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Aztlán, 15 de julio de 1520
Aquella mañana cayó el primero de nosotros. Su piel parecía como escamada, los ojos rojos y los labios amoratados nos hicieron pensar en algún mal contagioso y decidimos buscar con presteza los magníficos tesoros que sin duda se escondían en aquella ciudad. No dudaba que aquel fabuloso botín debía de estar oculto como lo había estado el de Moctezuma. Mis hombres y yo regresamos al gran palacio y horadamos todas las paredes, pero no encontramos nada. Aquel no debía de ser el palacio del señor de la ciudad. Continuamos durante otros dos días destruyendo paredes y abriendo túneles, pero no encontramos nada. Cada día uno de mis hombres caía presa de aquella horrible plaga, a pesar de que nos limitábamos a comer de nuestras provisiones.
La segunda noche, algunos de los indígenas huyeron atemorizados por la plaga, pero a los españoles nos mueve el oro, no el miedo. Continuamos un día más, pero las muertes eran muy numerosas y decidimos regresar. Dejamos de beber el agua de Aztlán, pero antes de salir de la ciudad más de la mitad de los hombres habían muerto en medio de terribles dolores.