49
Rumbo al este.
Se sentía frío y sólo. Aquella helada estepa, en la que el viento arreciaba gélido y húmedo, se extendía hasta más allá de donde la vista alcanzaba. Era totalmente desolador. Sus pies se hundían el la espesa capa de nieve que cubría la oscura tierra, dejando una huella profunda que no tardaba en borrarse debido a la violenta ventisca. Se sentía sólo, muy sólo. Y lo peor es que ya ni siquiera sabía cómo se llamaba. Estaba perdido. Sería muy difícil volver a encontrarse.
El aullido de un lobo, con esa nota ronca y profunda que parecía desgarrar el alma de cualquier mortal, hizo que se girara, preocupado de convertirse en el alimento de una manada hambrienta. Estaba sólo. Reanudó la marcha, con ese lento y pesado caminar, pero el aullido, lejos de alejarse, se escuchaba con más fuerza, con más claridad. Pero continuaba sólo. La noche se hacía cada vez más oscura, dificultando la visión hasta hacer del horizonte algo difuso y nada tranquilizador. La niebla comenzó a caer, envolviéndolo. Sentía que aquella claustrofóbica atmósfera le agobiaba, le asfixiaba. Se sentía débil e inseguro.
En ese momento, justo en frente de él, consiguió distinguir la esbelta forma de aquella extraña y hermosa mujer que ya había visto en otras ocasiones. En un arranque de euforia, se lanzó a la carrera en dirección a la grácil dama, que permanecía quieta y erguida, con un gesto grave dibujado en su delicado rostro. Pero, por más que corría, no conseguía recortar la distancia que los separaba, ni tan siquiera unos centímetros. Era frustrante. El agotamiento hizo que sus piernas no le respondieran y cayera de rodillas al helado suelo, observando con impotencia, cómo la hermosa mujer se alejaba hasta perderse en la niebla y la oscuridad. Fatigado y triste, maldijo su suerte, golpeando el suelo con su puño.
Al instante, el viento dejó de soplar, sumiendo el lugar en un silencio tan extremo que resultaba oprimente, inquietante. Escuchaba el sonido de su respiración como si fuera un auténtico estruendo. Los latidos de su corazón retumbaban con fuerza dentro de su pecho. Una voz de mujer rompió el turbador silencio, sonando clara y limpia como el rocío de la mañana. “Lohäia”, pronunció de forma melódica. “Lohäia”.
Velthen se sobresaltó en su cama, empapado en un sudor frío y con las manos temblorosas. Su respiración agitada le hizo situarse un segundo, tratando de entender qué estaba sucediendo. Estaba en aquella cabaña de Lagoscuro, tumbado en su cama, el enorme huargo blanco estaba a sus pies sumido en un profundo y placentero sueño. Así que era tan sólo eso… Un sueño.
Se llevó ambas manos a la cara y se frotó con fuerza, tratando de calmar su respiración. A través de la ventana, la claridad del alba comenzaba distinguirse. Eran las primeras luces de un nuevo día. Un nuevo día, se dijo Velthen, y una nueva vida que amenazaba con devorarle sin piedad y sin dilación.
Alguien tocó a la puerta, y al instante se asomó tras ella un montaraz.
- Te están esperando, joven amigo. No te demores - dicho lo cual, desapareció cerrando la puerta.
Velthen se sentó en la cama, un tanto aún desorientado. El mismo sueño. Las mismas imágenes que se repetían en su cabeza una y otra vez. Estaba empezando a sentirse desquiciado de no tener un sueño profundo y reconfortante desde hacía ya varios días. Su llegada a Lagoscuro no le había supuesto el alivio que él creía encontrar. Era todo lo contrario. Su vida había dado un vuelco tremendo tras las revelaciones que Dúther, el líder de los montaraces, le había hecho. Aquella historia sobre los descendientes de los antiguos reyes de Cáladai, la espada perdida, la suerte de aquellos que se suponían que eran sus verdaderos padres… Todos los días, cuando despertaba, deseaba encontrarse tendido de nuevo en su cama, en la acogedora casa de Thondon. Imploraba porque le despertara Anarja con su siempre cálida sonrisa, o la voz de Velteon apremiándole para que se diera prisa en llegar a la forja. Aún sentía el olor de la herrería, el aroma de su hogar. Su verdadero hogar, no aquel lugar extraño y misterioso, plagado de incógnitas y poblado por rudos guerreros que lo miraban con una mezcla de escepticismo y curiosidad. Se sentía incómodo, fuera de lugar. Ahora se reía de cuando deseaba fervientemente poder alejarse de la pequeña aldea y vivir miles de aventuras. Pero la realidad era mucho más dura de lo que jamás hubiera imaginado.
El huargo, al ver que Velthen se levantaba y comenzaba a vestirse, se desperezó poco a poco, estirándose con parsimonia. Resultaba curioso ver a aquella bestia, que había conseguido masacrar a orcos enormes, comportarse como un dulce y fiel perrito de compañía. En esa paradoja radicaba parte de la fascinación que Velthen sentía por el animal, y que crecía por momentos. No le extrañaba que la enseña de los montaraces fuera eso… Un huargo blanco.
Otra cosa que le llamaba la atención era el sorprendente paralelismo que había en torno a la figura del lobo blanco: la bandera de los Onai, el nombre élfico de la espada, el seudónimo bajo el que se conocía a su supuesto verdadero padre, el huargo que había salvado y que se había convertido en su fiel compañero… ¿Coincidencia o una especie de señal? Pero, ¿qué tipo de señal y para qué? Había tantas cosas que le hacían pesar a uno, que daba vértigo hacerlo.
Aunque, sin duda, lo que más le hacía sentir ese aturdimiento era aquella historia sobre sus verdaderas raíces. Y es que Velthen no podía evitar pensar que todo era una absurda confusión. No conseguía asimilar que sus verdaderos padres fueran descendientes de una antigua estirpe real cuya hegemonía se había perdido en el tiempo y en el olvido. No conseguía aceptar que hubieran renunciado a huir con él, dejándolo al amparo del herrero de Thondon y su mujer que hubieron de quererlo como un hijo. Véldonui y Gílthea… Velteon y Anarja. ¿Quién era él realmente? Hubiera tomado a toda aquella hueste de hombres por locos si no fuese porque Dálfvar, el viejo mago que lo conocía desde hacía ya muchos años, refrendaba el testimonio de Dúther, de Ectherien y de los demás montaraces. Aquello lo mantenía en un estado de absoluta y total confusión, que no ayudaba nada a afrontar la verdadera y única realidad que Velthen acababa de entender, y no era otra que su hogar y todas las personas que quería habían desaparecido para siempre, presas del fuego y la destrucción que asolaron Thondon. Aquello era real, lo cruelmente real. Estaba sólo y aquello no cambiaría.
Mientras estos pensamientos le azotaban el ánimo, Velthen salió fuera de la cabaña, con el huargo a su diestra. El día parecía haber amanecido oscuro, nublado, o al menos eso se intuía tras la sombra que proyectaban las frondosas copas de los árboles del bosque de Árnor. El frío arreciaba con las primeras luces del alba y el rocío de la mañana, semejante a un polvo de diamantes extendido por todo el claro, hacía que el ambiente fuera más húmedo. El olor a tierra mojada le reconfortó. Cerró los ojos y volvió se volvió a sentir como en casa, con ese aroma tan familiar. Cuando abrió los ojos, volvió de golpe a la cruda realidad.
Saludando con la mano, se acercaba Gálhad, portando un gran arco y un carcaj repleto de flechas. Se ve que el montaraz había tenido guardia aquella noche.
- ¿Otra noche sin descansar, joven Velthen? - le dijo una vez estuvo cerca.
- Supongo que sí - respondió el muchacho con resignación. - ¿Tan mal aspecto tengo?
Gálhad lo miró de arriba bajo, con expresión divertida.
- Seguramente ésta no sea tu mejor versión, pero estate tranquilo que los he visto mucho peores - bromeó dándole una palmadita afectuosa en la espalda.
A Velthen le caía bien aquel montaraz. Era bastante reservado, como el resto de los habitantes de Lagoscuro, pero siempre se mostraba respetuoso y comprensivo con él. Nunca le hacía preguntas incómodas o sacaba temas de conversación que le hicieran sentirse violento. Normalmente Gálhad solía darle una palmadas en el hombro o el la espalda, con expresión reservada y optaba por no decir nada. Y Velthen se lo agradecía bastante, pues no tenía ganas de hablar.
- He oído que te gusta tirar con el arco, que así salvaste a tu amigo de la muerte - comentó Gálhad, señalando al huargo que continuaba al lado del joven.
Velthen asintió con la cabeza.
- Quizá practicar un poco te sirva como evasión, a menos durante un rato. Ten - le tendió su arco. - Puedes conseguir las flechas en nuestra armería. Te las darán gustosos.
- Gracias, pero no estoy de humor.
- Insisto en que te quedes con el arco. No lo utilices hoy si no quieres, pero al menos tenlo para cuando quieras disponer de él.
Velthen observó el arma, labrada con el mismo tipo de madera de Árnor. Tomó el arco con ambas manos, y se quedó impresionado de, siendo un arma de tanta longitud, cómo era de ligera. Gálhad sonrió y volvió a darle esos toquecitos que tanto reconfortaban a Velthen, acto seguido se marchó de forma apresurada.
Lo cierto es que, teniendo aquella magnifica arma entre sus manos, sintió un agradable cosquilleo que le incitaba a probarla. Después de todo, Gálhad tenía razón: Puede que le sirviera de divertimento para alejar los oscuros pensamientos que se cernían sobre él. Además, hacía ya mucho tiempo que no practicaba. Seguro que se le había olvidado cómo cazar un venado.
Así pues, se dirigió a la armería sintiéndose entusiasmado ante la posibilidad de poder realizar una actividad lúdica después de tantos improvistos y calamidades. Velthen se dijo a sí mismo que se merecía un respiro ante todo lo ocurrido. Una vez allí, el armero le dio un carcaj de explorador con flechas dentro, insistiendo en que se lo quedara como presente. El joven se lo agradeció y le preguntó dónde podía ir a practicar. El fornido hombre le dio unas indicaciones para llegar a un campo de tiro. A esas horas estaba vacío, de modo que no tendría problemas a la hora de poder disparar tranquilo a las dianas que allí encontraría. Velthen le agradeció una vez más su amabilidad y su presente y se dirigió al campo de tiro. No le resultó difícil encontrarlo, y mucho menos cuando dos jovencitos, que no contarían con más de cinco veranos, se ofrecieron a acompañarlo hasta allí.
Tal y como le habían dicho, el campo de tiro estaba completamente vacío. Tanto mejor, Velthen no tenía ganas de ser el blanco de más miradas. Un poco de soledad le vendría bastante bien. Disparó cinco flechas, tomándose su tiempo, concentrándose en afinar la puntería. Pudo comprobar cómo el arco estaba magníficamente trabajado, siendo estable y liviano. Un arma cómoda y eficiente, propia de los montaraces. Se acercó despacio y comprobó su suerte. Tres de cinco en el centro de la diana. No estaba nada mal.
- No te falta destreza con el arco, joven Velthen - una voz a sus espaldas le hizo sobresaltarse. Era Dálfvar, con ese silencioso caminar suyo, que se aproximaba apoyándose en su retorcido bastón. - Lo próximo en aprender a dominar es el corazón.
Velthen lo miró ceñudo al tiempo que arrancaba las flechas de la diana.
- Yo creía que lo más adecuado era dominar la espada.
El viejo mago le sonrió con cierto aire de melancolía y apoyó una mano apergaminada sobre su hombro.
- Antes de poder empuñar un objeto capaz de quitar una vida - la voz Dálfvar sonaba solemne, - primero debemos encontrarle sentido a la nuestra.
- Sentido… Supongo que es fácil decirlo cuando sabes quién eres y de dónde eres.
- ¿Y acaso no lo sabes tú? - preguntó con extrañeza el mago, ladeando la cabeza. Velthen abrió los ojos de par en par, sin dar crédito a lo que oía.
- El amanecer solo ha traído cambios en mi vida. Un día soy un aprendiz de herrero en la humilde aldea de Thondon, otro día me convierto en un huérfano nómada sin hogar y sin destino, y a continuación resulta que soy descendiente de una antigua raza de reyes caída en el olvido. ¿Crees que no debería tener dudas sobre quién soy?
Los profundos ojos del mago se clavaron en los de Velthen. Dálfvar no movía ni el más mínimo músculo de su rostro. Era como un enigma indescifrable.
- No, no deberías tenerlas - sentenció ante el estupor del joven.
- ¡Ah! ¿No debería?
Dálfvar negó con la cabeza.
- Yo sigo viendo al mismo joven inquieto y audaz de Thondon. Al mismo muchacho que bajaba a la taberna del Lobo Errante y que malgastaba sus horas escuchando las locas historias de un viejo trotamundos. Te miro y sigo viendo a aquel que perdió su hogar y a sus seres queridos en un cruel lance del destino, y que tan valientemente luchó para salvar la vida a este huargo que, al igual que yo, sabe quién eres realmente. Eso no lo puede cambiar tu pasado. Tú eres tu presente.
Velthen se sentó en el suelo, abatido. Eran de agradecer esas palabras de Dálfvar, pero no le servían de consuelo.
- Ojalá pudiera tenerlo tan claro como tú, Dálfvar.
El viejo mago se sentó a su lado, ayudándose de su bastón.
- Cuando dejes de mirar atrás, quizá puedas ver lo que tienes delante.
Aquellos malditos juegos de palabras… Dálfvar siempre parecía saber mucho más de lo que revelaba, y por una vez Velthen deseó que le hablara claro. No sabía si quería permitirse el lujo de darle tiempo al tiempo.
- Tú lo sabías todo - le recriminó sin fuerzas. - ¿Por qué nunca me lo contaste?
Los viejos ojos del mago se tornaron tristes. Suspiró pensativo, como si recordara algún episodio doloroso. Por fin, habló.
- Puedes estar seguro de que mi intención nunca fue hacerte daño, Velthen. Es lo primero que quiero que comprendas. Pero aquellos tiempos fueron difíciles para todos. Cáladai comenzaba su declive por culpa del mal gobierno de los señores regentes y de los consejos de asesores. Mi decano, Sálthar el Albo, ha tratado por todos los medios de mediar entre los Onai, o los montaraces si lo prefieres, y los nobles que se empeñan en declararlos una amenaza para la estabilidad de Cáladai. La gente se muestra dividida entre aquellos que anhelan el regreso de un verdadero rey y los que creen que las casas de los regentes funcionan. Es un conflicto antiguo, muy difícil de entender y mucho más de solucionar, y tan delicado que ni siquiera nosotros, los magos, podemos posicionarnos de un lado u otro.
Hizo una breve pausa para sacar un anillo que llevaba en un bolsillo de su ajada túnica. Era de acero negro, con varias runas grabadas alrededor suyo con una filigrana que representaba a un lobo devorando o aullando, no se sabría decir bien. Lo sostuvo con el dedo índice y el pulgar, observándolo con melancolía.
- Cuando Véldonui me entregó este anillo - continuó el mago, - él ya era consciente de cuál iba a ser su destino. Puede que ésa fuera la verdadera razón por la que volvió sano y salvo de la Cueva. Cierto es que no traía consigo la espada, pero… ¿Qué más daba? Murió defendiendo su pueblo, su gente, al lado de aquella a la que amaba y salvando la vida de su querido hijo. Mientras Ectherien huía contigo en brazos hacia Thondon, yo traté de juntar todas las piezas para acabar montando el puzzle que se me presentaba. Nada me hizo suponer que Véldonui era el legítimo heredero de la espada. Sé que aquí, en Lagoscuro, tiene la consideración de un héroe y que se cree que él podría haber sido el que reclamara la corona de Cáladai. Pero lo cierto es que él está muerto y que las cosas no han cambiado en absoluto. Todo sigue igual.
Con un rápido gesto, Dálfvar cerró el puño, ocultando el extraño anillo en su interior.
- Pero lo cierto es que su legado pervive en ti, que eres su único hijo. Verás Velthen, Velteon el herrero y su encantadora mujer, Anarja, te acogieron como si fueras su propio hijo carnal, y así te lo hicieron ver. Nunca has sentido lo contrario, y tu reacción al enterarte de la verdad lo confirma. Entenderás pues que, dada toda la historia de los Onai y todos los problemas que les han rodeado durante siglos, el viejo herrero no fuese partidario de contarte nada sobre tus orígenes. La Profecía de los elfos, las constantes guerras en Mezóberran y la animadversión siempre han profesado los dirigentes de Cáladai eran argumentos más que sobrados como para querer apartarte y protegerte de todo aquello. Serías criado como un muchacho normal, tal y como ellos te veían, uno más entre todos los bebés de Thondon. No te faltaría nunca ropa, ni alimento. Te procurarían una buena educación y te enseñarían un buen empleo, como era el de herrero. Te quisieron como a su propio hijo, y realmente es lo que eres. Velteon consideraba que, si tú eras aquel que mencionaban las profecías, el destino se encargaría de que así fuera, pero mientras tanto serías criado como un niño común de aldea.
- ¿Es por eso que se mostraba tan irritado cuando bajaba al Lobo Errante? - preguntó el joven, con la voz tocada por la emoción al recordar a sus difuntos padres adoptivos. - ¿Temía la posibilidad de que los montaraces o tú me contaseis la verdad?
- Yo le di mi palabra a Velteon de que nunca te lo revelaría, por tu propia seguridad. Pero los Onai, y en especial Ectherien, fueron muy insistentes en que supieras el origen de tus verdaderas raíces. Me costó mucho convencerlos para que no interfirieran en la decisión del herrero, traté de hacerles ver que, aunque ellos no lo vieran así, tú verdadera familia era aquella y que poco o nada tenías que ver con lo Onai y con su legado. Accedieron a cambio de que yo me comprometiera a protegerte, por si algún día la Profecía se materializase. Guardarían silencio y se mantendrían al margen, y yo cumplí con mi parte del trato, pese a las claras reticencias de Velteon.
Ahora Velthen entendía por qué conocía a Dálfvar de toda la vida.
- Espero que comprendas mi posición, joven amigo - añadió el mago, mirándole de manera afectuosa. - Siempre he obrado por salvaguardar tu bienestar. Y que no te quepa duda de que tanto Velteon como Anarja también lo hicieron.
Pese a que todo estaba cada vez más claro, Velthen sentía más que nunca que todo estaba en continua evolución. Su vida daba giros inesperados a cada paso, y lo que iba averiguando se añadía a una madeja de pensamientos y sensaciones que le impedían ver más allá. El vacío que le oprimía era inmenso, pues había perdido a su familia y su hogar dos veces: Una siendo un bebé y otra no hacía mucho tiempo, pasto de las llamas y de la barbarie. ¿Qué podía esperar del futuro cuando no alcanzaba a entender su pasado?
- Dálfvar - habló tras una larga pausa. - ¿Tú crees que soy el… Elegido?
El mago se mesó la barba y rumió la pregunta de Velthen. Parecía querer escoger bien las palabras a utilizar.
- Verás, Velthen - dijo tras unos segundos de reflexión, - todos los augurios, vaticinios y profecías son solo una imagen abstracta de algo que podría llegar a ocurrir, mas no es del todo seguro. La experiencia y los años me han enseñado a no creer a pie juntillas todos aquellos pronósticos que tratan de dictar nuestro destino. Si una profecía revela algo del futuro, si nos muestra cómo puede llegar a ser, ¿no crees que ya está empezando a cambiar algo? Tener información sobre lo que se avecina es una forma de o bien acelerar que esto ocurra o bien frenarlo. Ahora podría decirte que tú eres aquel del que hablan las profecías de los atelden, los altos elfos de Asuryon, y con ello podría llegar a influir sobre lo que eres en realidad. O, por el contrario, podría decir que dudo mucho que lo seas y que sea idéntico el resultado. El destino siempre está en movimiento, Velthen, y se puede cambiar. No es una fuerza opresora que nos ha marcado una línea que seguir en nuestras vidas, sin posibilidad de salirnos de ella. Al contrario, el destino nos deja libertad de movimiento para poder influir sobre él del mismo modo que influye sobre nosotros.
Hizo una breve pausa en la que miró a los ojos a Velthen y le esbozó una sonrisa. Luego cambió el gesto por uno más grave.
- Escucharás muchas cosas sobre tu persona, joven amigo, unas a favor tuya y otras en contra. Unos proclamándote rey y heredero de Cáladai y otros señalándote como un aprovechado. Dirán algunos que eres el Elegido, mientras que otros te denominarán impostor. Sí, Velthen, así es. Todo es relativo según la persona que lo interprete. Incluso habrá quien piense que él es el Elegido, según su propio entender. Como ves, todo es subjetivo, indeterminado y completamente relativo. Te daré un consejo que espero que sigas, por tu propio bien: No hagas caso de lo que oigas, no confíes en las palabras que no tienen el don de la omnisciencia. Cree en ti mismo. Solo así podrás ser quienquiera que quieras ser.
Dentro de los retorcidos juegos de palabras y enigmas con los que jugaba Dálfvar en sus discursos, había una gran parte de razón. Había sido testigo de cómo perdía su hogar, sus seres queridos y sus conocidos, ahora le habían revelado sus verdaderos orígenes. Estaba tratando de ordenar un poco todo aquel caos en el que se había convertido su vida. No podía pensar en profecías, ni en elegidos, ni en espadas de poder, ni en legados de viejas estirpes. Estaba donde estaba y era el que era, con eso debía bastar. Lo demás, con el tiempo, se iría aclarando como las nubes de tormenta cuando vuelve a brillar el sol.
Se sintió algo más reconfortado gracias a las palabras de su viejo amigo, y sintió un enorme agradecimiento al saber que había estado junto a él toda su vida, aunque no hubiese sido consciente siempre de ello. Tener una persona como Dálfvar, que parecía saber decir lo que en cada momento se necesitaba, era un auténtico privilegio.
En ese momento apareció Gálhad, con paso tranquilo, aunque su rostro parecía más serio de lo habitual. Se quedó mirando a Velthen y al arco que le había dado.
- Veo que ya le has dado uso - dijo esbozando una vaga sonrisa el montaraz.
- Siempre hay que aprovechar aquello que nos ofrecen nuestros amigos - contestó Velthen lanzando una rápida mirada cómplice de agradecimiento a Dálfvar, que se incorporó apoyándose en su retorcida vara.
- Ya veo. Debéis venir conmigo, Dúther os ha hecho llamar. Hay novedades.
El viejo mago frunció el ceño, con evidente preocupación. Acto seguido, le hizo un gesto a Velthen con la cabeza, indicándole que siguieran a Gálhad. El huargo, que permanecía sentado de forma impasible, se levantó y caminó tras ellos.
- ¿De qué se trata? - le preguntó Dálfvar al montaraz mientras caminaban.
- Ha llegado un cuervo de Dür Areth - Gálhad hablaba apresuradamente, como si se le escapase el tiempo. - Por lo visto, las cosas en Onun no marchan nada bien.
- ¿Dür Areth? - preguntó extrañado Velthen. - ¿Ha llegado un cuervo de la Muralla?
Gálhad asintió.
- Desde hace ya mucho tiempo, la Guardia del Huargo Blanco y nuestro pueblo mantenemos una estrecha colaboración. Intercambiamos información, nos alertamos en caso necesario. El gobierno de Cáladai sospecha que dicho trato existe, aunque nunca han podido demostrarlo. Es por eso que, de un tiempo a esta parte, los soldados de la Muralla han visto cómo desde Griäl les han recortado derechos y reducido el número de reclutas. Una auténtica injusticia.
A Velthen se le pusieron los pelos de punta. Imaginaba a los legendarios Guardias del Huargo Blanco luchando junto con los aguerridos montaraces contra los enemigos. Parecía una auténtica leyenda.
Dúther les esperaba en el mismo lugar donde, días atrás, le habían revelado a Velthen la historia de sus verdaderos padres. El veterano montaraz, con el semblante circunspecto, sostenía con una mano un pergamino que parecía releer con ansiedad. Levantó la cabeza al sentir la presencia de Gálhad, Velthen y Dálfvar y dejó apartada la misiva en la larga mesa de madera.
- Thódred de Dür Areth nos lo ha enviado - dijo Dúther sin rodeos, señalando el pergamino. - Es portador de terribles noticias, Dálfvar. No sé si ni siquiera tendremos tiempo para reaccionar.
- Habla - le apremió el mago.
Dúther suspiró con gran pesar y se incorporó de su silla, acercándose más ellos. Le tendió el ajado papel a Dálfvar, que comenzó a leerlo con rapidez.
- Se nos informa desde la Muralla que Onun ha sido evacuado - explicó Dúther, aclarándose la garganta para continuar. - Según palabras del propio Iyurin, no existe esperanza en que su padre obtenga la victoria en la Garganta Negra y apremia a su hermana a huir de Ánquok con todos los habitantes que lograse reunir. Imagino que en estos momentos Haoyu ya haya caído y que el príncipe Iyurin tratará de dirigir la defensa de Onun. Pero dudo mucho de que tengan alguna posibilidad.
Velthen abrió mucho los ojos, completamente sobrecogido. ¡Onun estaba a punto de caer! No asimilaba que un reino como aquel, de bravos y rudos guerreros, pudiera ser arrasado como lo fue su aldea. Si una hueste de orcos había hecho aquello con Thondon… ¿Qué ejército podría ser capaz de violentar a todo un reino? Aterraba pensar en ello.
- Todos los exiliados de Onun - continuó Dúther - ahora se refugian en Daroir, bajo el amparo del conde Lúdebrand. Pero parece ser que la princesa Iyúnel no decidió seguir a su gente, y decidió tomar rumbo hacia Thondon, en busca de ayuda.
- ¡Thondon! - saltó sorprendido Velthen. - ¿Una princesa en Thondon?
- Sí. Según parece ser, Iyúnel de Onun decidió tomar ese rumbo para intentar localizarnos. Le hablaron de la taberna del Lobo Errante, y quiso ir allí y probar suerte.
¡La taberna del Lobo Errante! ¡Una princesa en aquel lugar donde tantas veces había estado él con Dálfvar! Velthen no daba crédito a aquello que estaba escuchando. Rápidamente reaccionó.
- Pero Thondon fue destruida - intervino el joven con ansiedad. - La taberna debe pertenecer al olvido. Si ha llegado allí…
Dúther le hizo un gesto con la mano, pidiéndole que guardara silencio. El rostro del montaraz se ensombreció.
- Nada más abandonar la Muralla - continuó con su explicación, - y ante la impotencia de los hombres de Dür Areth, la princesa se topó con un contingente de orcos y ogros que marchaban rumbo suroeste. Es muy posible que aquellos que arrasaron tu aldea pertenecieran a esta hueste, Velthen.
El joven se quedó petrificado de terror. Una macabra idea se había alojado en su cabeza, sostenida con el recuerdo de la brutalidad que mostraron los orcos cuando devastaron Thondon. Su propia respiración se agitó sin darse cuenta, era una posibilidad tan siniestra…
- ¿Han… - ha Velthen casi no le salían las palabras. - Han matado a la princesa de Onun?
Los pequeños ojos de Dúther parecían brillar débilmente. El veterano montaraz miraba hacia el frente, sin dirección y objetivo.
- No - intervino Dálfvar, que ya había terminado de leer el pergamino. - Pese a que muchos murieron bajo el puño de los orcos y ogros, la princesa y algunos más fueron hechos prisioneros.
Velthen suspiró aliviado, aunque al instante se dio cuenta de que quizá ser prisionero de aquellos seres fuese un castigo peor que la propia muerte.
- ¿Y dónde se la han podido llevar? - preguntó angustiado.
- Rumbo al Valle de Rumm, a los Montes Vigías - respondió con seguridad Dálfvar, devolviéndole a Dúther la misiva. - Será un presente para Ghulg el Insaciable, señor de los ogros. Muchos hombres que cayeron en las manos de los ogros se convirtieron en sus esclavos. Obligados a cavar en las profundidades de los Montes Vigías, Ghulg los utiliza para sustraer piedras preciosas y demás riquezas. Algunos, los que no sirven para esta tarea, se convierten en su… almuerzo.
El horror atenazó el corazón de Velthen, que amenazaba con saltar de su pecho. ¡Una princesa hecha esclava o víctima de la voracidad de un ogro caníbal! Era demasiado atroz para ser real.
- Quizá la utilice como reclamo o como moneda de cambio - apuntó Dúther, que seguía mirando al infinito. - Los ogros no son tan básicos como los orcos, pese a su naturaleza violenta.
De pronto, el huargo blanco se puso en pie, con el lomo erizado, mostrando sus imponentes colmillos y gruñendo sordamente. Había escuchado algo. Dúther se giró bruscamente había donde apuntaba la bestia e hizo un gesto rápido para que todos se agazaparan. Al instante, Velthen consiguió intuir entre los árboles las mimetizadas figuras de los montaraces, con sus arcos prestos.
- ¡Tranquilos, no sucede nada! - gritó uno encaramado en una gruesa rama. - Es Márdinel.
Todos abandonaron sus escondites y salieron al encuentro de un grupo de montaraces montados a caballo. A la cabeza iba un joven algo mayor que Velthen, con ojos claros y pelo muy oscuro. Parecía ser su capitán.
Cuando el joven montaraz se bajó de su caballo, Dúther se acercó y se abrazaron con afecto.
- ¡Loado sea el destino, Márdinel! - exclamó Dúther sonriendo. - Empezaba a pensar que ya no volverías.
El tal Márdinel le sonrió con cierta arrogancia, mientras le daba un golpecito en el hombro.
- Aún no ha nacido el rival que pueda con nosotros - dijo con orgullo.
- Están sucediendo muchas cosas, Márdinel, demasiadas. Me encantaría poder compartir tus vivencias pero el tiempo apremia. ¿Has logrado tu objetivo?
Sin perder su sonrisa, Márdinel sacó de las alforjas de su caballo un paquete envuelto en una tela vieja y gastada. Se lo dio a Dúther que lo desenvolvió con manos temblorosas. Velthen se asomó por encima del hombro del montaraz y consiguió ver una especie de esfera de piedra oscura, completamente pulida y brillante, del tamaño de un cráneo humano. En su sencillez radicaba la belleza que liberaba.
- Una de las Piedras de Ilethriel - confirmó Dálfvar. - Entonces, llegó a manos del conde Ilébrom.
- Cobra fuerza la teoría de que debió ver algo en la piedra - explicó Márdinel. - La Hermandad de la Luna Escarlata nos explicó que se lo llevaron apresado soldados de Cáladai, acusándole de sedición y traición entre otros cargos. Desde entonces, nadie se ha preocupado de levantar esa ciudad.
- Al gobierno de Cáladai le inquieta demasiado todo aquello que pone en entre dicho su gestión - intervino Dúther, indignado. - ¡Estúpido Átethor!
- No seas tan ligero vertiendo toda la culpa en Átethor, Dúther - le recriminó Dálfvar. - Es posible que él no sea consciente de nada, y que tan solo le lleguen a sus oídos aquello que otros quieren que sepan. Aunque sea distorsionando la realidad.
Dúther pareció entrar en razón y asintió secamente.
- En cualquier caso - continuó Márdinel, - tenemos la Piedra y la lealtad de la Hermandad. Vamos consiguiendo aliados.
- ¿Pero qué es lo que vio ese conde para que lo arrestaran? - preguntó Velthen, al que le extrañaba mucho que una simple revelación sin fundamento fuera motivo suficiente como para declarar a alguien traidor.
Márdinel le miró con suspicacia.
- ¿Quién se supone que eres tú? - le espetó Márdinel con impertinencia, dirigiéndole una mirada llena de desconfianza a él y al huargo, que no dejaba de gruñir. Velthen se quedó parado.
- Es Velthen, el hijo de Vérdonuil - respondió con cierto aire de reprobación Dúther. - Muestra más respeto por uno de los nuestros.
Márdinel enarcó una ceja, sorprendido.
- ¡Vaya! - exclamó con socarronería. - El hijo perdido del Lobo Blanco ha regresado a casa.
La tensión entre Márdinel y Velthen se podía cortar con una daga.
- Pues bienvenido a Lagoscuro, chico - la voz del joven montaraz era dura y mordaz. - Imagino que, por si aún no te has dado cuenta, ya sepas que forjar una espada no es lo mismo que empuñarla, herrero. Y que el hecho de haber nacido del vientre de una Onai no te otorga nuestra destreza, nuestro conocimiento y nuestra vida.
Velthen, pese a no mostrarlo exteriormente, se sintió abatido ante las palabras de Márdinel. Tenía razón. Él era el hijo adoptivo de un herrero, por mucho que su padre hubiese sido un gran guerrero y líder. Su vida no había tenido nada que ver con los montaraces ni con Lagoscuro. No era uno de ellos.
- ¡Basta ya, Márdinel! - le reprendió Dúther. - No tengo tiempo para tus impertinencias y tu arrogancia. Hay asuntos más importantes que requieren nuestra atención.
Márdinel apartó la mirada de Velthen con descaro mientras que este luchaba contra la tentación de darle un puñetazo a ese soberbio montaraz. Dúther le dio el pergamino al joven capitán.
- Debemos decidir ya qué debemos hacer.
- No podemos contar con Onun - sentenció Dálfvar, frunciendo sus espesas cejas. - Haoyu habrá caído y puede que Iyurin comparta su destino. Iyúnel es prisionera allá en el Valle de Rumm. Está claro que no podemos dejar a Onun sin soberano. Sería un problema para todos y un duro golpe para sus gentes.
- Hay que salvar a la princesa - la voz de Velthen se hizo hueco entre los murmullos de los presentes. Todos se le quedaron mirando.
- ¿Crees que es sencillo llegar hasta el Valle de Rumm, herrero? - le espetó Márdinel. - ¿Te piensas que es un paseo como el que tú has dado desde tu aldea hasta aquí?
Velthen le fulminó con la mirada, empezaba a cansarse del tono que estaba utilizando con él.
- Si tienes una idea mejor, proponla - le contestó Velthen, sin apartar sus ojos de los del capitán, desafiándose.
- Velthen está en lo cierto - le apoyó Dálfvar, que se situó entre Márdinel y él, escrutando el rostro del montaraz. - No podemos prestar ayuda a Onun, pues no llegaríamos a tiempo, y dados los acontecimientos que ha sucedido en Theadurion no es recomendable que los montaraces salgan a la luz, o podrían empeorar las cosas. Nuestra prioridad es la princesa Iyúnel.
Márdinel bajó la mirada, resignado a no poder rebatir la decisión.
- Sea así pues - sentenció Dúther. - Márdinel, prepara la marcha. Tú serás uno de los que parta.
El capitán asintió, sin decir palabra.
En ese momento, se escuchó un cuerno. Era una señal de aviso. Todos se quedaron desconcertados, pero aún más cuando vieron aparecer corriendo a toda prisa a Ectherien, espada en mano.
- ¡Nos han seguido! - exclamó casi sin aliento. - ¡Han seguido nuestro rastro desde Thondon!
Velthen se sintió aturdido y confuso. ¿Les habían seguido? ¿Quién? Hubiera jurado que durante su marcha no había advertido la presencia de nadie.
- ¿Nos han rastreado? - Dálfvar parecía preocupado. - ¿Cómo?
Los ojos de Ectherien expresaban con claridad su preocupación.
- Varelden - su voz se ahogó al decir esta palabra.
- ¡Maldición! - exclamó Gálhad, desenvainando su espada. - ¡Elfos oscuros!
Nunca antes Velthen había experimentado una sensación de terror tal y como en ese momento. Los elfos oscuros eran los seres más perversos y despiadados de los que había oído hablar. Se decía que ningún mortal era rival para ellos, y que tan solo los altos elfos podían comparárseles como combatientes. ¡Y estaban merodeando Árnor! ¿Por qué les habían seguido?
- Ha sido un error traer a Velthen aquí - le dijo Ectherien a Dúther. - Os he expuesto a todos.
- Desde luego - murmuró entre diente Márdinel.
- No, no pienses eso - trató de tranquilizarle Dúther. - Has hecho lo correcto. El muchacho debía venir aquí y conocer la verdad.
- ¡Espera, espera! - interrumpió Velthen agitado. - ¿Qué quieres decir? ¿Qué esos elfos oscuros me buscan a mí?
El huargo blanco se giró hacia la entrada del bosque y aulló con fuerza, sobresaltando a todos. Había olido la presencia de los enemigos.
- ¡Bravo, herrero! - se burló Márdinel. - Nos has traído la desgracia.
- ¡Pues si voy a resultar ser un problema, puedes entregarme, capitán! - Velthen se encaró con el joven montaraz.
- ¡He dicho que ya basta! - rugió Dúther, que comenzaba a perder los nervios. - ¡No voy a consentir que perdamos más tiempo con estas absurdas riñas! Gálhad, prepara las defensas y alerta a los hombres para que estén preparados para entrar en combate.
- De acuerdo - y dicho lo cual, Gálhad salió disparado como una flecha, dando órdenes y seguido por varios montaraces.
- Unos simples sonajeros ululando no bastarán para detener a los varelden - opinó Márdinel, meneando la cabeza.
- Ese ahora no es tú problema - le puntualizó Dúther. - Debes marchar hacia el Valle de Rumm y localizar a la princesa Iyúnel.
Márdinel se volvió, con mirada suplicante.
- Por favor, Dúther - casi parecía implorar. - Deja que me quede y que luche por mi pueblo y mi hogar. No me mandes a cazar ogros.
- Yo iré - soltó Velthen como un latigazo. - Yo iré a buscar a la princesa.
Márdinel soltó una carcajada.
- Quizá no sea tan mala idea entregarte a los varelden.
- Los elfos oscuros me persiguen a mí y debo abandonar Lagoscuro u os convertiré en su objetivo. No tengo donde ir, y no podemos confiar en nadie.
- Lo único que vas a hallar es una muerte segura, herrero.
- ¿Y acaso no estoy muerto ya? Los elfos oscuros me cogerán. ¿Acaso existe alguna ciudad que me vaya a alojar sabiendo quiénes son mis perseguidores? No, nadie lo hará. Y si he de morir, prefiero hacerlo intentando ayudar que como un animal acosado. De modo que yo iré.
Las palabras de Velthen fueron seguidas de un silencio empañado por los cuernos de alarma. Ectherien miró a Dúther y habló con contundencia.
- Querías una pequeña compañía para rescatar a la princesa de Onun, y ya la tienes. Velthen y yo partiremos con Márdinel hacia el Valle de Rumm. Yo estoy con él.
- ¡No es un montaraz como nosotros, Ectherien! - le reprobó el joven capitán. - ¡Solo conseguirá retrasarnos y que nos maten!
Dálfvar rió sordamente y dio un paso al frente, situándose al lado de Velthen.
- Creo que mi joven amigo necesitará de un viejo cascarrabias para tirarle de las orejas en caso de que eso suceda, Márdinel. Yo también iré.
El huargo blanco, que ahora les miraba con atención, pasó su cabeza por la mano de Velthen, suplicando una caricia, y aulló de forma entrañable.
- Y creo que tu peludo amigo tampoco quiere que nos olvidemos de él - rió el mago.
Dúther se quedó un momento pensativo, intentando decidir con rapidez. Aunque parecía que todo estaba bastante claro.
- Sea así - sentenció. - Partiréis de inmediato mientras nosotros tratamos de entretener a los varelden. Id a la armería y a la despensa y disponed de lo que necesitéis. Os espera un largo camino. Podréis seguir los pasos de montaña del Ered-Durak dirección norte, y más adelante encontraréis otro paso desde donde divisaréis ya el Valle de Rumm. Que los vientos os sean favorables y que el destino sea clemente con vosotros. Ahora, marchad.
Velthen no sabría cómo describir la sensación que le recorría todo su cuerpo, como si de una gran riada se tratase. Durante toda su vida siempre había deseado poder vivir una aventura, una gran hazaña digna de los antiguos poemas y canciones de los bardos. Algo en él se agitaba. Pero no sabía si era temor ante el inexorable peligro o la emoción previa a aquella empresa. No lo sabía. Tan solo estaba seguro de una cosa, la única que le importaba en ese momento: Estaba escribiendo su propia historia, y ya nada en su vida volvería a ser igual.