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Madrid, 15 de mayo de 1915
El café Gijón estaba abarrotado a última hora de la tarde. Diego Rivera miró por las vidrieras y observó a los tertulianos que se agolpaban en las mesas junto a los curiosos. Entre la multitud vio a su amigo Valle-Inclán sentado en una de las mesas del fondo, solo y con cara de aburrimiento. Decidió entrar para charlar un poco con él, llevaba dos días buscando al general Huerta y la situación comenzaba a ser preocupante.
Atravesó el salón y se acercó a la mesa de mármol blanco. Don Ramón permanecía con la mirada perdida, por lo que Diego tuvo que carraspear para que su amigo advirtiera su presencia.
—Querido Diego, pensaba que había regresado a París o México —dijo Valle-Inclán invitando a su amigo a sentarse.
—¡Ojalá!, pero las cosas se han complicado extraordinariamente —contestó Diego mirando a un lado y al otro.
—¿Qué sucede?
—Llevo dos días buscando al general Huerta, pero se ha esfumado.
—Pero ¿no estaban en el mismo hotel? Alfonso Reyes lo preparó todo para que se encontraran.
—No me lo recuerde, maestro. Quién me manda a mí meterme en juegos de espías. A Reyes tampoco lo he vuelto a ver.
—Yo tampoco, creo que ha regresado a México.
—¿A México? No puede ser. ¿Quién va a pagar la habitación del hotel? —dijo Diego Rivera con la voz temblorosa.
—No se preocupe, que no hay mal que por bien no venga.
—Maestro, estoy en peligro. Unos norteamericanos me han amenazado de muerte si no les informo sobre lo que el general Huerta tenía en su poder.
—No entiendo a qué se refiere —dijo Valle-Inclán confuso.
—¿Qué voy a hacer ahora? El caso es que en la recepción del hotel me han comunicado que el general sigue ocupando la habitación. ¿No le parece extraño?
—¿Por qué no se marcha a México y pone tierra de por medio?
—Tiene razón, pero no puedo dejar una deuda en el hotel Ritz.
—Pida dinero a algún amigo, yo se lo prestaría, pero ya sabe que los libros no dan para muchos dispendios.
—Me hago cargo.
—Hay una recepción en la embajada alemana esta noche, estoy invitado, aunque no sé por qué, ya que siempre me he declarado francófilo, pero Ortega y Gasset debe haber insistido. Al menos cenaré algo decente. Venga si quiere. Puede que veamos a su amigo allí.
—No tengo nada que perder, deje que me cambie y nos vemos a las ocho en la puerta de la embajada —dijo Diego resignado.
—Anímese, la vida tiene sentido por las piedras del camino, quítele las piedras y qué nos queda; un monótono paseo de domingo.
Diego se levantó, caminó hasta la puerta y salió a las calles primaverales de Madrid. La ciudad estaba preciosa, el aire de mayo era templado y brillaba un sol luminoso. Llevaba dos semanas sin tomar un pincel, sintió ganas de correr hasta el hotel y ponerse a dibujar, pero al final se conformó con caminar por el Paseo de Recoletos hasta Cibeles y mirar con asombro las fachadas de la amplia avenida.