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Asesino de reyes.
Una fina y fría llovizna comenzó a caer en la Garganta Negra. Seguramente, hubiera resultado menos molesta si el viento no soplara con tanta fuerza, convirtiendo cada pequeña gota en una diminuta aguja que parecía clavarse en la piel. Realmente incómodo, no cabía duda, pero aquel era el marco perfecto para poner punto y final al conflicto con los ónunim, aniquilándolos a todos, incluido su rey.
Lédesnald pensaba así. Ya se habían demorado bastante, entreteniéndose con los jueguecitos que planteaba Haoyu. Pero su señor Sártaron estaba de camino, y no estaba dispuesto a que se mofaran de él. Ese día se iba a librar la última batalla en el paso, y golpearía con toda la fuerza de su ejército. Incluso él mismo, junto con Órgalf, marcharía en primera línea contra los insensatos guerreros de Onun. Era algo personal, y quería darse la satisfacción de rebanarle el pescuezo al presuntuoso Haoyu. Ya había aguantado su prepotencia suficiente. Y no lo iba a consentir más.
Se giró con altanería y miró a sus hombres. Las tropas mixtas de arjones y borses estaban preparadas para caer sobre el enemigo con todo el peso de su potencial bélico. Eran muchos, demasiados. Los ónunim no podrían aguantar defendiendo su posición, les aventajaban por siete a uno. Y deponer las armas tampoco valdría de nada. Lédesnald estaba sediento de sangre, y quería saciarse.
- El sol se oculta teñido de rojo - le dijo Órgalf, señalando más allá de las montañas. – En esta hora se verterá mucha sangre.
Lédesnald se volvió y miró de arriba abajo al enorme señor de la guerra borse, con cierto desdén.
- Se teñirá algo más que el sol de rojo, te lo aseguro - contestó Lédesnald, volviendo a mirar al paso de montaña. - Mancillaremos esta tierra con las entrañas de los ónunim. La hierba no volverá a crecer aquí.
Incluso Órgalf sintió una punzada de miedo ante las siniestras palabras del arjón. Todo el mundo sabía lo cruel y sanguinario que era Lédesnald, rumoreándose que alguna vez había llegado a matar por meta diversión, sin importarle que fuera amigo, enemigo, prisionero, hombre libre o desarmado. Infundía terror entre sus propias filas, y los borses, demasiado supersticiosos y desconfiados, le mencionaban como si de un demonio se tratase. Y él era consciente de esto. Y le gustaba.
- ¡Atención, alguien viene!
La voz de alarma de uno de los borses que montaban guardia en la Garganta Negra los puso en alerta. Cogieron sus armas y se prepararon para el combate. Todos menos Lédesnald que, cruzado de brazos, esperaba impasible ver quién era el loco que se atrevía a atacarlos en su terreno.
Poco a poco, la sombra oscura e informe que avanzaba hacia ellos por el paso de montaña fue fácilmente reconocible. Ahí estaba el bravo rey Haoyu hijo de Haongel, montado en su oso de combate. Montura y jinete se presentaban ataviados con sus armaduras, rigurosamente ceremonioso. Lédesnald no pudo ocultar una sonrisa de cinismo. Hizo un gesto a sus hombres para que le dejaran pasar.
El rey de Onun se acercó con porte serio, noble, como el gran señor que se le presuponía. Miraba fijamente a Lédesnald desde la altura que le confería su montura. Aquellos ojos glaciales del anciano no daban muestras de sentimiento alguno. Parecía esculpido en piedra.
- De nuevo te presentas ante mí, Haoyu - dijo sin borrar su sonrisa ladina Lédesnald. - Pero creo que las cosas han cambiado un poco desde la última vez.
- Vengo a ofrecerte un trato - le espetó sin más el rey.
Lédesnald se puso una mano en la boca, ironizando teatralmente un gesto de sorpresa por parte suya. Las tropas se rieron.
- ¡Vaya, un trato! - se mofó el señor arjón, girándose hacia sus hombres. - Si no recuerdo mal, fuimos nosotros los que os ofrecimos un trato. Y, quiero que me corrijas si me equivoco, lo rechazasteis y nos insultasteis. ¡Cómo cambian las cosas cuando uno está a punto de morir!
- ¿No eras tú el mismo rey que presumía de poder vencernos? ¿El mismo que me dijo que nos aniquilaría?
Haoyu giró con brusquedad la cabeza hacia Órgalf y le dedicó una mirada que dejaba claro el poco respeto que sentía hacia él.
- Y hubiera sido así - señaló elevando la voz el rey de Onun - de no haber llegado en vuestra ayuda el arjón y sus tropas. Deberías estarle eternamente agradecido, porque ahora mismo podrías ser tan solo la carroña que alimenta a los cuervos.
Como un resorte, Órgalf desenvainó su enorme espada.
- ¡Baja de ese oso inmediatamente, viejo bastardo! - estalló rojo de ira.- ¡Baja de una vez y demuéstrame lo hombre y valiente que eres!
Lédesnald soltó una carcajada, parecía divertirle aquel espectáculo gratuito que le brindaban tanto el rey de Onun como el señor de la guerra borse. Le puso una mano en el hombro a Órgalf, intentando tranquilizar al enojado bárbaro.
- ¡Pero Órgalf, amigo mío! - frivolizó Lédesnald. - Si el rey tiene razón. No deberías enfadarte tanto, y quizá deberías recordar que la única derrota que hemos sufrido aquí ha sido por tu culpa.
Órgalf temblaba de rabia. Ahora miraba de forma amenazante al arjón.
- ¿Te atreves a decir que…?
- Sí, me atrevo - le cortó tajantemente Lédesnald, que comenzaba a aburrirse con aquel tema. - Y reza porque no me atreva a contárselo a nuestro señor Sártaron, porque quizás él también se atreva a hacer ciertas cosas contigo.
Órgalf no dijo palabra. Le habían humillado y no tenía réplica posible. Bajó la mirada y un incomodó silencio se extendió.
- Di qué clase de trato has venido a ofrecernos - al fin, Lédesnald rompió la tensión dirigiéndose a Haoyu.
- Los dos sabemos que hoy todo llegará a su fin - habló el rey de Onun con el semblante serio y digno. - Y los dos sabemos que hoy moriremos.
- Permite que te corrija: Eres tú el que sabe que hoy va a morir. Mis intenciones son otras.
- También sabemos que esto se ha convertido en una cuestión personal - continuó, haciendo caso omiso de la interrupción de Lédesnald. - Te ofrezco mi vida. En este momento. He venido solo, y estoy dispuesto a arrojar la espada a tus pies si tú, en cambio, dejas que mis hombres se marchen.
- ¿Estás pidiendo que les perdone la vida a cambio de la tuya?
- Así es.
- ¿Y qué te hace pensar que tu vida me interesa tanto como para mostrar clemencia por aquellos que han matado a varios de mis hombres?
- Los dos sabemos que me quieres muerto.
Lédesnald volvió a sonreír. Le gustaba aquella situación. Ahora era él el que tenía la sartén cogida por el mango, el que podía exigir. La mera idea de poder rajarle la garganta a Haoyu en ese mismo instante, le resultaba estimulante. Pero debía conservar la calma. Había otras formas mejores de disfrutar matando al rey de Onun.
- ¿Y qué sucederá si no acepto? - preguntó con aire misterioso.
- Matadme ahora y podréis pasar libremente por Onun - explicó serenamente Haoyu. - Si me dejas marchar, plantaremos cara como hasta ahora lo hemos hecho. Podréis vencernos, sí, pero sufriréis un importante número de bajas. Tú decides, arjón. O me matas ahora y cruzas con tus tropas intactas, o nos vemos en el campo de batalla.
Lédesnald rompió a reír ante la atónita mirada de Haoyu, Órgalf y sus hombres. Le resultaba cómico ver en esa situación al rey. Le estaba proponiendo ganar o ganar. Pero ahora bien, ¿cuál era la forma más gratificante de conquistar la victoria? Parecía claro.
- Eres realmente gracioso, Haoyu - bromeó cruelmente. - Empiezo a pensar que quizás tú y tu familia sois el legado de una larga estirpe de bufones o bardos. Eres realmente divertido.
- No he venido aquí a que me insultes, he venido a…
- ¡Cállate! - de pronto, el humor de Lédesnald parecía haber cambiado. - Eres tú el que ha venido a insultarme. ¿Realmente crees que soy tan estúpido como para dejar marchar a tus hombres, y que campen por Onun con toda libertad? ¿Crees que no sé que me emboscarían, que tratarían de hostigarnos como en una guerra de guerrillas? Sé lo que pretendes, Haoyu. Quieres sacrificarte para que tus supervivientes puedan huir y unirse al bastardo de tu hijo allí donde se oculte. ¿O es que pensabas que no me había dado cuenta de la ausencia de tu hijo y heredero? Sé que está esperándonos, en la retaguardia. Y no pienso consentir que disponga de más hombres, te lo prometo.
Haoyu ahora sí parecía afectado. El sereno rostro del rey ahora mostraba su nerviosismo y su crispación. De modo que era eso… Pretendía engañarle con un dulce. Pues se había equivocado de persona.
- Te diré lo que voy a hacer, Haoyu hijo de Haongel - continuó Lédesnald, regodeándose con el control de la situación. - Te voy a dejar marchar, y que prepares a tus hombres. A continuación, llevaré mis tropas al completo hacia la batalla, y allí te mataré, dándome la satisfacción de segar tu vida en mitad de la refriega. Cuando tú y tus hombres solo seáis un eco en el olvido, arrasaremos tu reino, mataremos a cada hombre, mujer y niño. Luego nos encargaremos de tus hijos, sometiendo a una cruel tortura al noble Iyurin. Y con la bella Iyúnel… Bueno, Haoyu, te prometo que disfrutaré con ella hasta saciarme, y que le daré una muerte rápida cuando me aburra de ella. ¿Qué te parece mi respuesta a tu trato?
Los ojos de Haoyu brillaban de rabia y odio, no podía ocultar el desprecio que sentía hacia el Señor de la Guerra.
- En ese caso - dijo el rey de Onun, antes de darse la vuelta para volver por donde había venido, - hoy moriremos los dos.
Una vez Haoyu hubo desaparecido por el oscuro paso, Lédesnald se giró hacia Órgalf.
- Que se preparen también tus jinetes - le ordenó vehementemente. - Vamos a movilizar a todos nuestros efectivos. No quiero vencerlos, quiero aplastarlos.
Sin dilación, el señor de la guerra borse obedeció las órdenes de Lédesnald. Él también parecía ansioso por entrar en acción y vengar aquella humillante derrota sufrida. Al fin y al cabo era un bárbaro borse, un brutal y fiero guerrero, no un brillante estratega.
No tardó en ver toda su hueste preparada para acabar, de una vez por todas, con aquel absurdo problema que ya les había demorado demasiado. El punto final se pondría ese día, en ese momento...
Lédesnald y Órgalf iban al frente, caminado con paso firme y decidido. No esperaban encontrarse con ninguna emboscada, ya que los ónunim habían hecho gala durante toda la batalla de un gran sentido del honor y del respeto, y parecían haberse resignado a su suerte. Sería un día glorioso, y el propio Lédesnald ya saboreaba la inminente victoria. Se adjudicaría otro triunfo más y su señor Sártaron reconocería su valía. Incluso no descartaba el poder acabar usurpándole el honor de ser su lugarteniente a Zárrock. Iba a matar a Haoyu y a ofrecer su cabeza a su señor.
Tras haber recorrido casi la totalidad del angosto desfiladero, al fin vieron a la resistencia ónunim, con Haoyu en primer plano, portando su espada y su escudo. El gran oso de combate estaba a su derecha, encadenado a una gran estaca, sin dejar de gruñir amenazadoramente. Tras ellos, estaba el pequeño grupo de guerreros, algunos de los cuales presentaban vendajes y emplastos. Un grupo muy diezmado tanto por las bajas como por los heridos. Pese a todo, era admirable que plantaran cara de aquella guisa. Ni tan siquiera viendo aquello, Lédesnald sintió compasión.
Ambos bandos estaban frente a frente, dirigiéndose intimidantes y furiosas miradas. No se escuchaba nada, a excepción del viento helado que empujaba desde Mezóberran como si de una señal se tratase. El repiqueteo constante de las frías gotas sobre las armaduras redondeaba aquella extraña marcha de guerra, acelerando el corazón de los dos enemigos. Había llegado el momento de que todo fuera consumado.
De repente, un cuerno ónunim se elevó por la garganta, chocando violentamente contra las paredes montañosas, creando un eco semejante a un lamento. Una sola nota prolongada y ronca que semejaba un canto fúnebre. Haoyu elevó su espada, y con todas sus fuerzas, descargó un violento golpe sobre la cadena que mantenía al oso cavernario sujeto. El eslabón saltó con una chispa brillante y la bestia, quedando libre de su atadura, se lanzó a toda carrera contra las tropas de Lédesnald y Órgalf. Los dos señores de la guerra, al ver cómo se precipitaba el oso contra ellos, se metieron varias filas atrás.
- ¡Picas al frente! - ordenó a voz en grito Lédesnald.
Pero aquello no era suficiente como para detener el poderoso envite del oso que, además, portaba su armadura. El animal se elevaba sobre sus patas traseras y lanzaba terribles zarpazos con las delanteras, causando estragos entre las primeras filas, que le intentaban alcanzar con las picas y alabardas.
Fue entonces, aprovechando el caos sembrado por el oso, cuando los ónunim, entre gritos desafiantes, cargaron sin ningún tipo de orden sobre las tropas arjonas y borses. Resultaba increíble observar a un grupo tan pequeño y maltrecho de guerreros tratando de amedrentar a un bloque tan compacto y numeroso como eran las huestes del norte.
Haoyu de Onun y su portaestandarte, Yéngel, luchaban encarnizadamente, liquidando a cuantos enemigos se les ponían por delante. Era una hazaña que se recordaría durante siglos, y esa idea era la que más enfurecía a Lédesnald, que se abría camino entre la confusión de la batalla, buscando a Haoyu. Órgalf también luchaba, y conseguía matar salvajemente a los que se atrevían a plantarle cara.
- ¡Haoyu! - gritaba fuera de sí Lédesnald, buscando con la mirada al rey de Onun. - ¡Ven a luchar conmigo, hijo de mil padres! ¡Ven y mátame!
Al fin los ojos del arjón se toparon con los del monarca que, al verlo, no dudó en ir a su encuentro. Lédesnald se lanzó violentamente contra Haoyu, que logró desembarazarse con un rápido golpe lateral de su espada, logrando desplazar al señor de la guerra. Luego, intentó asestarle un tajo en el cuello, para cortarle la cabeza, aprovechando que Lédesnald estaba desestabilizado, pero ahora fue el arjón más rápido, y esquivó el malintencionado golpe.
Aquel combate singular era una muestra de destreza y de pundonor, donde ninguno de los dos contendientes parecía dar ventaja. A Lédesnald le sorprendía la tremenda maestría que demostraba Haoyu con la espada, pese a ser un hombre mayor. No se limitaba a rechazar sus ataques, arremetía contra su oponente con la misma facilidad que éste lo hacía sobre él.
- Te dije que hoy moriríamos los dos - le musitó Haoyu a Lédesnald, cuando ambos se encontraban espada contra espada forcejeando.
- Y yo te dije que tu cabeza adornaría mi estandarte, y que sobre mis hombros llevaría la piel de tu oso - siseó el arjón, refiriéndose a la yaciente bestia, a la que ya habían conseguido abatir.
Lédesnald empujó con fuerza a Haoyu, separándose de él. Escuchó el atronador galopar de los jinetes borses, que se lanzaron con violencia sobre los pocos ónunim que permanecían vivos. Pero el rey de Onun no parecía dispuesto a darle un respiro. En el siguiente ataque, Lédesnald advirtió que las fuerzas de su oponente habían menguado, pronto Haoyu estaría exhausto. Pero no quería confiarse, de modo que volvió a contratacar con todas sus fuerzas, obligando a retroceder al monarca.
Al fin, Lédesnald vio su oportunidad. Lanzó varios golpes que trazaban un semicírculo desde la cabeza del arjón hasta la espada del rey, que se defendía como podía. Haoyu tuvo que hincar una rodilla en la tierra, incapaz de soportar la brutal acometida. Era increíble que un ser tan físicamente delicado en apariencia como resultaba el señor de la guerra, fuera un guerrero tan diestro y poderoso. Al ver a Haoyu prácticamente rendido a sus pies, espada en alto, Lédesnald asestó un tajo por debajo de la muñeca del viejo rey, cortando la mano que sujetaba la espada. Haoyu aulló de dolor, llevándose la otra mano al sanguinolento muñón. Dirigió una última mirada de odio y aversión hacia Lédesnald, antes de que éste atravesara con su espada el pecho de Haoyu. Al retirarla, con un movimiento rápido y seco, el cuerpo del noble rey de Onun cayó pesadamente sobre el abrupto terreno.
Todo había acabado. No quedaba ni un solo ónunim de los que habían prestado resistencia vivo. Incluso Órgalf había acabado con la vida de Yéngel, en un encarnizado combate que le había costado al borse un severo tajo en el antebrazo, y que ya se afanaba en curárselo. En algo había tenido razón Haoyu: habían sufrido bajas. Pero era un precio que Lédesnald aceptaba con tal de poder acabar con la vida del rey. Ahora se había convertido en algo más que un asesino. Era un matarreyes, un regicida.
Se acercó a Órgalf, que había acabado de vendarse la herida y que lucía una sonrisa de satisfacción.
- Nuestra es la victoria - expresó con orgullo el borse.
- La victoria será total cuando asolemos este maldito pueblo - soltó con gesto airado Lédesnald, arrojando la espada de Haoyu a los pies de Órgalf. - De momento, que le corten la cabeza al cadáver de Haoyu y que la cuelguen de mi estandarte. Y la piel del oso también la quiero. Mientras hacemos recuento de bajas, que dos rastreadores intenten averiguar dónde está Iyurin y su hermana. Ellos serán los siguientes.