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Hermanos y enemigos.

 

 

   Pese a haber atravesado las montañas, el viento traía consigo el salino aroma del Mar del Crepúsculo, ese frescor que llenaba los pulmones y reconfortaba.  Había pasado mucho tiempo desde que Mathrenduil lo sintiese por última vez. Era la fragancia de su legítimo hogar, su legítimo reino.

   El desembarco y toma de la playa norte de Asuryon había sido una victoria que se recordaría en mucho tiempo. Consiguieron masacrar a los incautos atelden que pretendían grabar sus nombres en el libro de los héroes, y habían conseguido un trofeo que poder exhibir orgullosos: El capitán de los Primeras Espadas, Elebrian.

   Las heridas que el imprudente y arrogante atelden había recibido, no eran nada en comparación a las torturas que le habían infligido. Los Heshálimaeth de Mathrenduil le azotaron, le aplicaron venenos, no le dieron agua y le despojaron de su armadura y su espada. Como guinda del pastel, Elebrian había quedado ciego, y no habría magia ni curas capaces de devolverle ese sentido. El rey de Undraeth se regocijaba en ello. El único prisionero al que se le había perdonado la vida, aunque ésta se hubiera convertido en peor castigo que la muerte misma.

   Apostado en una pequeña loma, Mathrenduil miraba al frente. Ante él, se extendía un enorme prado, llano, de un par de kilómetros de distancia. Al fondo se alzaba majestuosa y orgullosa la Torre Blanca de Nión, hogar de los sabios y videntes de Asuryon. Ese era su próximo objetivo. El rey de los varelden sabía que, si conseguía que aquella plaza cayese, los atelden recibirían un duro zarpazo. Pero no sería fácil.

   No solo los esperaban los Primeros Espadas, que eran letales adversarios. Una magia ancestral y poderosa, mucho más antigua que la propia Tierra Antigua, protegía aquellos muros nacarados, que parecían refulgir con una luz irisada. Por eso, su ejército no se había abalanzado sobre ellos, y permanecían allí, en el comienzo del prado, aguardando. También ésa era la razón por la que no había mandado a su dragón Máglor a arrasar con su devastador hálito la Torre de Nión. Sabía que en aquel punto se encontraría con un rival poderoso, cuyas artes solo podía superar la mismísima Élennen. Y no era otro que Celdan, el valido y ministro de los videntes. Si alguien sabía de la existencia de Máglor y conocía cómo acabar con él, ese era Celdan. Resultaba irónico temer más a un místico que a un bravo guerrero como era Célestor el Invicto, o el propio Elebrian. De modo que no quiso arriesgase a caer en las sutiles garras del valido, ni él ni su dragón. Podía prescindir de muchos de sus soldados, pero de su dragón negro, no. Le había costado mucho encontrar el cuerno de dragón con el que lo despertó allá en Ered-Cindul, tras localizar aquel poderoso artefacto en la Ciénaga del Olvido. Era demasiado valioso como para arriesgarse a perderlo.

   - Mi señor - la voz de Dágorth se escuchó a su espalda. - El prisionero está preparado.

   Mathrenduil dibujó en su marcado rostro una gélida sonrisa.

   - Devolvedle a esta tierra a uno de sus hijos - ironizó el rey varelden, sin girarse siquiera. Dágorth asintió y se dio media vuelta.

   Mathrenduil no había elegido esa posición tan solo por ver Nión o por pura estrategia. Lo había hecho porque desde allí podría ver el humillante espectáculo donde Elebrian iba a ser el gran protagonista. Pronto se escuchó a las tropas agitarse, una extraña mezcla de risas sarcásticas, voces de mofa y golpes de espadas contra escudos. El motivo de aquella algarabía no era otro que el propio Elebrian atado de pies y manos a un caballo, que se precipitaba al galope hacia Nión, y completamente desnudo. El cuerpo del atelden dejaba en evidencia los signos de la hospitalidad con la que Mathrenduil le había obsequiado.

   En aquel momento, el rey de los varelden hubiera dado cualquier cosa por ver la cara de Celdan, de los videntes y de los Primeros Espadas cuando recibieran a su capitán moribundo, ciego y humillado. No tendría precio poder observar sus reacciones nerviosas, sus caras de pánico, leer en sus ojos la desesperanza. Ahí les enviaba el ejemplo de lo que le podía suceder a quien osara interponerse en su camino. Más les valdría hincar la rodilla y reconocerlo como lo que realmente era: el legítimo rey de Asuryon.

   Se bajó de la loma, con la intención de dar las oportunas instrucciones a las tropas, que consistían, básicamente, en esperar la reacción enemiga. Confiaba en que Elebrian fuera una razón lo suficientemente convincente. Pero pronto los pensamientos del rey de los varelden darían un giro inesperado.

   Escuchó como una especie de murmullo general que producían sus soldados, en especial los de las primeras filas. Cuando lo vieron, un silencio sepulcral reinó, acompañado de miradas inquietas y nerviosas, todas dirigidas a él. Algunos cuchicheaban y otros trataban de evitar mirar directamente a Mathrenduil. Algo había pasado.

   Justo delante de la primera fila, estaba Dágorth, con el semblante tenso, indeciso. Tenía una especie de caja de madera, de tamaño medio, de color oscuro que sujetaba con ambas manos. Cuando sus ojos se encontraron con los de Mathrenduil, revelaron una inquietud que no era propia de su capitán.

   - ¿Qué sucede? - espetó Mathrenduil contrariado ante aquella extraña actitud generalizada.

   Dágorth vaciló un instante antes de responder.

   - Mi señor - dijo con la duda tiñendo su voz, - ha llegado un cuervo desde Mezóberran, de vuestra madre.

   Los ojos ambarinos de Mathrenduil se empequeñecieron y escrutaron el rostro de Dágorth.

   - Dame el pergamino - dijo, extendiendo su grisácea mano.

   Cuando su capitán le entregó el rollo de papel lacrado, Mathrenduil notó que su mano temblaba y estaba empapada en sudor frío.

   Miró el sello. No había duda, el sello era de su madre. Abrió con cierta ansiedad el lacrado pergamino y lo leyó. Decía:

   “Mi querido y dulce hijo,

   Te escribo estas líneas con mucho pesar en mi corazón, pero creo conveniente informarte de lo acontecido, dadas las circunstancias.

   Como información, te diré que ya me he reunido con el líder arjón, Sártaron, y que el avance hacia los reinos de los hombres ya ha comenzado. Según tengo entendido, los primeros enfrentamientos en la Garganta Negra ya han sucedido, y pronto el primero de los reinos mortales, Onun, caerá.

   Pero más allá de darte un parte militar y estratégico, ya sabes lo mucho que me aburren tales asuntos, escribo esta misiva para darte una triste nueva.

   Hace ya varias semanas que nuestra querida y fiel Náwing ha desaparecido. La enviamos en misión de reconocimiento a Cáladai y nada más hemos vuelto a saber de ella. Solo espero que se encuentre bien y que no se demore en dar señales de vida. Pero he creído conveniente que lo supieras, tan solo por mantenerte informado.

   Sé lo profundamente que la amas, e imagino que tu preocupación será considerable, pero he preferido decírtelo y no ocultarte mi inquietud y preocupación la respecto. Me sentiría fatal ocultándote algo así. Los hombres son crueles, y el odio que nos proyectan, alimentado por los ladinos atelden, me hacen sospechar que tienen a Náwing prisionera. Solo espero que me equivoque y que ningún mal haya caído sobre nuestra pequeña y amada bruja. Sabes que me es indispensable, y que reverencio sus artes y su saber.

   Espero no haberte preocupado, pero era justo que tú lo supieras. Si existen novedades al respecto, no dudes de que las compartiré contigo.

   Te quiero mucho, mi bien,

   Mórgathi, Reina Bruja de Undraeth.”

   Un escalofrío muy típico de los mortales recorrió la espalda de Mathrenduil. Pero no por las palabras que le había escrito su madre, siempre preocupada por él, más bien era por un presentimiento. Un presentimiento que le hizo desviar su atención a la caja que sujetaba el vacilante Dágorth. Solo esperaba que, esa afinada intuición suya, le llevara a equívoco.

   - ¿Qué es eso? - la voz de Mathrenduil sonaba casi jadeante, como si hubiera librado una gran batalla.

   - Nos han entregado esto para vos, mi señor - dijo con tono entrecortado. - Viene de Cáladai.

   Violentamente, Mathrenduil arrancó la caja de las manos de Dágorth, que procuraba evitar la mirada de su soberano. Pesaba un poco, y en su interior rodó algo que chocó contra las paredes del receptáculo. Hubo un instante en el que el rey varelden dudó. No sabía si quería conocer el secreto que en esa caja se guardaba. Al fin, abrió la tapa y un hedor nauseabundo emanó de ella. En su interior, y como si de una grotesca provocación se tratara, se encontraba la cabeza demacrada de Náwing. Su Náwing…

   Los débiles mortales habían cometido un error. Habían cometido la temeridad de provocarlo de aquella forma tan bárbara, tan soez. No se habían contentado con decapitar a la bruja con la que tantas noches había compartido. No… Ahora le mandaban su cabeza cercenada, a modo de burla. ¡Se burlaban de él unos miserables mortales!

   Sintió que su cuerpo era como un volcán apunto de erupcionar, y la lava era su ira. Sus dedos, temblorosos, rozaron las mejillas frías de Náwing. Era irónico pensar en el don de la inmortalidad propia de los elfos cuando observabas los restos de uno de los tuyos, se decía Mathrenduil. Despacio, cerró la caja, y la depositó en el suelo. Venganza, gritaba su mente. Venganza. Dirigió una lúgubre mirada a Dágorth, el cuál sin duda sabía del contenido de la caja, y después le dijo pausadamente:

   - Prepara las naves. Rumbo Mezóberran. Marcharemos contra Cáladai junto con los arjones y borses. Deja un pequeño contingente para que hostiguen Asuryon hasta mi vuelta. Tengo una cuenta pendiente con los hombres.

 

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   - ¡Atención! ¡Algo se acerca rápidamente atravesando el prado! - uno de los arqueros atelden, apostados en los muros de la Plaza de Nión, puso en alerta a los presentes.

   Resultaba un tanto extraño observar al fondo el grueso del basto ejército de Mathrenduil, y que éste en su lugar mandase a uno solo de sus hombres. Posiblemente fuese una estratagema. Un emisario enviado para pactar la rendición de la Torre de los Videntes. Quizá pondrían como condición, para perdonar la vida al resto de elfos, entregar a Celdan. Pero no estaban dispuestos a negociar con los varelden.

   - Preparad las flechas para una descarga - dijo uno de los capitanes allí presentes. - Cuando estemos seguros de que es uno de ellos, le abatimos sin contemplaciones.

   Los arqueros colocaron las flechas en los arcos y tensaron las cuerdas, con la vista fija en el corcel que ya conseguían identificar. En la grupa llevaba montado a alguien, pero cabalgaba de una extraña forma. Más que montar a la bestia, parecía que ésta lo llevaba de fardo.

   Cuando montura y jinete estaban lo suficientemente cerca como para distinguirlos, el capitán de los arqueros dio la orden de no disparar contra ellos. Aquel individuo no era un elfo oscuro, quedaba claro por el color de su piel y pelo, y parecía estar amarrado al caballo, como si estuviera herido. ¿De qué se trataba? ¿De una trampa? ¿Desde cuándo Mathrenduil soltaba rehenes?

   Mientras los atentos arqueros miraban desde lo alto del muro de Nión, Celdan accedió a una atalaya, interesado por saber a qué debía tanta expectación. Se asomó por una de las pequeñas ventanitas y trató de escrutar al desconocido y su montura. El sujeto, efectivamente, estaba atado de pies y manos a la bestia, que relinchaba inquieta. En su espalda estaban trazadas, como los garabatos de un niño, varias rojeces producto de latigazos y demás golpes. Lo habían torturado, y Mathrenduil lo mandaba como ejemplo. Eso sería lo que les sucedería a aquellos que no se arrodillasen ante él.

   Observaba con atención al herido, mientras una pareja de los Primeras Espadas bajaban para averiguar de quién se trataba. El nombre que escuchó le sacudió como un latigazo.

   - ¡Es Elebrian! - gritó uno de los dos soldados elfos mientras le quitaban las ataduras. - ¡El capitán Elebrian está malherido!

   Malherido era una palabra que no se ajustaba a la realidad. La que mejor encajaba era moribundo o algo muchísimo peor.

   Celdan se precipitó escaleras abajo hasta llegar al patio, donde unos fastuosos jardines con inmensos árboles de corteza grisácea flanqueaban el blanquecino empedrado. Llegó justo cuando el portón se cerraba.

   - Apuntaladlo - ordenó el valido, acercándose a Elebrian al que habían tumbado en el suelo. - No podemos fiarnos de las defensas de que disponemos aquí, ni de las artes de Mathrenduil.

   Se arrodilló ante el maltrecho cuerpo desnudo del capitán de los Primeros Espadas. De sus ojos, quedaba un rastro de sangre seca, y múltiples cicatrices en carne viva le recorrían el torso y la espalda. Celdan se quitó su capa y la puso encima del pobre desdichado.

   - Elebrian - su voz sonó excesivamente calmada, dadas las circunstancias. - Escucha mi llamada - le puso una mano en la frente.

   Parecía muy débil, y tenía el dolor grabado en su rostro, pero mantenía una respiración constante y pausada, como si hubiese entrado en un profundo sueño plagado de horribles pesadillas.

   - Regresa de las sombras, Elebrian - insistió el vidente, pero el capitán no mostraba signos de mejoría. - Le han herido con hojas de Undraeth, emponzoñadas y hechizadas por las brujas de Mórgathi. No podré despertarlo. Debo llevarlo con la reina.

   Los soldados y videntes que estaban allí le miraron sorprendidos. ¿Cómo podía pensar en abandonar Nión a su suerte justo ahora que Mathrenduil y sus tropas amenazaban con irrumpir violentamente?

   - Mi señor Celdan - dijo uno de los Primeros Espadas con voz queda. - Estamos a punto de ser invadidos. Las huestes varelden están congregadas a un par de escasos kilómetros de nosotros, y, aunque yo también me siento afligido por el capitán Elebrian, debemos prepararnos para el inminente ataque.

   Celdan levantó la vista y dirigió una profunda mirada al soldado elfo.

   - Olvidaos de la contienda - sentenció. - Abandonamos Nión de inmediato.

   Aquellas palabras sonaron casi a fantasía. La Torre de Nión y su plaza nunca habían caído, ni siquiera en lejanos tiempos oscuros cuando Mathrenduil llegó a poner el jaque a la propia Válindel, acabando con la vida del rey Fígolas. Siempre había resistido, y ahora… ¿Abandonarla?

   - ¿Debemos entregar al enemigo un lugar colmado de sabiduría y secretos tan solo por salvar a uno de nuestros soldados? Ni siquiera estamos seguros de que pueda resistir todo el viaje hasta Válindel - opinó contrariado uno de los videntes.

   Celdan le dedicó una severa mirada llena de reproche.

   - Trata de escarbar un poco más hondo, y hallarás en las profundidades respuestas que oculta la superficie - le dijo vehementemente, mientras sujetaba con ambas manos la cabeza de Elebrian. - A veces es mejor recuperar al aliado caído que reponerlo por otro con más vigor, pues no existe mayor enemigo que el que un día derrotaste y no diste muerte.

   Daba la sensación, por el gesto de incredulidad en los rostros de los presentes, de que nadie le entendía. Tanto mejor. Las lecturas del destino no estaban hechas para todos. Bastaba con que le obedecieran sin rechistar. Celdan sabía que la batalla no se libraría en Nión, no debían preocuparse. Ahora la prioridad era salvar a Elebrian. Y el tiempo corría en su contra.

   Rápidamente, los Primeros Espadas comenzaron a dar órdenes para procurar algún medio con el que transportar a su capitán hasta la capital de Asuryon. Los sabios y videntes subían y bajaban de la torre de forma apresurada, portando con ellos aquellos artefactos, manuscritos, libros y demás material que consideraban lo suficientemente valioso como para salvar. Celdan solo preparó su cayado, su espada y aquellos legajos ancestrales que recogían la Profecía. No necesitaba más.

   Se asomó por el amplio balcón que disponía en sus estancias privadas, e inspiró el fresco aire con los ojos cerrados, para luego abrirlos mientras lo expulsaba. Ante él se extendía el verde prado que conducía hasta las montañas del norte de Asuryon y, tras ellas, el mar. Justo donde acababan los abruptos acantilados y comenzaba el llano, estaba el ejército varelden. Consiguió intuir en lo alto de una colina, y como si de una antiquísima efigie se tratase, el enorme cuerpo negro del dragón que acompañaba a Mathrenduil. Élennen estaba en lo cierto. La búsqueda en la que Thil Ganir se iba a embarcar, no sería en vano.

   Se dio media vuelta, ignorando por completo el peligro que se cernía sobre ellos. No le sorprendía nada de lo que estaba aconteciendo, y no se sentía intimidado por la presencia del rey varelden ni de su majestuosa montura. Ahora la prioridad era Elebrian. Era vital que sobreviviera.

   Cuando bajó de la torre, se dio media vuelta para admirar su magnificencia. Era como una aguja de nácar y plata, más estrecha en su parte alta (coronada con una almenara que siempre ardía, en representación del fuego eterno del Fénix), y más ancha en su parte media, donde albergaba las dependencias comunes, la biblioteca y archivos, dividido en dos niveles. Estos se comunicaban, mediante dos puentes, con la estilizada torre de astronomía y con la de los Primeros Espadas, donde estaban sus aposentos y la armería. El tercer nivel, y más bajo, era el patio, rodeado de una blanca muralla circular y un torreón vigía. Una plaza tan bella no podía ser mancillada por los varelden.

   Mientras observaba la torre, un Primer Espada se acercó a Celdan.

   - Mi señor Celdan - dijo, - parte de las tropas enemigas se retiran.

   Aquello no parecía haberle sorprendido en absoluto. Se limitó a alzar la mirada al cielo, justo cuando una enorme sombra se cruzó como una oscura nube. Al instante, desapareció. Celdan esbozó una tenue sonrisa al adivinar que aquello había sido el dragón negro de Mathrenduil. Se marchaban, tal y como él intuía.

   - ¿Mi señor? - la voz de soldado atrajo de nuevo su atención. - ¿Preparamos las defensas o preferís que ataquemos, dado que su número ha menguado?

   El valido de los videntes dirigió su mirada a la torre de los Primeros Espadas. Ya bajaban a Elebrian, en una especie de camilla y preparaban el carro donde transportarlo. Le habían cubierto el cuerpo con una túnica blanca.

   - No - contestó sereno Celdan. - Seguiremos con lo previsto. Abandonamos Nión y partimos hacia Válindel.