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El Salto, 27 de mayo de 1915
El sol comenzó a ocultarse entre las montañas y el general Huerta miró atentamente la cara del español.
—¿Por qué está tan interesado en la historia de los mexicas y Aztlán?
—¿Interesado? Fue usted el que empezó a hablar del tema esta mañana —dijo Hércules intentando parecer molesto.
—No intente confundirme, soy viejo, pero soy no tonto.
—No pretendo engañarle, desconozco cómo surgió el tema, pero si prefiere no seguir hablando de ello… —dijo Hércules acercándose a la puerta del compartimento.
El general extrajo una pequeña pistola con disimulo. Después sonrió al español, pidiéndole disculpas.
—No entiendo por qué he reaccionado así. Estoy cansado de este viaje tan largo, llevo desde que salí de España viajando sin parar.
—Lo entiendo, no se preocupe, me marcho a mi compartimento.
—Quédese conmigo, aquí hay sitio de sobra —dijo el general señalando el cuarto vacío.
—No, nos veremos mañana.
Hércules se dio la vuelta y abrió la puerta, pero antes de que pudiera salir, escuchó la voz amenazante del anciano.
—Levante las manos, prefiero no matarle hasta estar seguro de saber quién es.
—Ya se le he dicho —respondió Hércules girando con la manos en alto.
—Un comerciante de telas llamado Adriano Gómez; no tiene pinta de comerciante de telas —dijo el general sin dejar de apuntarle.
—¿Por qué iba a mentirle?
—Es uno de los españoles de los que me habló el general Buendía. Me lo describió como alto, con el pelo blanco y largo. No he visto a nadie con ese aspecto en todo el viaje, excepto a usted.
El español sonrió al anciano y sin pensárselo dos veces se lanzó sobre él. Un disparo retumbó en el compartimento; después se hizo el silencio.