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A las afueras de Durango, 22 de mayo de 1915
El dirigible aterrizó a las afueras de Durango. Lo último que querían era llamar la atención. Compraron unos caballos y se dirigieron a la ciudad. La Victoria de Durango era una ciudad pequeña cuyo único hecho notorio había sido dar el primer presidente a México. El clima era caluroso y el desierto comenzaba a predominar en el paisaje, aunque aún se podía ver mucha vegetación hacia la costa oeste.
Alicia había recuperado la alegría en los últimos días, su relación con Lincoln parecía estrecharse de nuevo. Podía encontrárseles juntos a todas horas. Hércules prefería verlos así que todo el día discutiendo. Él se había dedicado a descansar o a charlar con Alma Reed, aquella mujer era una de las personas más interesantes que había conocido en los últimos años. No era guapa, pero tenía una fuerza interior que no lo dejaba indiferente. Aquella mujer amaba al pueblo mexicano con esa clase de amor del que solo es capaz el que ha elegido voluntariamente sentirlo.
Durango permanecía fiel al ejército federal y al presidente Carranza, a pesar de estar cerca de Chihuahua y de las tropas de Pancho de Villa, por eso por eso debían extremar las precauciones. Al llegar de México D. F., los hombres de Villa podían pensar que eran espías.
Entraron a la ciudad y Alma les llevó a una pequeña casa donde se alquilaban habitaciones. Estaba en la zona pobre de la ciudad, allí eran mayoría los partidarios de Pancho Villa. Después les aconsejó que no salieran de la casa, y les aseguró que ella iría a buscar a Manuel Gamio, pero Hércules insistió en acompañarla.
Las calles de Durango estaban impolutas y era extraño ver a mendigos o vendedores ambulantes como en Ciudad de México.
—Durango parece una ciudad tranquila —dijo Hércules.
—Está dominada por dos o tres familias, aquí la revolución no ha llegado a cuajar del todo. Aunque mis compatriotas se empeñan en venir aquí para rodar películas sobre la revolución —dijo Alma irónicamente.
Se mantuvieron en silencio hasta llegar frente a un pequeño hotel cerca de la plaza de la catedral. El establecimiento lo regentaba una anciana de pelo canoso y fuertes rasgos indígenas.
—Buenos días, Dolores —dijo Alma a la distraída dueña.
—Alma, me alegro de volver a verla. Que la Virgen de Guadalupe me la bendiga y a la compañía.
—Gracias, buscamos al profesor Gamio.
—El licenciado está ausente, creo que he encontrado piedras antiguas fuera de la ciudad —dijo la mujer sonriente.
—¿Alguien puede llevarnos hasta él? —preguntó Alma.
—Les llevará mi sobrino Andrés. ¡Andrés! —gritó la mujer. Al momento apareció un jovencito de unos doce años, vestido todo de blanco y con el pelo repeinado a un lado—. Lleva a los señores hasta el campamento del licenciado Gamio.
El chico no abrió la boca, les sonrió y tomó su burrito atado en la entrada. Ellos lo siguieron a caballo. Después de una hora por caminos solitarios y polvorientos llegaron a una especie de hondonada. La tierra era muy roja y un río turbio la vestía de verde. Algunos vecinos cultivaban cerca de la ribera todo tipo de verduras y de vez en cuando veían a un campesino trabajando en su pequeño campo.
Llegaron a una zona donde la vegetación se espesaba y el río se hacia más caudaloso. Allí, en un pequeño claro, había plantadas dos tiendas de lona marrón.
—No parece que haya nadie —dijo Alma.
—El licenciado está en la cantera —dijo el jovencito, con voz estridente.
Dejaron los caballos y caminaron unos cien metros. Sentado en el suelo, limpiando una pequeña pieza que parecía la imagen de un dios, estaba Gamio. Era muy blanco de piel, aunque tenía el cuello rojo por el sol del campo. Llevaba un casco parecido al de los exploradores africanos y un traje caqui de pantalón largo, a pesar del calor que hacía. Tenía el pelo oscuro, las cejas pobladas y una nariz grande y redonda.
—¡Profesor Gamio! —dijo Alma, con su singular alegría.
El profesor los miró y por unos segundos no reaccionó, como si le costara salir del trance de su trabajo y relacionarse con meros humanos.
—La princesa gringa —bromeó por fin. Dejó con delicadeza la figura en la tierra y abrazó a la mujer. Después miró a Hércules hasta que Alma les presentó.
—Profesor, este es Hércules Guzmán Fox, un español que lleva desde hace días buscándole por todo México.
—Encantado, no sabía que levantaba tantas pasiones —bromeó Gamio muy serio.
—He oído que es la máxima autoridad en la cultura mexica.
—Una exageración, pero eso lo irá comprendiendo, los mexicanos somos un pueblo cacareador, por eso nos cuesta tanto aprender de los demás.
—Entonces son como los españoles —bromeó Hércules.
—De ellos salimos, al menos en parte. ¿Puedo invitarles a un café?
—Gracias, profesor —dijo Alma.
Los ayudantes del profesor pararon y uno se adelantó al campamento para prepararles el café.
—Realmente esto es una excepción. Ahora me dedico a estar todo el día encerrado entre papeles, el Gobierno me ha encargado la reordenación de las escuelas públicas, un trabajo agotador.
—Imagino —dijo Hércules.
—La mitad del país no obedece al presidente, aunque eso es lo normal en México, herencia española también. Acato pero no obedezco. En las zonas dominadas por Villa, Zapata y otros revolucionarios, hacen las cosas por su cuenta, aunque he de admitir que emplean más plata para las escuelas.
—Yo vengo de Puebla y es increíble lo que Zapata está haciendo allí —dijo Alma.
—Lo lamentable es que cuando los federales lleguen allí desharán lo logrado, ése es otro de los males de mi querido país, solo nos vale lo que hemos hecho nosotros, lo que hacen los demás hay que tirarlo abajo y volver a edificarlo —dijo el profesor Gamio.
—Lo que se cultiva en los hombres es indestructible —dijo Alma.
—En eso tiene razón, por eso acepté el cargo. Mis trabajos se olvidarán algún día, pero si logro que miles de niños aprendan a leer y escribir, mi vida habrá merecido la pena.
Llegaron al campamento y se sentaron en unas sillas plegables. El ayudante les sirvió el café, dejaron que su aroma les relajara por un momento y contemplaron el río y los árboles, mientras el viento comenzaba a soplar con más fuerza.
—Cuando se levanta el viento tenemos que irnos —dijo el profesor Gamio.
—El aire viene caliente —contestó Alma.
—Hay días que nos encontramos el trabajo tapado por la arena, como si por la noche unos duendes malvados jugaran a destruir lo que hemos conseguido por el día.
—Se preguntará que es lo que me ha traído hasta usted —dijo Hércules.
—Hace tiempo que renuncié a entender a los hombres y qué es realmente lo que les mueve. Me conformo con disfrutar de una tranquila charla y tomar un buen café en mitad de la naturaleza, pero por favor, dígame en qué puedo ayudarles.
Hércules permaneció unos segundos callado, como si toda la urgencia de las últimas semanas se hubiera disipado, con la sensación de haber llegado a casa de alguna manera.
—Hace unas semanas se produjo un robo en Londres, el códice de Bernardino de Sahagún fue robado, llevamos todo este tiempo persiguiendo a los ladrones. Sospechamos que el robo está relacionado con Aztlán, esos pobres diablos seguramente lo robaron con la idea de poder llegar a la isla mítica de los aztecas. Por algunos indicios creemos que pertenecen o imitan a la antigua orden de los hombres jaguar.
Gamio lo miró fijamente, aunque Hércules se dio cuenta enseguida de que tenía la mirada perdida; después regresó de algún lugar en sus pensamientos y dijo:
—Los hombres jaguar no son una leyenda, existieron. Durante siglos han sido los guardianes del secreto de Aztlán, hasta que uno de sus maestros se vendió a los españoles; imagino que ahora quieren recuperar lo que era suyo y que las profecías se cumplan.
—¿Qué profecías? —preguntó Hércules.
Un fuerte viento comenzó a tirar los cachivaches del campamento. Tuvieron que taparse los ojos y recoger todo con rapidez.
—Hay cosas que es mejor susurrar en un rincón, que hablarlas en mitad del viento —dijo el profesor Gamio mientras entraba en la tienda.