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Washington, 8 de mayo de 1915

El coche de presidente Wilson se detuvo frente al teatro y los miembros del servicio secreto se desplegaron antes de que el presidente descendiera a la acera. Caminó hasta las escalinatas y después se dirigió al palco presidencial. Allí le esperaba Leonard Wood, el secretario de Estado, junto a Garrison, el secretario de Guerra. Al ver entrar al presidente se levantaron de sus butacas.

—Siéntense, por favor —dijo el presidente.

Los tres tomaron asiento y esperaron a que las luces se apagaran, después se dirigieron al pequeño salón anejo al palco y comenzaron a hablar.

—Señor presidente, ¿no cree que la prensa sospechará de nuestra repentina afición semanal al teatro? —preguntó Garrison.

—No, los chicos de la prensa tienen otras cosas en la cabeza, como el hundimiento del Lusitania, la guerra en Europa…

—Nuestro servicio de Inteligencia ha detectado movimientos extraños de revolucionarios mexicanos en Nueva York —dijo Wood.

—Mientras nosotros intentamos que Carranza se mantenga en el poder, otras potencias apoyan a los revolucionarios o a otros grupos reaccionarios como el del general Huerta —dijo Garrison.

—Huerta ya nos traicionó una vez —dijo el presidente.

—Sí, señor presidente, son más de fiar Carranza o Pancho Villa que ese viejo zorro. Los revolucionarios penetran constantemente en nuestro territorio, se saltan el embargo de armas y hay quien dice que quieren preparar una invasión de los estados del sur —dijo Garrison.

—Patrañas —contestó Wood.

—Deberíamos haber conquistado ciudad de México cuando intervenimos en Veracruz. No podemos dejar problemas en el patio de atrás antes de meternos de lleno en la guerra en Europa —dijo Garrison.

—¿Dónde se encuentra Huerta? —preguntó el presidente.

—En España, le han visto en Madrid —dijo Wood.

—¿En Madrid? —preguntó extrañado el presidente.

—Creemos que está intentando llegar a algún acuerdo con el gobierno alemán. Seguramente les pareció más discreto negociar algo así en Madrid —dijo Wood.

—Que le sigan y descubran qué está tramando —ordenó Wilson.

—Con respecto al Lusitania, Scotland Yard nos ha pedido algunos informes del barco. Carga exacta, listas de pasajeros, espías u otros agentes que pudieran encontrarse en el barco… —dijo Wilson.

—¿Qué piensan los británicos? —preguntó el presidente.

—Los alemanes han reconocido que fueron ellos, pero hay algunos cabos sueltos. ¿Por qué eligieron el Lusitania? ¿Por qué el barco no tenía ningún tipo de escolta? —dijo Garrison.

—¿Nos lo preguntan a nosotros? Ya les advertimos de las amenazas de los alemanes —dijo Wood.

—De lo que no hay duda es de que tienen una red de espías fuerte en los Estados Unidos, conocían la ruta del barco y creemos que también estaban al tanto de su carga —dijo Garrison.

—El hecho es que han muerto ciudadanos norteamericanos, la opinión pública está soliviantada y debemos actuar. Quiero que descubran la red de espías de Nueva York, sus informadores y contactos. No estamos en guerra abierta con Alemania, pero a partir de ahora actuaremos como si ya se hubiera declarado la guerra. ¿Entendido? —preguntó el presidente mirando fijamente a sus dos colaboradores.

Garrison y Wood asintieron con la cabeza, después los tres se dirigieron al palco y disfrutaron del final de la obra de teatro. Wilson no logró concentrarse en la representación. Sus preocupaciones internas y externas no le quitaban la palabra «guerra» de la mente. Pero ¿qué guerra era más urgente? ¿Invadir México y terminar de una vez por todas con el problema revolucionario o acudir en ayuda de Gran Bretaña en Europa?

La profecía de Aztlán
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