerta?

—Avanzan muy lentamente, ese viejo zorro no hace más que pedir dinero, pero no estamos seguros de que logre reunir un gran ejército. Aunque nos interesa producir el mayor caos posible, de esa manera nos aseguraremos la intervención norteamericana.

—¿No es peligroso intentar llegar a un acuerdo a tres bandas, con el presidente Carranza, Villa y Huerta?

—Es la única manera de asegurarnos los contratos petrolíferos y la intervención contra los Estados Unidos. ¿Qué importa quién gane? —dijo von Kardorff.

—Muy bien, ¿algo más, señor?

—Una cosa más. Nos han informado de la inminente llegada de tres extranjeros a México: Hércules Guzmán Fox, George Lincoln y Alicia Mantorella. Quiero que los eliminen en cuanto pisen tierra mexicana, uno de nuestros agentes en las Bahamas lo ha intentado, pero ha fracasado. No quiero más errores.

—De acuerdo, me encargaré personalmente.

Rudolf von Kardorff se quedó solo en la sala. Se levantó y se acercó a unos planos de México. Una de las condiciones del general Huerta para intervenir en la guerra habían sido unos viejos planos aztecas que se conservan en el museo arqueológico de Berlín. Habían decidido ceder en este punto, el viejo general chocheaba y se creía un nuevo Moctezuma que iba a liberar a su pueblo de los extranjeros, pero aquello no le dejaba de inquietar. ¿Qué tenían esos planos para que fueran tan importantes? México era un país estratégico para Alemania, llevaban casi cien años intentando influir políticamente en la región. Necesitaban su petróleo y sobre todo concentrar a los Estados Unidos en los problemas domésticos, para que no se preocupara tanto por lo que sucedía en el Viejo Continente. Aquel viejo tablero era muy complicado, pero si sabía jugar sus piezas podría poner en jaque mate al gobierno norteamericano.

La profecía de Aztlán
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