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Mexcaltitán, 1 de junio de 1915
Lincoln siguió al grupo lo más cerca que pudo, aunque intentó que no lo vieran en ningún momento. No quería que lo volvieran a capturar. Había sido mala suerte que justo en el último momento los hombres del general Buendía hubieran apresado de nuevo a Alicia y a Alma, pero por lo menos él se mantenía a salvo. Cuando divisó el islote en medio del lago se tranquilizó. Se había imaginado la zona como una gran área pantanosa y deshabitada. De alguna manera podría hacerse con un arma; necesitaba poder enfrentarse a los soldados si veía que la vida de las mujeres o del profesor corría peligro.
Tuvo que esperar un par de horas antes de encontrar a alguien que estuviera dispuesto a llevarle al otro lado del río. Los pescadores lo miraban desconfiados, ninguno de ellos había visto un negro en su vida y muchos pasaban de largo cuando lo veían haciendo señales desde la orilla.
Una barcaza con ocho hombres lo recogió y lo trasladaron hasta la pequeña ciudad. Uno de ellos, que parecía el jefe del grupo, comenzó a hablar con él amistosamente.
—Es extraño encontrar a un norteamericano en estas tierras —le dijo en un perfecto inglés.
—Me gusta salirme de las rutas turísticas, me comentaron la existencia de esta isla y he venido a visitarla —dijo Lincoln.
—¿No lleva equipaje? —preguntó el hombre, extrañado.
—No, me robaron todo hace unos días —contestó, incómodo, Lincoln.
Uno de los hombres vestía un traje blanco manchado de sudor, su poblada barba negra no opacaba sus grandes ojos marrones. Lincoln le observó varias veces, porque desde que lo habían recogido, le había parecido advertir algo en su mirada.
—¿Para qué van ustedes a la ciudad? —preguntó Lincoln.
—Negocios, somos hombres de negocios.
Lincoln se extrañó de la respuesta. No parecía que aquella ciudad perdida en medio de la nada fuera un buen sitio para hacer negocios.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó el hombre.
—George Lincoln —contestó algo desconfiado.
—Ulises Brul, encantado de conocerle.