12
Verdades a medias.

 

 

   Todo era oscuridad. Un vacío donde no existían ni la materia ni el sonido. La nada más absoluta que jamás mortal alguno hubiera imaginado. De súbito se escuchó el aullido de un lobo, como una extraña melodía, como una marcha fúnebre que acompañaba a aquel abismo. No había duda, aquello debía ser la muerte. En mitad de la profunda oscuridad, se divisaba una luz, al principio tenue, pero que cobraba más fuerza a medida que te acercabas a ella. Una luz blanca, deslumbrante, que provenía de una espada. Una espada que giraba sin cesar. Cuando estaba cerca de ella, el acero cayó con brusquedad a un suelo inexistente, clavándose en el vacío. En ese momento, y paulatinamente, comenzó a hacerse la luz. Ahora todo brillaba con el blanquecino resplandor de la espada, la sensación de agobio iba desapareciendo. Al instante, una figura hizo acto de presencia. Parecía una mujer, era muy bella. Sus ojos eran tristes, pero su gesto denotaba la nobleza que poseía. Aquellos ojos turquesa miraban directamente, ni siquiera pestañeaban. A continuación abrió la boca para hablar, pero no entendía aquellas palabras. Era un idioma mágico, antiguo, casi musical al salir de los labios de la mujer. De repente, una fina bruma cubrió a la bella dama y se fue esfumando. ¿Realmente estaba muerto? Escuchó su nombre en la lejanía... Debía volver... Le llamaban... Velthen... Velthen... Velthen...

   Parpadeó. Ya no había oscuridad, ni resplandor. Aunque su vista estaba un tanto nublada, distinguía su cuarto. La cabeza le daba vueltas y tenía un dolor instalado en ella realmente molesto. Intentó mantener los ojos abiertos, aquello significaba un gran esfuerzo. Al fin consiguió centrar su vista, pese a las molestias que le ocasionaba la claridad.

   - ¡Velthen, hijo mío! – la voz era la de su madre. El muchacho, giró la cabeza y la vio a su lado. Él estaba acostado, reposando en su cama. El encuentro con los trasgos le habría dejado muy débil. Entonces, comprendió, no estaba muerto... Aquella visión... era solo fruto del delirio provocado por las fiebres.

   - ¡Nos tenías muy preocupados, Velthen! – su madre sollozaba de alegría. – Pensábamos que las heridas que tienes eran más graves de lo que parecían. ¡Menos mal que no ha sido así!

   Velthen se quejó sordamente al intentar incorporarse, pero su madre, siempre tan atenta y cuidadosa, le impidió que se levantara. Le acarició con ternura la mejilla y le dijo que iba a traerle un poco de sopa caliente y a avisar a su padre. Cuando la mujer salió por la puerta, Velthen suspiró y cerró los ojos. Ahora lo recordaba todo con más claridad... el bosque... los trasgos... el lobo... Sí, ahora recordaba aquella aventura insensata. El ataque de los trasgos, cuyo olor ahora recordaba con repugnancia, y aquel lobo blanco enorme. No entendía muy bien cómo había salido airoso del trance. Pero menos aún entendía cómo había llegado allí. Intentó retroceder en el tiempo en busca de alguna respuesta. Pero no recordaba nada, excepto la oscuridad sofocante en la que se sumió.

   La puerta de su cuarto se abrió de nuevo, y tras ella aparecieron su madre y su padre. Intentó de nuevo incorporarse, ahora con más éxito, aunque sintió un extraño mareo que casi le hace volver a recostarse.

   - Procura no hacer esfuerzos, Velthen – le dijo su madre mientras dejaba la sopa en una mesita que tenía al lado de su cama. – Los golpes en la cabeza son muy peligrosos y traicioneros.

   - Tranquila, madre – dijo el joven con voz cansada. – Me encuentro bien.

   Velthen miraba de reojo a su padre, que no había dicho ni una palabra. Tenía el rostro serio, casi airado, diría Velthen. Su padre no le reprochaba nada con las palabras, pero su mirada lo decía todo. El joven herrero no entendía por qué su padre podría estar enfadado con él. Al fin y al cabo, el encuentro con los trasgos fue fortuito.

   Cogió el cuenco de barro donde estaba la sopa. Tenía bastante hambre, debía haber estado inconsciente varios días, supuso. El sabor del caldo y lo caliente que estaba, reconfortaron a Velthen. Debía sentirse afortunado. Estaba vivo.

   - ¿Cuántos días he permanecido en cama? – preguntó el joven.

   - Este es el tercer día, hijo – contestó su madre, que no podía borrar la sonrisa de su boca.

   ¡Tres días! Parecía que había pasado una eternidad. Solo tres días desde aquel encuentro. En la oscuridad de sus delirios el tiempo había caminado más despacio. Sentía como si fuera un hecho muy lejano. De pronto cayó en la cuenta de un detalle que no había obviado.

   - ¿Cómo llegué a casa? – preguntó un poco al azar. - ¿Quién me trajo aquí?

   Su padre y su madre intercambiaron miradas nerviosas, como si hubiera tocado un tema que ellos prefirieran no comentar. La pregunta tampoco tenía nada de extrañó, pensó Velthen.

   - ¿Qué más te da? – soltó secamente su padre. – Estás a salvo y recuperado, con eso basta.

   - No, no basta – insistió el joven. Su padre tensó el rostro. – Quiero saber cómo pude regresar a casa. Perdí el conocimiento cuando los trasgos del bosque...

   - ¡He dicho que basta! – su padre estaba rojo de indignación. – La tontería de salir de caza por el bosque se va a acabar. Tu curiosidad casi te cuesta la vida, y a nosotros nos has dado un gran susto.

   - ¡Siempre he ido a cazar al bosque y nunca ha pasado nada! – protestó Velthen, que no comprendía la reacción de su padre. – No puedes prohibirme volver a cazar.

   - ¡Pues lo estoy haciendo! – acto seguido, se dio media vuelta y salió del cuarto. Velthen estaba sorprendido por aquella reacción. Era, del todo, desproporcionada. Se volvió a su madre, que evitaba cruzar la mirada con él.

   - Madre, por favor – suplicó el joven. La mujer se levantó de su asiento, le besó en la frente y se dirigió a la puerta.

   - Descansa, hijo mío – dijo dulcemente la mujer. – Ya tendrás tiempo para pensar, y para olvidar – dicho lo cual, desapareció por la puerta.

   Aquella situación era surrealista. Su padre se había indignado por preguntar cómo había regresado a su casa, y su madre optaba por la callada por respuesta. Velthen no comprendía nada.

   Se acabó la sopa y dejó el cuenco en la mesita. Aquello le había servido de reconstituyente, y se sentía con ánimo de levantarse. Primero sacó un pie de entre las mantas, luego el otro. Se incorporó con cuidado, para evitar marearse, aunque aquello no sucedió. Sentía las piernas algo débiles, pero con la suficiente seguridad para caminar y salir un poco a respirar aire libre.

   Cuando salió de su habitación su padre y su madre se volvieron, pero no dieron señales de sorpresa. Su madre se limitó a sonreírle y su padre bajó la mirada hacia un arco y una flecha que parecía estar poniendo a punto.

   - Me prohíbes salir de caza, pero no te importa restregarme que tú sí que lo harás, ¿no? – lanzó Velthen, indignado por la actitud de su progenitor.

   - Te equivocas – dijo su padre sin levantar la mirada. – El arco y la flecha tienen como objetivo un lobo que anda merodeando por aquí desde que estás en cama. Sus aullidos empiezan a ser insoportables, y el peligro que acarrea tenerlo cerca de Thondon es más que suficiente para darle caza, si se presenta la ocasión.

   ¡Un lobo! No podía ser... ¿Sería el mismo que encontró en el bosque? ¿Aquél que los trasgos querían dar muerte y él se lo impidió? No parecía posible, pero no obstante era mucha casualidad. Decidió no decir nada del lobo a sus padres, por miedo a que causara otra polémica. Estaba muy cansado y no quería discutir más.

   Miró por la ventana. El día estaba claro, con un sol radiante en mitad del cielo azul. Pese a lo soleado del día, intuía que debía hacer frío. Cogió una ajada capa y se la puso, dispuesto a salir. Su madre le miró con cierta preocupación.

   - Velthen – le dijo, - no deberías salir. Estás muy débil aún.

   - Tranquila madre – intentó calmarla. – Me gustaría tomar un poco de aire fresco. A no ser que también se me prohíba respirar.

   Su sarcasmo no pasó desapercibido, pues su padre le dirigió una mirada ceñuda, que no apartó hasta que el joven herrero hubo salido por la puerta.

   Era un día soleado. Ninguna nube se vislumbraba en el horizonte, pero un viento fresco, que provenía del norte rozó la piel de Velthen e hizo que se estremeciera. Todo parecía tan calmado. Por un momento pensó en que él había roto la rutina de la aldea. No todos los días aparecía un joven herido e inconsciente, y mucho menos que permaneciera en cama tres días. Le extrañó no ver a los típicos curiosos, husmeando a ver de qué podían enterarse. Incluso, y aunque estuviera feo que Velthen lo pensara, le llamó la atención que ninguna de las jóvenes del pueblo, que medían los vientos por él, se hubieran preocupado del estado de salud de su amor platónico. Era chocante aquel inusual caso omiso de la vida privada del joven herrero, aunque lo agradecía.

   Comenzó a caminar, a alejarse de la casa. Ahora se sentía más animado, mientras inspiraba profundamente el aire frío. El olor a tierra mojada que traía consigo, le advertía de la llegada de una tormenta. Y ante las tormentas, siempre convenía prepararse.

   Cuando se quiso dar cuenta, ya había dejado su casa bastante atrás, desde la ladera en la que se encontraba la divisaba como una casa minúscula. Su hogar y también su cárcel. ¡Le habían prohibido salir de caza! Le estaban quitando su vía de escape ante la cruda y amarga rutina de la aldea. Sí, la forja le gustaba, y sentía que estaba hecho para el oficio, pero no podía evitar soñar con salir de allí, de aquel ambiente sofocante, casi claustrofóbico que creaba Thondon. ¿Por qué no iba a poder ser un buen herrero en Griäl o en Athaniel? Había más ciudades en Cáladai, no tenía porqué quedarse en la aldea. Cuando fuera tan bueno como su padre, daría el paso que nunca se atrevió dar: Salir en busca de fortuna en alguna capital del reino.

   Caminaba distraído en estos pensamientos, cuando empezó a sentir una presencia. Dio media vuelta y miró a su espalda, pero no había nadie. Continuó andando, aunque seguía con aquella sensación. Se detuvo y observó a su alrededor, en busca de algún indicio de presencia. Nada, estaba solo. ¿O quizá no? Frente a él, había una pequeña agrupación de árboles, pequeño para ser un bosque, pero frondoso como para ocultarse alguien... o algo.

   Velthen contuvo el aliento. Su corazón se aceleró inexplicablemente. ¿Por qué? Estaba solo, no había nadie. Pero sus ojos no podían apartarse de los árboles, como si una presencia atrajera su atención. Y, en efecto, así fue.

   Saliendo del soto, Velthen atinó a distinguir la figura del enorme lobo blanco, el mismo que se encontró en el bosque cuando lo atacaron los trasgos. Sus ojos amarillentos lo miraban con fijeza, mientras se aproximaba a él lentamente. Velthen temió por su vida. Sabía que era absurdo correr, pues el perrazo le daría alcance con facilidad, y más aún ponerse nervioso, ya que decían que las bestias eran capaces de oler el miedo. El joven herrero se sintió vendido a su suerte. Se quedó inmóvil, tenso, observando con precaución los movimientos del lobo, que se acercaba describiendo círculos cada vez más cerrados en torno a él.

   Velthen no apartaba la mirada de los ojos del animal. Había oído decir que era posible someter a una bestia mirándolo directamente a los ojos, transmitirle seguridad, confianza. Desafiarlo y dejarle claro que él era el líder. Pero el lobo era tan orgulloso como él, y no apartaba la vista de Velthen. Al contrario. Seguía observándole, como atraído por el joven, acercándose cada vez más y más.

   Ahora lo tenía muy cerca. Tanto que, si Velthen hubiera estirado el brazo, podría tocarlo. Pero no se atrevía. Las grandes dimensiones del lobo le producían respeto y fascinación. Su denso pelaje invitaba a acariciarlo, pero no estaba tan loco como para intentarlo. Aquel animal podría arrancarle medio brazo sin esfuerzo alguno. Mas la intención del lobo no era aquella. Comenzó a restregarse por los costados de Velthen, como si de un perro doméstico se tratase. El muchacho no daba crédito.

   Sintió el calor que emanaba del cuerpo de la bestia, su aliento mientras le olfateaba. Velthen hubiera dicho que, incluso, sentía cierta energía que le invitaba a confiar en aquel extraño lobo blanco. Bajó la cabeza y lo observó, casi sin darse cuenta de que estaba sonriendo. Ya no le inspiraba temor ni recelo. Ahora sentía cierto magnetismo hacia él.

   Con cuidado, pasó la mano por el lomo del animal. Su pelaje era espeso, sedoso. Nunca había tocado un animal así. El enorme lobo se movió con tranquilidad alrededor del joven, y se sentó apaciblemente juntó a él. Velthen estaba fascinado, no podía nada más que maravillarse. Era como si el perrazo lo hubiera reconocido, lo hubiera identificado como aquél que acudió en su ayuda cuando los trasgos iban a darle muerte. Lo miraba como embelesado. Tan distinguido, tan noble, tan silencioso y a la par expresivo...

   - Te seguirá hasta la muerte.

   Una voz procedente de entre los árboles le hizo volver de ese estado de fascinación por el lobo. Velthen se sobresaltó un momento, confuso. Dirigió la vista al soto y observó cómo un hombre de gran estatura y corpulencia avanzaba hacia él. Vestía ropas de viaje, gastadas, de cuero curtido. A su espalda llevaba una gran espada, un arco y un carcaj. Lucía una larga cabellera que le llegaba a los hombros y una barba descuidada. No había duda, era un montaraz.

   - Un gesto tan noble y valiente como el tuyo, bien merece este reconocimiento – continuó el hombre, que ya estaba junto a Velthen. El animal lo miraba con curiosidad, pero el joven no detectó ningún signo hostil que le hiciera pensar que se abalanzaría sobre el extraño personaje surgido de la espesura.

   - ¿Quién sois? – preguntó Velthen con una seguridad en sí mismo fingida.

   - Soy Ectherien hijo de Fórsell – dijo el desconocido. – Montaraz y guardián de Lagoscuro. Es un honor poder conocerte, Velthen.

   El joven herrero se quedó de piedra al escuchar su nombre. Por más que miraba al llamado Ectherien no recordaba su rostro. Estaba seguro de que no lo conocía de nada.

   - ¿Cómo sabéis mi nombre? – volvió a preguntar con recelo.

   El montaraz se sentó en un tocón a su lado con una media sonrisa dibujada en el rostro. Sus ojos claros miraban al lobo.

   - Sé muchas cosas de ti. Algunas... hasta te sorprenderían... – respondió Ectherien con una nota enigmática en su tono de voz., esta vez mirándolo directamente a los ojos. Aquella mirada hizo sentir incómodo a Velthen, que giró la cabeza a otro lado.

   - Es cierto, Ectherien - otra voz surgida de detrás de ellos intervino, como cortando al montaraz. Velthen se giró bruscamente y vio, como surgido de la nada, al viejo Dálfvar. – Pero ahora no es el momento de hablar de esos asuntos.

   - ¡Dálfvar! – Velthen no pudo articular más palabras. Todo aquello parecía cosa de magia. El lobo blanco, el montaraz surgido del soto y ahora su viejo amigo que parecía haber aparecido del vacío. Y, literalmente, daba esa impresión. Delante de ellos estaban los árboles que servían de refugio o escondrijo, pero detrás... no había nada. Velthen no había sospechado que el anciano trotamundos le estuviera siguiendo sin él darse cuenta.

   - Llevaba varios días buscándote, Dálfvar – dijo Ectherien, levantándose para saludar al viejo. ¡De modo que se conocían! Velthen no entendía nada. Seguía la escena como si de un sueño se tratase. Un sueño donde no eres el protagonista, sino el espectador.

   - He llegado de Onun no hace mucho – dijo el viejo al montaraz. – Te ahorraré los detalles, porque el tiempo apremia. Solo te diré que Haoyu y sus hombres marchan a la guerra. Debemos actuar con presteza.

   ¡Guerra! A Velthen le sacudió un escalofrío de terror al escuchar esa palabra. Ahora sí que no daba crédito. Montaraces, trasgos, reyes que parten a la batalla... Era impactante.

   - Me lo temía – dijo Ectherien desalentado. – Haoyu el guerrero y el imprudente. Es un suicidio.

   - Junto a él cabalga el príncipe Iyurin y una hueste de sus mejores hombres – continuó Dálfvar seriamente. – Es tan insensato que es capaz de arriesgar la vida de su primogénito y heredero. No conseguirá la victoria, solo dolor y desesperación para su pueblo.

   - ¿Y la princesa Iyúnel? – preguntó el montaraz. – ¿Ha partido también?

  - No. Ella está en Ánquok, en el Palacio de Hielo. Mandó un cuervo con un mensaje al Archidruida, explicando la situación de Onun y alertando a los demás ónunim. No pude llegar a ver a la princesa, porque los Guardianes de Huargo Blanco no me dejaron ir más allá de la Muralla. Tampoco parecen dispuestos a acudir en ayuda de Haoyu si todo se tuerce. Son escasos y su lugar es la Muralla. Defender Cáladai desde ahí e impedir que los invasores crucen al sur.

   - La situación se complica... Dudo mucho que el regente Átethor quiera reforzar los puestos del norte, y mucho menos acudir en ayuda de Onun.

   - Átethor está atado de pies y manos. Sus asesores controlan más las decisiones políticas y militares que él mismo. Ectherien, debemos pensar que de momento estamos solos.

   - ¡Un momento! – Velthen, que había asistido a aquella escena en silencio y atónito, no pudo contenerse más. - ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué significa todo esto? ¿Dálfvar?

   El viejo le miró con rostro ceñudo, como si le hubiera interrumpido en sus cavilaciones.

   - Te lo digo y te lo volveré a decir, joven herrero: Eres demasiado curioso.

   - ¿Curioso? – dijo Velthen al borde de la indignación. – Por si no lo sabes, hace poco me atacaron unos trasgos en el bosque, mis padres se niegan a darme explicaciones de cómo llegué a mi casa, me encuentro con un montaraz y tú apareces como por arte de magia. Hablas de guerras, de reyes, y para colmo, añadamos a este lobo que parece conocerme...

   - No es un lobo – lo interrumpió Ectherien. – Es un huargo. Son bestias distintas. Los trasgos los utilizan como montura a veces. Los capturan cuando son cachorros y los someten a una vida de tormento hasta convertirlos en máquinas de matar. Pero, como puedes ver, su verdadera naturaleza no es esa. Tú le salvaste la vida, y ahora te será fiel siempre. En él has encontrado a tu mejor aliado.

   -¿Para qué quiero yo aliados? – dijo tenso Velthen, sentía como temblaba de puro nerviosismo. – Lo que quiero son respuestas.

   - No estás preparado para escuchar respuestas aún – contestó bruscamente Dálfvar, mientras le dirigía una mirada al montaraz. – Eres demasiado impaciente, Velthen.

   - ¡Creo que me lo merezco! – bramó el muchacho, brillándole los ojos.

   - El chico tiene razón, Dálfvar – dijo Ectherien. – Debe saber la verdad.

   - A su debido momento – contestó tozudamente el trotamundos.

   - Al menos debería saber cómo llegó a su casa – insistió el montaraz. Velthen le miraba con atención. Parecía que aquel hombre vestido con ropas humildes sabía más de lo que aparentaba.

   Dálfvar suspiró roncamente, dando su aprobación.

   - Yo intervine cuando los trasgos inclinaron la pelea a su favor – comenzó Ectherien dirigiéndose a Velthen. – Luchaste con mucho valor y coraje, fue un noble gesto por tu parte acudir en ayuda del huargo blanco cuando iban a segar su vida. Te llevamos a tu casa, y él – dijo señalando a la bestia – te llevó sobre su lomo.

   Velthen miró al huargo, sorprendido. Sus ojos refulgían como dos luceros en la fría noche. Era todo tan... irreal...

   - No sé que creer – dijo el joven, casi sin escucharse.

   - Cree aquello que quieras creer – soltó Dálfvar. – Por ahora ya has escuchado más de lo que te correspondía. Ahora te acompañaremos a casa y...

   - No lo podemos llevar a casa, y lo sabes – lo interrumpió el montaraz. – Debemos alejarnos de aquí y rápido.

   Aquello si que inquietó a Velthen. ¿Cómo no iba a volver a su casa? ¿Y por qué? Allí estaban sus padres.

   - ¿No volver a Thondon? – dijo el joven con voz temblorosa.

   - El chico debe volver a su casa, con sus padres, y avisar de lo conveniente que puede ser evacuar la aldea.

   - ¡¿Cómo?! – la cosa se estaba poniendo cada vez más preocupante. - ¡¿Evacuar Thondon?! ¿Pero, por qué?

   - Otra vez de vuelta con las preguntas – resopló Dálfvar. – Tú limítate a hacer lo que te diga, y no indagues tanto, herrero. Todo llega paso a paso.

   - Es muy arriesgado, Dálfvar – intervino Ectherien. – Los rumores crecen a pasos agigantados. Debemos partir de inmediato a Lagoscuro, y el muchacho debe venir con nosotros. Exponernos de esta forma, tratando de convencer a toda una aldea de que corren peligro y que deben abandonar sus hogares, es muy imprudente. Mandemos un mensaje a Thondon mientras nos alejamos. Es lo más sensato.

   - Si Thondon está en peligro, no partiré a ningún lado hasta que los haya alertado. Debo avisar a mis padres – dijo Velthen visiblemente afectado.

   - ¿Tus padres? – Ectherien parecía sorprendido.

   - Suficiente, Ectherien – intervino Dálfvar, dirigiéndole una seria mirada al montaraz, que no tuvo otro gesto que asentir. – El muchacho irá a Thondon y avisará del peligro. Y nosotros iremos con él.