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Océano Atlántico, 18 de mayo de 1915
El general Huerta dejó a Diego Rivera examinar el mapa todo el tiempo que quiso, pero el pintor le aseguró que era imposible observar todos los detalles y le pidió permiso para estudiarlo detenidamente en su camarote. Cuando estuvo solo sacó sus lápices e hizo una copia fidedigna del mapa. Sin duda aquél era el mapa que había usado Cortés para llegar a Aztlán. A Diego le habían contado la historia de niño, pero nunca se la había creído del todo. Al parecer, uno de los hombres jaguar había traicionado su juramento y había dibujado ese mapa para Hernán Cortes, y el español le había pagado matándole después del viaje. Ahora veía ante sus ojos aquel mapa y estaba estupefacto. Lo que no entendía era por qué era tan importante para el general Huerta. Aquel enfermizo dictador no era precisamente un enamorado del arte o de la historia.
Alguien llamó a la puerta y Diego corrió a esconder su dibujo.
—Diego, ¿puedo entrar? —preguntó el general Huerta.
—Adelante, general —dijo el pintor con la voz temblorosa.
—He intentando dormir la siesta, pero noto demasiado el movimiento del barco. Espero que el tiempo no empeore más.
—El Atlántico es imprevisible —dijo Diego.
—No me acostumbro, le juro que es la última vez que piso Europa. No quiero más viajes.
—Entonces, ¿se instalará definitivamente en Estados Unidos?
—No, tengo mucho que hacer antes de morirme. No quiero vivir rodeado de gringos el resto de mi vida. México necesito recuperar la calma.
Lleva demasiados años en guerra. Carranza no ha conseguido hacerse con el control. Nuestro país, ya lo sabe, solo funciona con mano dura.
—Pero para armar un ejército necesita mucha plata.
—¿Plata? La plata está, únicamente hay que pedirla en los lugares adecuados. Los alemanes me han adelantado una gran suma, pero lo más gracioso es que los norteamericanos nos han adelantado una buena cantidad también. Algunos industriales no hacen mucho caso de su gobierno —dijo el general, sonriente.
—Es increíble. ¿Para qué quiere este mapa? —preguntó Diego mientras le devolvía el tubo forrado de piel.
—No puedo decírselo todavía. En malas manos podría ser un desastre para México, en buenas será el renacer de nuestro pueblo —contestó enigmático el general.