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Tenochtitlán, 30 de junio de 1520

La espesa lluvia ennegrecía aquella noche sin luna ni estrellas. Hernán Cortés envió a dos hombres para deshacerse de los guardias que vigilaban el palacio de día y de noche. Los víveres estaban a punto de terminarse y necesitaban escapar antes que la inanición y la desesperación los volvieran locos. Salieron en pequeños grupos hacia el puente de canoas de Tabuca. La humedad de aquella noche calaba los huesos, pero Cortés caminaba erguido, con la mirada puesta en el oscuro horizonte.

Los caballos relinchaban ahogadamente, a pesar de que sus dueños les tapaban las bocas. Los cañones repicaban con sus ruedas de madera y hierro sobre los tablones del puente, pero llegaron hasta la mitad del camino sin percance alguno. Muchos de los hombres cargaban el tesoro de Moctezuma II, a pesar de que Cortés había advertido de que se recogiera solo lo necesario. Doña Marina caminaba a su lado, con la mirada perdida y su bella cabeza cubierta por una pequeña capucha. Cortés se acercó a ella e intentó animarla.

—No os preocupéis, de peores que ésta nos libró el Señor. La Virgen nos protegerá, Dios sabe que lo único que queríamos era cristianizar a esta gente sanguinaria.

Doña Marina, que era mujer de palabras francas, miró al hombre del que extrañamente se había enamorado y suspiró. Sus mentiras eran tan bellas como sus verdades, tal vez porque en el fondo las creía de igual modo.

—¿Cómo pensabas que iban a reaccionar? Su rey prisionero, su pueblo masacrado y sus dioses derribados. Son hombres, Hernán, no animales.

—La matanza no la ordené yo, fue Pedro de Alvarado, pero ellos planeaban terminar con todos nosotros.

—Lo conseguirán. Aunque tu astucia sea como la del jaguar y tus aliados terribles como serpientes, este pueblo es fiero y sanguinario, y no se dejará domesticar sin lucha.

—Pues la habrá, la más fiera que hayan conocido, mil mexicas por cada castellano muerto en esta noche triste.

En aquel momento se acercaron barcazas cargadas de guerreros y los españoles aceleraron el paso, pero muchos perdían el equilibrio o eran alcanzados por lanzas y flechas, cayendo al lago y hundiéndose por el peso del oro y las armas. Cortés mandó disparar y el cielo se iluminó por unos instantes, mientras el olor a pólvora se desparramaba como incienso sobre las aguas. Después, las filas se rompieron y cada uno corrió para salvar su vida. Al lado de Cortés corría el capitán Alonso de Ávila, que viendo las lágrimas de su general intentó animarle.

—No desfallezcáis, en la guerra siempre mueren los mejores.

—Capitán, no lloro por los que han caído, más bien lo hago porque en una noche pierdo un reino, una ciudad y si Dios no lo remedia, la vida de mis hombres.

Muchos de los soldados arrojaban al agua el oro y la armadura para ir más ligeros, algunos murieron ricos aquella jornada. Cuando estuvieron en tierra firme, los guerreros se retiraron, pues sabían que los españoles se reorganizaban muy pronto y serían temibles.

Cortés reunió a sus hombres, contabilizaron los muertos y desaparecidos, y tomaron posiciones para resguardarse hasta que despuntara el día. Doña Marina se le puso al lado y él le susurró:

—¿Salvamos el mapa?

Ella asintió con la cabeza, los soldados se sentaron alrededor del fuego. Llevaban las ropas empapadas y tiritaban de frío.

—Señor, hemos perdido a más de seiscientos españoles —dijo el capitán Alonso de Ávila.

—Pues tendrán que morir seiscientos mil paganos —contestó, frío, Cortés.

La profecía de Aztlán
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