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La Habana, 16 de mayo de 1915
A las afueras de la ciudad se mantenían en pie las casas bajas que habían compuesto la Misión. No era tan populosa como unos años antes, pero Lincoln y Alicia pudieron comprobar que los marineros de diferentes países entraban y salían de allí con la misma naturalidad de diecisiete años atrás. Ahora no eran españoles con sus trajes a rayas, eran marineros norteamericanos con sus uniformes azulados y sus gorros blancos.
Alicia se había vestido de hombre, con unos pantalones anchos, una chaqueta gris, un gorro que le tapaba la mayor parte de la cara y donde escondía su pelo largo. Él había insistido en que no lo acompañara, pero había sido inútil. Lincoln apretó su revólver dentro del bolsillo de la chaqueta para asegurarse de que seguía allí. Unos segundos más tarde estaban rodeados de un grupo de niños harapientos que les pedían unas monedas, pero justo antes de entrar en los límites de la Misión, el grupo se dispersó por sí solo. Muchos niños desaparecían en las calles de aquel gueto. La mente retorcida de muchos hombres era capaz de destruir cualquier vida inocente.
En la calle había muchas prostitutas de todas las razas y colores, aunque la mayoría eran negras y mulatas. La pobreza endémica de gran parte de la sociedad cubana llevaba consigo la triste realidad de los isleños. Ahora ya no gobernaban los españoles, pero los norteamericanos y los presidentes cubanos apenas habían cambiado nada.
Lincoln vio el edificio con la fachada pintada de rosa, sin duda se trataba del mismo que había visto minutos antes. Subieron un par de escalones y entraron en el porche de madera. Cuando miraron en el interior, vieron a una veintena de hombres repartidos por las mesas del local, mientras varias mujeres les servían y se dejaban sobar por unos dólares. Lincoln entró mascullando una oración, la suerte estaba echada.