30

Londres, 9 de mayo de 1915

Abrieron la puerta con cuidado y entraron en la parte trasera del palco. Las cinco figuras apenas se movían. Uno de los hombres levantó la pistola y apuntó directamente a una de ellas, mientras el otro se acercaba un poco más. Justo cuando estaba a punto de apretar el gatillo, un paraguas salió de entre las cortinas golpeando la mano de uno de los asesinos y la pistola voló por los aires. El otro se giró, pero un segundo hombre salió de la otra cortina y se lanzó sobre él. Los dos forcejearon unos instantes hasta que la pistola cayó por la platea hasta el suelo.

—¡Maldito pendejo! —dijo una voz con fuerte acento mexicano.

Hércules intentó detener las manos del hombre, pero su fuerza era descomunal. Holmes se acercó por detrás y le golpeó. El hombre se precipitó por el palco en medio de un grito de horror general. La función se había interrumpido y la gente corría despavorida hacia las salidas.

Lincoln logró, con la ayuda de Watson, reducir al otro asesino, mientras que Holmes ayudaba a Hércules a incorporarse.

—Gracias, le debo la vida.

—Estimado amigo, no me debe nada —dijo Holmes circunspecto.

—¿Pueden echarnos una mano? —preguntó Lincoln, sentado encima del asesino.

Los cuatro acomodaron al hombre en una de las butacas y comenzaron a interrogarle.

—Me temo que tendrás que hablar si no quieres acabar como tu compañero. Esto no es una comisaría y no dudaremos en deshacernos de ti antes de que llegue la policía.

El hombre frunció el ceño. El pelo negro y sudado le tapaba la cara.

—¿No nos has oído?

—Mis compañeros ya están lejos de aquí. No importa lo que puedan hacerme.

Hércules le retorció uno de los brazos hasta casi descoyuntarlo, y el asesino pegó un alarido.

—Sabemos muchas cosas de vosotros, pero lo que no sabemos es para qué queríais el códice —dijo Hércules.

El asesino le escupió en la cara. Entre los cuatro llevaron al hombre hasta el borde del palco y lo sujetaron por las piernas.

—No sé cuánto tiempo aguantaremos. Será mejor que nos digas lo que queremos saber.

—¡No, por favor! ¡No sé nada! …Pertenecemos al ejército federal, estamos bajo el mando de Pancho Villa —consiguió articular el hombre, colgado en el vacío.

—¿Pancho Villa? —preguntó Lincoln.

—Es uno de los caudillos revolucionarios —explicó Sherlock Holmes.

—¿Por qué os interesaba el códice? —preguntó Hércules.

—Yo solo cumplo órdenes, no sé nada más.

—¿A dónde lo lleváis? —preguntó Lincoln.

—A México D. F.

—Será mejor que nos digas la verdad —dijo Hércules.

—Lo juro por la Virgen de Guadalupe.

Apoyaron al hombre en la baranda, pero éste intentó escaparse y se les escurrió entre las manos, cayendo al patio de butacas. Miraron hacia abajo, el pobre diablo tenía el cuello partido.

—El presidente Carranza —dijo Hércules.

—Creo que ya tenemos al hombre que mandó robar el códice —dijo el doctor Watson.

Los cuatro hombres se dirigieron a la puerta del palco. Alicia les esperaba en el pasillo.

—Afortunadamente se percató de que esos dos hombres vestidos de camareros tramaban algo —le dijo Alicia a Holmes.

—Les venía observando desde el primer acto, su aspecto despertó mi inquietud —dijo el detective.

—Colocar nuestros abrigos y sombreros en las butacas fue una buena idea —comentó Lincoln.

Varios policías subieron ruidosamente por las escaleras, detrás de ellos caminaba Winston Churchill. Cuando llegó frente a ellos se detuvo y con una sonrisa socarrona comenzó a interrogarles.

—Me temo que han terminado con el único testigo que teníamos. Por el amor de Dios, ¿no podían haber tenido más cuidado?

—Se soltó y no pudimos impedir que… —dijo Lincoln.

—¿Les comentó algo antes de morir?

—Únicamente que era del ejército federal y que llevaban el códice a México D. F. —dijo Hércules.

—¿Un maldito soldado mexicano nos ha robado un códice tan valioso? —dijo Churchill.

—Me temo que sí —contestó Lincoln.

—Les estaríamos muy agradecidos si pudieran recuperarlo. El Gobierno británico correría con todos los gastos, naturalmente.

—Pero ¿qué sucederá con la investigación del hundimiento del Lusitania? —preguntó Hércules.

—Me temo que nunca sabremos las causas reales. Se ha abierto un juicio y en él se determinará si el capitán o el ejército actuaron negligentemente. Muchas gracias por su ayuda, amigos —dijo Churchill.

Sherlock Holmes y el doctor Watson se adelantaron unos pasos.

—Me temo que nuestra investigación también termina aquí. La mayor parte de nuestro tiempo lo pasamos fuera de Londres, estamos retirados de la ajetreada vida de las investigaciones. Ha sido un placer conocerles.

Churchill miró a Hércules, Lincoln y Alicia. Durante unos segundos, los tres permanecieron en silencio.

—En cuanto nos entrevistemos con Joseph Kenworthy iremos a México —dijo Hércules.

—¿Joseph Kenworthy? —preguntó Churchill.

—Ya le hablé de él, lord Fisher me comentó que él podría aclararnos por qué se quitó la escolta al Lusitania —dijo Hércules.

—Joseph Kenworthy fue encontrado muerto en su apartamento esta mañana, alguien le había arrancado el corazón. Además, ya le he dicho que es mejor que se centren en el robo —dijo Churchill.

Todos se miraron sorprendidos.

—Viajaremos mañana mismo a México —dijo Lincoln.

—Ordenaré que reserven pasajes en el próximo barco que salga para Veracruz —dijo Churchill complacido. Tenía que volver a El Cairo de inmediato, las noticias del frente otomano no eran buenas.

La profecía de Aztlán
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