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Madrid, 9 de mayo de 1915
El general Huerta no enseñó a Diego Rivera de qué trataban aquellos misteriosos planos del librero alemán. Habían pasado dos días y el pintor sabía exactamente lo mismo: nada.
Alfonso Reyes Ochoa llamó a la puerta de Diego y éste tardó un rato en abrirle. Se estaba dando un baño relajante de espuma cuando escuchó que alguien llamaba a la puerta.
—Alfonso, pasa —dijo Diego con el albornoz a medio anudar.
El hombre se acomodó en el salón de la habitación y esperó pacientemente a que su amigo terminara de arreglarse.
—¿Sabes algo de los planes de Huerta? —preguntó Alfonso cuando Diego entró en la habitación. Éste lo miró nervioso y le ofreció una copa.
—El viejo general no abre la boca, me hizo acompañarle a una vieja librería cerca de la Plaza Mayor, allí le dieron unos planos de algo, pero todavía no he podido verlos.
—Nos hemos enterado de que el viejo sale en unos días para Lisboa, seguramente después viaje en barco a Nueva York o Florida. Tienes que averiguar algo hoy mismo.
—No es fácil, Alfonso. El general es muy desconfiado.
—Pero no sospecha de ti. Intenta sonsacarle, lo máximo que puede pasarte es que no te conteste.
—Tienes razón —dijo Diego, asintiendo con la cabeza—. Hoy mismo lo intentaré.
—Con lo que averigües vienes a verme a esta dirección esta noche —dijo Alfonso tendiéndole una tarjeta a Diego—. No lo olvides, México te necesita.
Cuando se quedó solo de nuevo respiró tranquilo. No estaba acostumbrado a tanta presión. Se acercó de nuevo al baño y metió la mano para comprobar la temperatura del agua. Todavía estaba caliente. Decidió meterse de nuevo, pero cuando ya estaba tumbado, alguien llamó de nuevo a la puerta.
—No voy a poder relajarme nunca —se quejó, saliendo del agua.
Abrió la puerta, pero antes de que pudiera decir nada, un individuo le golpeó en la cabeza y perdió el conocimiento al instante.