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Londres, 7 de mayo de 1915
El perfil aguileño del detective se recortaba contra la ventana con visillos del estudio de Baker Street. El hombre observó a dos bobbys moviéndose hacia el río y cerró los visillos para dirigirse a por su gorro de cazador y su abrigo.
—Querido Holmes, ¿adónde va? Hace una hora le animé a que visitáramos la exposición de la Royal Academy of Arts y me contestó que prefería descansar, porque nuestro viaje desde Sussex le ha resultado agotador.
—Me dirijo justo allí, querido Watson —dijo Holmes enigmático.
—¿Vamos a la exposición? —preguntó sorprendido el doctor Watson.
—Me temo que alguien ha robado algo en la Royal Academy.
—Eso es imposible —dijo Watson levantándose pesadamente de su sofá preferido.
—Los indicios parecen irrefutables. Hace unos veinte minutos escuché los silbatos de la policía por toda la ciudad.
—¿Silbatos?
Sherlock Holmes arqueó la ceja, en algunas ocasiones el doctor Watson podía llegar a ser desesperante.
—Después escuché unos disparos por el sur, posiblemente cerca del río.
Los dos hombres descendieron por las escaleras y caminaron hasta llegar a Picadilly. Todavía se observaba a transeúntes despistados que intentaban curiosear cerca del cordón policial. En la entrada del museo el inspector jefe de Scotland Yard, Peter Krammer, charlaba con dos hombres, uno blanco de pelo largo y canoso y uno negro elegantemente vestido; a su lado una mujer pelirroja escuchaba atenta.
Holmes y Watson atravesaron el cordón policial, se aproximaron al grupo y se dirigieron directamente al inspector jefe.
—¿Qué han robado, señor Krammer? —preguntó incisivo Holmes.
—¿Por qué cree que han robado algo? —contestó molesto el inspector jefe. Todos conocían a Sherlock Holmes, el detective más famoso de todos los tiempos, pero llevaba años en su retiro de Sussex y prácticamente todos los policías con los que había trabajado estaban jubilados o muertos.
—Un museo, un cordón policial, un tiroteo y sangre en las escalinatas del edificio —dijo señalando las gotas que salpicaban el suelo.
Todos miraron hacia donde señalaba el dedo del detective.
—Por cierto, sus hombres están destruyendo todas las pruebas de los ladrones.
Los bobbys caminaban de un lado a otro sin el menor cuidado. El detective se agachó, examinó la sangre y cogió una pequeña muestra que guardó en un tubo. Después recogió unos hilos y restos de huellas.
—¿Se escaparon en barco?
—¿Cómo lo ha adivinado? —preguntó Lincoln, sorprendido.
—No soy adivino. Simplemente analizo lo que veo, deduzco.
—¿Y qué deduce? —preguntó Hércules, incrédulo.
—Que los ladrones iban vestidos con algún tipo de pelaje, la piel de un animal. Calzaban botas de tacón, eran cuatro…
—¿Por qué dijo que se escaparon por el río? —preguntó Alicia, la mujer que hasta ese momento había estado callada.
—Barro, mejor dicho lodo del Támesis. Vinieron por el río y he deducido que también escaparon río abajo —explicó Holmes.
El inspector jefe puso un gesto hosco y ordenó a sus agentes que recogieran restos del suelo empedrado.
—Señor Holmes, muchas gracias por su ayuda, pero tenemos todo bajo control —dijo el inspector jefe antes de que las sirenas comenzaran a sonar anunciando la proximidad de los dirigibles de la muerte.
—Creo que los dirigibles del kaiser vienen para soltar su carga esta noche —dijo Watson señalando los inmensos monstruos aéreos que como motas de polvo comenzaban a manchar el horizonte.
—¿Puedo preguntarle qué se han llevado? —inquirió Holmes.
—Un códice. Creo que se llama Códice de Azcatitlán —contestó el inspector jefe mientras observaba el inquietante cielo de Londres.