16
Páravon.
Habían pasado ya varios días desde que las naves élficas arribaran al Puerto del Hipogrifo en Cárason, la capital del reino de Páravon. El propio rey Dúnel y su esposa, la reina Danéleryn, habían ido a recibir a los embajadores del rey atelden Thil Ganir, una comitiva de elfos bastante grande como para pensar que venían a hablar de rutas comerciales o de pactos entre gobiernos. Muchos llevaban puestas las doradas armaduras que los caracterizaban y portaban sus magníficas armas. Si de otro pueblo se hubiera tratado, el rey habría pensado que se trataba de una invasión hostil. Pero los elfos no eran así, al menos los altos elfos…
Los tres nobles atelden que se entrevistaron con los reyes y los lores comandantes de cada orden de caballería se hacían llamar Célestor, Vior y Glórophim. A Lánzolt el que más impacto le causó fue Célestor. Supuestamente aquel elfo de rasgos marcados y mirada profunda era el paladín real de los atelden. Un gran guerrero incluso para los propios elfos, intuyó el mariscal de los Dragones Rojos. Hablaba pausadamente pero con convicción, con cada palabra casi estudiada al detalle para no ofender a sus anfitriones. A Lánzolt le hubiera gustado mucho empuñar el acero junto a semejante campeón en el campo de batalla.
La asamblea se mantuvo en la Sala de Reuniones del Palacio Real de Cárason, una sobria estancia con una sencilla mesa redonda y nueve sillas, correspondientes al rey, a la reina y a los mariscales de cada una de las órdenes de caballería. Allí siempre podrían hablar con confianza y sin jerarquías. Alrededor de la mesa, juntaron tres sillas más para los elfos. Prácticamente hablaron ellos mientras los reyes y señores de Páravon escuchaban atentos sus palabras. Era tal como Lánzolt había pensado, no traían buenas noticias con ellos.
El llamado Célestor habló de una gran agitación en los desiertos helados de Mezóberran, donde un gran señor de la guerra llamado Sártaron había logrado unir a todos los clanes de borses y arjones bajo su liderazgo, y que su intención era marchar contra el mundo libre de los hombres. Esta información quedó bien contrastada con aquellos ecos que venían de Onun y que decían que el rey Haoyu había partido hacia el paso de la Garganta Negra para impedir el incipiente asalto sobre su pueblo. De modo que no eran rumores de viejas ni de borrachos en una taberna. La guerra acechaba a la Tierra Antigua.
Por otro lado, los elfos hicieron preguntas que carecían en principio de sentido, como si conocían la existencia de una profecía que hablaba de un supuesto salvador, y que si entre el pueblo había alguien al que las gentes aclamaran como campeón o como líder. Nadie conocía la existencia de alguien destacado. Al contrario. Las gentes parecían intuir el mal que se avecinaba y hablaban de falta de esperanza y zozobra en el mundo que conocían. A Lánzolt todo aquello le pareció un mero cuento de viejas. Pero la reina Danéleryn parecía muy atraída por todo aquello. Bien sabido era que la soberana era muy erudita en lo que a cultura élfica se refería, y lo demostró hablando con los atelden en su lengua y mostrando su conocimiento acerca de la profecía a la que hicieron referencia. Los elfos parecían maravillados con los conocimientos de Danéleryn.
Los emisarios de Asuryon no esperaban una pronta respuesta acerca de todo lo comentado, incluso les aconsejaron a los reyes de Páravon que se tomaran unos días para tomar la decisión correcta. No querían sentirse responsables de influir de modo alguno en la forma de obrar de Dúnel y Danéleryn. También dejaron claro que su propósito era viajar hacia el este, hacia Cáladai, y poner al corriente al regente Átethor, ganando así más aliados. Sólo Célestor pretendía volver a la isla de Asuryon con una parte de contingente. A Lánzolt le dio la impresión de que el paladín temía otro tipo de amenaza más próxima a su pueblo que al resto de la Tierra Antigua. Pero lo entendía a la perfección, pues él anhelaba regresar a Búrdelon junto con su amada Kathline. La echaba tanto de menos… Solo pensaba el organizar las defensas de la ciudad para proteger a su querida dama. No iba a permitir que nada ni nadie le hiciera daño alguno.
Aquella mañana, Lánzolt se dedicó a pasear por la ciudad de Cárason. La capital de Páravon era magníficamente bella, con una elegancia propia de uno de los reinos más extraordinarios de la Tierra Antigua. Situado en una zona montañosa de Páravon, la capital contaba con grandes espacios de césped y demás zonas verdes, cruzado de lado a lado por el río Élbor, que desembocaba justo en Cárason. El Puerto del Hipogrifo también estaba dentro de la misma ciudad, justo en su salida hacia el Mar del Ocaso. El aspecto externo de la ciudad era el de un increíble revoltijo de torres y edificios fortificados, que daban la impresión de consistencia pero dotada de la mayor elegancia. Estaba dividida en dos, por el paso del río, aunque comunicada por medio de varios puentes repartidos a lo largo de la cuidad. Las torres eran redondas y los tejados en forma de largos conos de color azul grisáceo, los edificios los tenían a dos aguas del mismo color. La cuidad en sí parecía un enorme castillo de ensueño. El Castillo de Brómmel era una edificación cuadrada con enormes puertas y hermosos torreones. Era magníficamente bello, pero como la cuidad en sí destilaba ese esplendor, pasaba casi desapercibido. Tanta magnificencia y gallardía abrumaban un poco a Lánzolt, que estaba acostumbrado a la sobriedad de Búrdelon y de su castillo, pero por el momento no tenía nada mejor que hacer que pasear.
Las gentes de Cárason eran diferentes a las de Búrdelon, pese a ser páravim igualmente. Notó la indiferencia de éstos hacia los caballeros que atestaban las calles de la ciudad. Se veía que estaban acostumbrados y que pocas cosas les impresionaban.
- No tiene nada que ver con Búrdelon - opinó Párcel, que caminaba al lado del Lord Comandante. - ¿Te imaginas caminar así por las calles de nuestro hogar?
Lánzolt le dedicó una media sonrisa y un gesto de asentimiento.
- Creerían que estamos persiguiendo a algún villano, o que serían testigos de un ajusticiamiento. Y no los culpo. Búrdelon ha sido un nido de víboras desde siempre.
- Hasta que llegamos y limpiamos la ciudad de toda la basura que la atestaba. ¿Recuerdas aquellos tiempos, Lánzolt?
- Aún trato de olvidarlos, amigo mío. Ahora solo pienso en regresar a casa junto a Kathline y ponernos en marcha con el protocolo de defensa de la ciudad.
- ¿Crees que el peligro es tan grave como lo describen los elfos?
Lánzolt se paró un instante y levantó el mentón hacia el sol. Sus cálidos rayos le reconfortaban, le traían recuerdos de los ratos de pasión que disfrutaba con su amada. Necesitaba verla ya.
- Los elfos no abandonan sus costas sin motivo aparente. Algo se avecina y debemos estar preparados.
Justo terminó de decir estas palabras, cuando un joven con aspecto de escudero o de caballero novel se aproximó a ellos. Hizo una cortés reverencia y se dirigió con estas palabras a Lánzolt:
- Mi señor, el rey Dúnel requiere de vuestra presencia en el castillo.
Lánzolt asintió con el gesto y se encaminó hacia el Castillo de Brómmel junto con Párcel. Realmente no tardaron mucho en llegar, porque Cárason tampoco era una ciudad excesivamente grande, de modo que no hicieron esperar al rey en demasía. Los grandes portones de palacio, con grabados de las épicas batallas de los caballeros páravim, se abrieron de par en par y Lánzolt y Párcel recorrieron el largo pasillo que llevaba a la Sala del Trono. En el techo del mismo, estaban colgados los emblemas de todas las órdenes de caballería de Páravon, los nueve escudos de armas de cada casa. Podían verse el dragón rojo de la orden de Lánzolt, el halcón verde en campo blanco de la Orden del Halcón Avizor, el oso negro en campo plata de la Orden del Oso Negro, los dos peces blancos sobre campo azul celeste de la Orden del Agua, el cisne blanco sobre campo verde y azul de la Orden del Cisne Blanco, el unicornio de plata sobre campo añil de la Orden del Unicornio Plateado (la orden de la reina Danéleryn), el león dorado en campo rojo sangre de la Orden del León, el cuervo de plata en campo negro de la Orden del Cuervo Errante, y por último el hipogrifo dorado con corona real en campo azul y rojo de la Orden del Hipogrifo, a la cual pertenecía el rey Dúnel. Recorrer ese pasillo bajo aquellos blasones era como caminar entre la historia de Páravon, bajo la mirada de las demás órdenes de caballería. Realmente era emocionante avanzar hasta la Sala del Trono, y solo los muy dignos podían presumir de recorrer aquel pasillo.
No hizo falta que llamara a la puerta, porque estaba abierta. Dentro de la estancia estaban el rey Dúnel y su esposa Danéleryn. También estaba otro caballero, de armadura oscura. Lánzolt reconoció a Muras, Lord Comandante de la Orden del Cuervo Errante. Cuando Dúnel vio a Lánzolt mostró una amplia sonrisa y se dirigió a él con los brazos abiertos.
- Al fin tengo un rato para saludarte como te mereces, Dragón Rojo - dijo mientras abrazaba cordialmente al Lord Comandante.
- Siempre es un honor poder hablar con vos, mi señor - respondió halagado Lánzolt, mientras indicaba a Párcel que esperara fuera. Éste hizo un gesto de aprobación y se retiró a un banco que había en el pasillo de los estandartes.
Rey y vasallo entraron en el salón y se acercaron a Danéleryn y a Lord Muras.
El rey Dúnel era un hombre joven de unos treinta y cinco años y con cara alegre. Resaltaban su pelo y barbas pelirrojas y sus ojos azul claro. Su aspecto ocultaba tras de sí a un rey comprometido con su pueblo, un militar excepcional y un caballero de honor y muy orgulloso. La reina era una mujer bellísima, de rasgos delicados. Esbelta y delgada, su porte era digno de la posición que ocupaba. Tenía unos labios bien perfilados y sus ojos era color avellana. Su melena ondulada era color caoba y resaltaba con la piel blanca de Danéleryn. Vestía un exquisito vestido azul oscuro con adornos de plata, como el color de su orden, con largas mangas acampanadas y un generoso escote. Lord Muras era un poco mayor que Dúnel, y con un rostro serio de ojos rasgados y pequeños. Tenía toda la cabeza afeitada y perilla. Llevaba puesta su armadura que, a diferencia de la de Lánzolt, era bastante más sobria, y oscura. También llevaba puesto un tabardo negro con un cuervo plateado en el centro, el emblema de su orden de caballería. Le hizo un gesto con la cabeza y le sonrió a modo de bienvenida.
- Lord Lánzolt - le saludo la reina una vez estuvo cerca de ella, - me alegra volver a veros por Cárason. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.
- Mi señora - Lánzolt se inclinó sobre su rodilla y beso la suave mano de Danéleryn.
- Espero que mi buena amiga Kathline se encuentre bien y a gusto en Búrdelon - continuó la reina.
- Lo está, mi señora - contestó Lánzolt con el rostro iluminado al escuchar el nombre de aquella que le había robado el corazón. - No fue fácil para ella adaptarse a una cuidad como Búrdelon, pero ahora que los bandidos y ladrones han huido todo resulta más fácil y apacible.
- Sí, eso he oído yo también - intervino Muras, poniendo su mano sobre la hombrera de Lánzolt. - Corren rumores de que los malhechores tienen auténtico terror de acercarse a Búrdelon. Tus métodos de ajusticiamiento se cuentan entre los más crueles, según se dice.
- La crueldad es algo muy ambiguo, Muras - explicó Lánzolt al Lord Comandante de los Cuervos Errantes. - Lo cruel es que las pobres gentes de Búrdelon hayan estado viviendo aterrorizadas por culpa de indeseables cuyo único propósito era hacer daño y someter al débil. Yo he devuelto la confianza a esas pobres gentes, y bajo mi custodia no tendrán nada que temer.
- Desde luego - asintió Lord Muras moviendo la cabeza de arriaba abajo. - Y mucho más desde que exhibes a los ajusticiados empalados en el llano que da acceso a Búrdelon. Quien ha pasado por ahí dice que has sembrado un bosque de los horrores.
Lánzolt le miró con una sonrisa irónica dibujada en su cara.
- La criminalidad en mi hogar es nula. Hace tres años que no se cometen fechorías en Búrdelon. Creo que, en este caso, el fin justifica los medios, Lord Muras.
- Sí, pero no a cualquier precio.
La conversación se tornaba algo incómoda. El Lord Comandante de los Cuervos Errantes era un hombre justo que nunca se dejaba doblegar por sus sentimientos ni por sus instintos, al contrario que Lánzolt. Y pese a que se consideraban muy buenos camaradas, el uno no compartía los métodos de impartir justicia del otro, dando lugar en muchas ocasiones a tensas discusiones entre ambos. Al ver que esa podía ser una de tantas, Dúnel intervino:
- Bueno, mis queridos caballeros - dijo conciliadoramente el rey, - no estamos aquí para hablar de tales asuntos. Os he hecho llamar porque ha llegado el momento de actuar y quería que fueseis los primeros en saberlo. Nos unen más que los votos de caballería. Os considero mis hermanos.
- Para nosotros es un privilegio gozar de tan alta estima, mi señor - dijo noblemente Lánzolt, visiblemente azorado por las palabras del rey.
- Dejemos los protocolos y las fórmulas ordinarias. Estamos entre amigos de la infancia y la confianza es mutua.
Y era cierto. Lánzolt aún recordaba cómo entrenaba con el joven príncipe Dúnel en los jardines de palacio. Su señor padre, Zéldolt, murió emboscado por unos krull, allá en Drawlorn. Era un gran caballero y la mano derecha del padre de Dúnel, el rey Dúbledor, y por eso le acogieron en la corte y le instruyeron con los mismos maestros que Dúnel tenía. Habían crecido como hermanos y como tal se querían. Compartieron infancia y adolescencia junto con Danéleryn y con Muras, que destacaba entre todos los jóvenes aspirantes a caballero por su templanza y nervios de acero en el combate, además de tener un brazo diestro y letal. Estar allí los cuatro juntos le traía entrañables recuerdos. Era una lástima que Kathline no estuviera con ellos para disfrutar de ese momento.
- Los elfos tenían razón - dijo sin preámbulos la reina. - El mal acecha desde el norte. Ya han llegado cuervos desde varios rincones de la Tierra Antigua alertando de la llegada de una pronta guerra.
- Sin ir más lejos - intervino Dúnel con el rostro ensombrecido, - el Rey del Invierno Haoyu se ha lanzado en una empresa descabellada sin contar con la ayuda de sus vecinos. Cree poder derrotar al ejército de borses que avanza inexorablemente hacia Onun. Una imprudencia por su parte.
- Los ónunim siempre fueron fieros guerreros acostumbrados a luchar en condiciones adversas y alzarse victoriosos cuando nadie apostaba por ellos - opinó Lord Muras.
- En este caso las condiciones no son adversas - respondió de nuevo Dúnel, - son terroríficas.
- Sabemos que arjones y borses marchan bajo un mismo estandarte, como los elfos nos han dicho - apuntó Danéleryn. - No dispondrán de efectivos suficientes para contener la invasión.
- Quizá, mandando un par de regimientos de caballeros, y con la ayuda de Cáladai, Onun tenga alguna posibilidad - sugirió con ciertas reticencias Lánzolt, que no dejaba de darle vueltas a la idea de comenzar una guerra.
- Ya es tarde - dijo Dúnel perdiendo su mirada en el horizonte que se divisaba desde uno de los ventanales. - Aunque quisiéramos, no llegaríamos a tiempo para prestar ayuda a Haoyu. Él mismo ha dictado su propia suerte y la de su pueblo. Y en cuanto a Cáladai, desconocemos sus intenciones al respecto. Aún no se han pronunciado ni nos han llegado noticias.
- El regente Átethor es una marioneta cuyos hilos los mueven sus burócratas y consejeros - soltó Muras con cierto desdén.
- Lo que Átethor haya decidido no es asunto nuestro, Muras - le dijo Dúnel posando su mano en la espalda del Cuervo Errante. - Debemos velar por nuestra propia seguridad.
- ¿Nuestra propia seguridad? - aquella frase dejó intranquilo a Lánzolt. ¿Acaso los elfos no habían venido para ponerlos en sobre aviso? ¿No se suponía que tenían tiempo de reacción ante una amenaza?
- Sí, Lánzolt - continuó la reina mirando los ojos del Lord Comandante. - Ha llegado un cuervo desde Qüénel y la situación es más grave de lo que pensábamos.
- Lord Údel ha recibido terribles noticias desde su ciudad, y así nos lo ha hecho saber a Danéleryn y a mí - Dúnel parecía cada vez más apesadumbrado. - Tal y como sospechaban los elfos, la amenaza no solo la forman los bárbaros de Mezóberran. Algo se agita de nuevo en el bosque de Drawlorn. Algo maléfico y destructivo, y debemos intervenir cuanto antes.
Las palabras de los monarcas no inspiraban tranquilidad. Lánzolt no dejaba de repetirse a sí mismo que, si corrían peligro, no dejaría que nada hiciera daño a Kathline. Ahora más que nunca deseaba regresar y estar a su lado para protegerla. Su amor… La dueña de su corazón y de su alma…
- Los batidores han divisado el avance de rebaños de krull, sin duda movidos por los aires caóticos que trae la guerra. De modo que nuestros enemigos no están solos. Junto a ellos lucharán las criaturas más tenebrosas y crueles que jamás hayan pisado la Tierra Antigua - dijo la reina. - La amenaza tiene distintas formas, y no debemos subestimar a ninguna de ellas.
- Si Qüénel corre peligro - intervino Muras con su gesto sobrio, - debemos marchar de inmediato. Imagino que Lord Údel y la Orden del Oso Negro partirán de forma inminente.
- Así es, mi querido amigo - dijo el rey Dúnel. - Pero no podemos arriesgarnos a que Údel haga frente a esa amenaza. Le prestaremos la ayuda necesaria, y junto a su orden cabalgará otra más.
Lánzolt entonces lo vio claro. Lord Muras y los Cuervos Errantes partirían para prestar sus espadas a Lord Údel, y así poner a salvo la cuidad de Qüénel. Se sentía algo más tranquilo. Su regreso a Búrdelon era inminente. Casi podía notar los labios de Kathline, el tacto de su piel, el aroma de su pelo.
- Diré a mis hombres que se dispongan para partir y seguir a los Osos Negros, mi señor - dijo Muras, dando por hecho que era él el que partiría.
- No es necesario - le cortó Dúnel, volviéndose para mirar a Lánzolt. - Serán los Dragones Rojos quieres partan hacia el norte.
Aquello fue como una jarra de agua helada para el Lord Comandante. ¿Marchar a Qüénel? ¿Y qué sucedería con su ciudad? ¿Quién protegería a Kathline?
- ¿Cómo? - no pudo decir más porque sentía cómo la indignación le atenazaba la garganta.
- Mi señor - Lord Muras reaccionó de forma rápida al ver el estupor de Lánzolt, - quizá sea más conveniente que sea mi orden la que marche a Qüénel. Búrdelon es una ciudad que necesita de Lord Lánzolt.
- Búrdelon no quedará desprotegida, Muras - apuntó Dúnel que mantenía la mirada con Lánzolt, como si de un pulso se tratase. - Serás tú quien se encargue de la organizar sus defensas hasta que los Dragones Rojos regresen.
Aquello era casi descabellado. ¿Acaso Dúnel había perdido la cabeza? Era en señor de Búrdelon, no necesitaba que nadie hiciera su trabajo por él.
- No alcanzo a comprender el motivo de esta decisión - dijo intentando dominar su irritación. - Podría ir cualquier otra orden en lugar de la mía en ayuda de Údel. Mandar a Muras a Búrdelon, pudiendo yo regresar, me parece un despropósito.
- Cuidado, Lánzolt - intervino de nuevo Muras, reprendiendo con la mirada al Lord Comandante. - Mide tu lenguaje ante los reyes.
- Tranquilo, está en su derecho - dijo el rey Dúnel, agarrando con ambas manos los hombros de Lánzolt en un gesto de camaradería. - Sabes bien que no te lo pediría si no lo creyera necesario, Lánzolt. Pero no quiero arriesgarme a que el avance de los krulls ponga en peligro ni Qüénel ni Páravon. Údel necesitará de tu ayuda y de tu pericia en el campo de batalla.
- Para doblegar a un rebaño de krulls no creo que necesiten de mis hombres. Cualquiera de las otras órdenes podría prestarle el apoyo necesario a los Osos Negros.
- Sí, tienes razón - Danéleryn había permanecido callada hasta ese momento. - Pero todos sabemos que los Dragones Rojos se caracterizan por su letal eficacia en este tipo de conflictos. Sois como una tormenta que arrasa cuanto tiene a su paso.
- Todos los caballeros de Páravon son igual de diestros que nosotros, mi señora - objetó Lánzolt, resistiéndose a aceptar el mandato. - No somos especialistas en nada.
- Te equivocas, Lánzolt - la voz de Dúnel tenía un atisbo de orgullo. - La Orden de los Dragones Rojos es temida entre nuestros enemigos y respetada en todo Páravon. Quiero utilizar ese terror que despertáis contra los krulls. Tus métodos seguro que los disuaden de cualquier tentativa de invasión.
- ¿Mis métodos? - Lánzolt seguía perplejo. - ¿Acaso no pueden aplicarlos los demás caballeros? ¿Tan imprescindible es mi presencia en Qüénel?
- No te mentiré - dijo Dúnel meneando la cabeza. - Quiero que vayas personalmente porque quiero atajarlo de forma rápida y directa. Y los cuatro sabemos que tu orden es la más violenta de todas. Quiero que acabéis cuanto antes y que sembréis el terror entre esas bestias.
- Primero criticáis mis métodos de ajusticiamiento - Lánzolt estaba visiblemente alterado, - después me acusáis de violento y cruel, y ahora queréis valeros de todo esto para doblegar a los krulls. ¿Qué creéis que debo pensar?
- Lánzolt, por favor - la reina Danéleryn le tomo una mano entre las suyas, - esto no es una cuestión personal. Solo podemos confiar en ti.
- Estáis dejando en mal lugar a Lord Muras… - soltó sin más.
- Te equivocas de nuevo - intervino Dúnel. - Si no confiásemos en los Cuervos Errantes no los mandaríamos a proteger tu ciudad.
- Lánzolt, sabes que no dejaré que suceda nada malo en Búrdelon - Muras intentó aplacar la rabia de su camarada. - Y tampoco dejaré que Kathline sufra daño alguno.
Lánzolt le lanzó una fiera mirada.
- Eso no es suficiente - soltó.
- Piensa que todo irá bien en Búrdelon, amigo mío - dijo Dúnel. - Nos conocemos desde que éramos infantes. Confiemos los unos en los otros como antaño hacíamos.
- Yo debería ser quien protegiera a Kathline - parecía que el Lord Comandante hablaba para sí. El rey se sintió algo apenado por la dura decisión que había tomado.
- No puedo obligarte a cumplir mi voluntad, Lánzolt - declaró con pesar Dúnel. El Dragón Rojo le miró a los ojos, con el ceño fruncido y destilando frialdad.
- Ya lo habéis hecho - espetó con amargura. - Y ahora, si no deseáis algo más, tengo un viaje que preparar.
Los reyes despidieron a Lánzolt de forma cordial, pero aquellos gestos resultaban vacíos para el Lord Comandante. Se sentía decepcionado, frustrado por no partir de inmediato junto con su querida Kathline. Ahora le tocaba mandar un cuervo con un mensaje explicándole la nueva situación. Le había prometido regresar tan pronto como se hubiera enterado de lo que los elfos querían de Páravon. Y ahora debía marchar hacia una batalla que no le correspondía luchar. Kathline… Su amada Kathline… Aplastaría a los krulls en el norte sin piedad y con la mayor premura posible. Regaría los campos con su maldita sangre y quemaría Drawlorn si era necesario. Esas bestias pagarían por hacer que se demorarse en su verdadero cometido, que era estar al lado de aquella a la que tanto amaba. Y cuando hubiera liquidado a sus enemigos, cabalgaría sin descanso hacia los brazos de su preciada Kathline. Ya nunca volverían a separarse.
Una vez salió por el umbral de las puertas del salón, vio que Párcel se incorporaba del banco donde esperaba y se acercó a él.
- Supongo que nos debemos preparar parar regresar a Búrdelon - dijo casi instintivamente su capitán.
- No, Párcel - respondió seriamente Lánzolt. - Marchamos al norte, a Qüénel. Nos espera una batalla que librar.