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La Orden del Dragón Rojo.

 

 

   Lánzolt llevaba ya un rato despierto cuando empezó a amanecer. El cielo comenzó a iluminarse con tintes rojos, daba la impresión de que ardía en llamas, como si un poderoso dragón lo hubiera incendiado con su abrasador aliento. El caballero lo miró con orgullo, ese color era propio de su orden. La Orden del Dragón Rojo.

   Su atlético y musculoso cuerpo desnudo sintió el roce de los primeros aires que traía el albor, su frescura, su aroma. Le gustaba que el viento le recorriera su desnudez cuando el sol estaba pronto para reaparecer, para dar su anuncio de que un nuevo día comenzaba. Y aquél iba a ser un día muy largo.

   Caminó por su amplia alcoba hasta la ventana. Curiosamente no estaba orientada al oeste, que era donde se situaba la capital de Páravon, Cárason, y donde se podría divisar el resto de la ciudad de Búrdelon, donde Lánzolt vivía. Era la ciudad que su señor, el rey Dúnel, le había confiado para regir. La ventana de su dormitorio estaba orientada al este, hacia el reino de Cáladai. Desde ella podía divisar el Bosque Sombrío, y detrás de éste veía la torre de Faern-Ell’as. Aquello pertenecía a la tierra de Olath, deshabitada desde hacía siglos, y cubierta por leyendas, mitos y supersticiones. A veces, Lánzolt se preguntaba quién había construido su castillo y por qué le dio esa orientación a la ventana. La visión del Bosque Sombrío y Olath no era agradable del todo.

   - Túmbate a mi lado, caballero del dragón – una voz suave y perezosa que provenía de su cama le hizo regresar de sus pensamientos, - y que tu cuerpo acabe lo que anoche empezó.

   Se giró lentamente y contempló la hermosa figura desnuda de su amada Kathline. Su piel morena, su pelo castaño, sus ojos tristes y marrones, sus carnosos labios. ¡Qué belleza tan sensual! La amaba tanto...

   - No esperaba que lo de anoche te hubiera sabido a poco – dijo Lánzolt, mientras se sentaba a su lado en la cama.

   - Nunca es suficiente – dijo ella con una seductora sonrisa, mientras le acariciaba el largo pelo plata al caballero. – Cuando uno monta en un dragón, desea volver a montarlo una y otra vez.

   Se incorporó y le besó apasionadamente. Lánzolt notó la humedad de sus labios, el movimiento de su lengua, la suavidad de su piel, el dulce olor a lilas que desprendía. Se separó de ella suavemente, no quería que aquel instante acabara. Pero tenía deberes que cumplir.

   - Tendremos que dejar para más tarde tu paseo en dragón, amazona – le dijo a su querida Kathline. – Hoy parto a Cárason. El rey ha convocado a los vasallos. Todas las órdenes de caballería acudirán a la llamada.

   Se incorporó y se dirigió al maniquí que soportaba su armadura y vestimenta. Kathline se tapó un poco con las sábanas.

   - ¿Tan grave es la situación como para convocar a todos los grandes señores de Páravon? – preguntó la mujer mientras se incorporaba un poco.

   - No sé qué situación puede haber. Solo te puedo decir que llega una comitiva de elfos. El rey recibió un pergamino con el sello real de Asuryon. Lo traía un ave fénix.

   Lánzolt comenzó a vestirse y ponerse la armadura. Una increíble armadura con reflejos rojizos y plateados que refulgían como las escamas de un dragón rojo. La cota de malla, hecha por enanos, también brillaba con pálido resplandor. Los guanteletes y las hombreras llevaban grabado un dragón bicéfalo de terrible aspecto. El casco tenía una cresta a cada lado, simulando la cabeza de la bestia, y la empuñadura de la increíble espada también estaba adornada con dicha cabeza.

   - ¿Elfos? – Se sorprendió Kathline - ¿Qué se supone que vienen a hacer a Páravon?

   - Ya te lo he dicho – respondió sin ganas el caballero mientras se ajustaba las grebas, - no sé a qué se debe esta visita.

   - ¿Y debes abandonar tu ciudad? – su amada parecía un poco indignada. - ¿Dejas la ciudad desprotegida marchando con tus capitanes? Pensé que el rey Dúnel te había confiado la misión de proteger Búrdelon de la permanente amenaza del Bosque Sombrío y de Olath. Pensé que no se fiaba de dejar esta ciudad a otros señores más débiles que tú. Esta tierra permanece en alerta constante.

   - ¿Y qué quieres que haga? – dijo Lánzolt volviendo la cabeza bruscamente. – Todos los vasallos irán. Debemos ser buenos anfitriones con los elfos y escuchar lo que nos tienen que decir. No puedo faltar. Me debo al rey.

   Kathline se puso delante de él, desnuda, con un gesto serio en el bello rostro. Le miraba a los ojos con el ceño fruncido. Lánzolt se sintió más vulnerable que si hubiera estado en el campo de batalla sin su armadura.

   - Tu deber es conmigo – dijo la mujer con solemnidad. – Tienes un compromiso con esta ciudad y conmigo.

   - ¿Y crees que no lo sé? – Lánzolt estaba molesto ante ese reproche. A él tampoco le entusiasmaba la idea de marchar hacia la capital, pero había pronunciado los votos ante el rey y su compromiso era firme. - ¿Acaso te he fallado alguna vez o he dejado desprotegido Búrdelon? Desde que llegamos mis hombres y yo esta ciudad ha sido segura. Hemos acabado con el bandidaje, los rateros ni siquiera se atreven a acercarse a menos de cien pasos de la ciudad. Y toda esa leyenda negra sobre Olath pierde sentido porque los ciudadanos se sienten protegidos por la Orden de Dragón Rojo. No tienes derecho a echarme nada en cara, Kathline.

   - No quiero que te vayas – dijo ella con lágrimas en los ojos.

   Lánzolt la atrajo contra su pecho y la estrechó fuertemente. Notaba como su amada se estremecía a causa del llanto. Le rompía el corazón verla así.

   - Yo tampoco deseo partir – le confesó mientras le secaba las lágrimas con los dedos, - pero debes entender que algo está a punto de suceder, si no ha sucedido ya, para que los elfos salgan de su isla y quieran entrevistarse con nuestro rey. Debo ir y enterarme de todo cuanto allí se hable. Puede que nuestra seguridad dependa de ello.

   Kathline parecía tranquilizarse, ya no sollozaba ni hipaba, pero su cara reflejaba una incipiente preocupación.

   - Pero, ¿y si te mandan a otro lugar? – preguntó con la voz rota. - ¿Y si el rey considera que el peligro está en otro lugar y os manda allí? ¿Qué sucederá si marchas a la batalla y no regresas? ¿Quién me protegerá?

   Su amada... Su bella y vulnerable amada. Siempre con ese miedo constante a que algo malo le fuera a suceder. Ella se sentía segura con su presencia. Y él jamás permitiría que nada malo le sucediera. La quería tanto. Desde que apareció en su vida, como dama de la corte de la reina, todo había cambiado a mejor. No era tan irascible, ni tan violento. Le había dado un equilibrio emocional. Jamás le sucedería algo malo mientras la sangre corriese por sus venas. Su amor. Su luz. Su vida.

   - Eso no sucederá – le aseguró mientras le acariciaba el cuello y bajaba hasta sus pechos. Ella arqueó gentilmente la espalda, de una forma muy insinuadora. – Cuando esté al tanto del asunto que se trate y conozca los planes a seguir, le pediré al rey que me deje regresar Búrdelon y preparar las defensas de la ciudad, en caso de amenaza de guerra. Pero esto aún no lo sabemos. Puede que los elfos solo vengan para tratar de abrir otra ruta de comercio con Páravon y Cáladai. Quizá no estemos bajo la sobra de ninguna amenaza.

   - ¿En serio volverás?

   - No dudes nunca de las palabras de un Dragón Rojo. Ahora, ayúdame a colocarme el peto.

   Una vez ataviado con la armadura y sus vestimentas, Lánzolt besó a su querida Kathline durante largo rato. Le costaba separarse de ella, de su tacto, de su ser. Ella se quedó en la habitación mientras él bajaba al patio de armas, donde ya formaban sus caballeros. Agradeció que no bajase a despedirse de él. Hubiera sido un poco más duro.

   Abajo le esperaban todos sus caballeros. La Orden del Dragón Rojo al completo. Con los estandartes de la casa: Un dragón rojo bicéfalo en campo negro. Los pendones ondeaban con la brisa temprana. Al ver a Lánzolt, los hombres rompieron en proclamas a favor de su señor. Un joven, lleno de pecas y pelirrojo, cuyo aspecto dejaba bastante que desear, le dio las riendas de su caballo de guerra, un semental espléndido de color negro que portaba ya su escudo. En primera fila, estaban su capitán Párcel y su portaestandarte Bourthas.

   -¡En formación, todos! – la voz potente y clara de Párcel se elevó por encima de las demás. Era un hombre de piel muy blanca y lacio pelo negro. Sus ojos eran casi terroríficos, de un azul claro, casi transparente, que le conferían el aspecto de parecer blancos. Llevaba una armadura parecida a la de Lánzolt, muy bien ornamentada, con el dragón bicéfalo en el peto y las cabezas de dragón cornudo en las hombreras. Era un sujeto cuyo rostro no inspiraba mucha confianza, pero era la mano derecha de Lánzolt.

   - ¡Salve a Lord Lánzolt hijo de Zéldolt! – dijo a voz en grito Bourthas. El portaestandarte de la Orden de Dragón Rojo era un hombre tétrico cuanto menos. Tenía una cicatriz que le recorría el lado izquierdo de la cara, dotándole de un aspecto poco agraciado. Su pelo era anaranjado y sus ojos grises, desorbitados, con unas perpetuas ojeras. Nariz aguileña y una sarcástica sonrisa en la que destacaban unos dientes blanquísimos tras unos labios finos y rojos. Se decía de él que era el caballero más sanguinario, despiadado y violento de todo Páravon. Su indumentaria constaba de una cota de malla oscura, guantes de cuero y una capa carmesí, color de la orden.

   Un grupo de unos doscientos jinetes esperaban para la marcha hacia el castillo de Brómmel, morada del rey Dúnel de Páravon.

   - ¿Está todo dispuesto para la marcha, Párcel? – le preguntó Lánzolt a su capitán.

   - Todo listo, mi señor – dijo con voz clara. – La orden al completo dispuesta a seguirte.

   - Hasta la muerte – añadió Bourthas.

   Lánzolt  pasó revista a sus caballeros montado en su semental. Recorría con la mirada lo rostros de sus hombres en busca de algún atisbo de duda o miedo. Ningún Dragón Rojo podía permitirse esos sentimientos. Quien no pudiera dominarlos, no podía cabalgar bajo el estandarte de la orden.

   Sus armaduras brillaban con un fulgor cegador bajo el rojizo sol del amanecer. Todos con sus caballos de guerra, con sus armas y con sus ganas de combatir si era necesario. Lánzolt esperaba que no fuera así y pudiera volver a los brazos de Kathline. Dio la vuelta y se acercó a sus dos hombres de confianza.

   - No falta ninguno – dijo Lánzolt situándose entre los dos caballeros.

   - La Orden del Dragón Rojo te es fiel, Lord Lánzolt – proclamó Párcel. – Solo responden ante ti.

   - Por la Gloria del Dragón – continuó Bourthas, con esa siniestra sonrisa demente dibujada en su rostro.

   - Deberán responder también ante nuestro rey Dúnel y obrar por la Gloria de Páravon – aclaró Lánzolt. – La presencia de los elfos me inquieta más que tranquiliza.

   - ¿Crees que se aproxima una guerra? – preguntó Párcel.

   - No me aventuraría a decir tal cosa – aclaró, - pero tengo claro que nuestros invitados no vendrán con buenas noticias. Llevaban demasiado tiempo sin salir de sus islas.

   - Seguro que sus palabras traen el vaticinio de una guerra – sentenció Párcel, tirando de las riendas para que su caballo se tranquilizara.

   - Vaticinios... – ironizó Bourthas. – Hablas como los elfos, Párcel. Yo no creo en sus profecías ni visiones. Soy un caballero, no un místico.

   - No doy la razón a sus vaticinios, Bourthas – respondió Párcel, mirando de soslayo a su camarada. – Tan solo digo que los elfos no zarpan lejos de sus costas para preguntarle al rey Dúnel cómo le va su matrimonio o su gobierno de Páravon. Traerán algo más consigo que poesías y bellas palabras.

   - Ojalá sea así – sentenció Bourthas. – Mis espadas tiene sed de sangre.

   - Espero, por el bien de todos – intervino Lánzolt, - que se queden sedientas durante algún tiempo más.

   Bourthas le miró con esos ojos desorbitados que parecían estar siempre maquinando algo perverso.

   - La sangre del enemigo es la sangre de nuestra vida, Lord Lánzolt – dijo siniestramente.

   El Lord Comandante se puso el casco que semejaba la cabeza de un dragón, desenvainó la espada y, a una orden suya, los caballeros del Dragón Rojo comenzaron su marcha hacia el castillo de Brómmel.