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La Garganta Negra.
La marcha desde la Mazmorra de Cristal hasta el desfiladero que se habría entre las Cumbres Infinitas y las Cumbres Heladas, al que todos conocían como la Garganta Negra, había transcurrido sin ningún incidente. Había una calma extrañamente intranquilizadora que envolvía en ambiente, pero que para nada preocupaba a Haoyu. Debía ser la confianza que tenían en sí mismos sus guerreros, la autoridad y la suficiencia del que ya se sabe vencedor. Era bueno que pensaran así. Mantener la moral de la tropa intacta y contagiar esa voluntad férrea de cumplir con su código de honor era en lo que más hincapié hacía el rey de Onun. Y esa era una de las dos razones por las que había prescindido de su hijo Iyurin en aquel cometido. Sabía que su juicio y su exasperante prudencia podrían sembrar algunas dudas entre sus hombres, y no era la mejor forma de infundir valor y esperanza antes de una batalla. La otra razón era obvia: Si él caía, Onun tendría en su hijo a un digno sucesor. A veces era duro con Iyurin, y hasta tal vez un tanto injusto, pero Haoyu sabía que aquello le había servido para endurecerse y convertirse en el gran señor de los ónunim que era. Se sentía muy orgulloso de él, aunque no se lo hubiera dicho nunca. Sería un gran rey. Pero, de momento, Haoyu no tenía la intención de perecer en aquella contienda.
El trayecto que hicieron fue algo más largo del que hubieran podido hacer, ya que rodearon el Gran Lago de Onun, que se extendía entre la Garganta Negra y la Mazmorra de Cristal. En esa época del año permanecía completamente helado y era sólido como si de una roca se tratase, pero Haoyu no arriesgó y prefirió rodearlo por su parte norte, siguiendo las montañas, a atravesarlo directamente por miedo a que el hielo se resquebrajase o que los bárbaros del norte les estuvieran esperando en la otra orilla para tenderles una trampa. No convenía correr peligro tontamente.
Siguieron la senda que se habría entre el Gran Lago y las Cumbres Infinitas sin que nada les importunase. Haoyu marchaba al frente de la formación, unos quinientos hombres habían partido de la Mazmorra de Cristal, montado en su colosal oso cavernario y a la diestra del rey marchaba Yéngel, con el estandarte real, un oso blanco rampante con corona dorada en campo gris perla. El fiel abanderado no se separaba de su rey ni un segundo. Haoyu sabía que tenía en él su mejor arma. Determinación, valor, honor y fuerza se aunaban en aquel guerrero que era un ejemplo para el resto de sus hombres. Lo tenía cada vez más claro… Los bárbaros serían pasto de los carroñeros dentro de muy poco.
- ¿Cómo ves a los hombres, Yéngel? - le preguntó Haoyu a su hombre de confianza, mientras seguían con el camino. - ¿Cómo crees que afrontarán la inminente batalla?
- Vuestros hombres os seguirán siempre, mi señor - respondió el orgulloso ónunim. - Nada puede quebrar nuestra voluntad.
- Me alegra escuchar eso, de veras. No me gustaría que alguien pensara que los conduzco a una muerte segura.
- Nos conducís a la victoria, mi señor. Saborearemos la gloria del que sale triunfador gracias a vos.
Haoyu se mesó la larga y trenzada barba blanca, pensativo.
- No sabemos muy bien lo que nos espera, Yéngel. Pero de una cosa no tengo duda. Caiga quien caiga los bárbaros del norte no pondrán un pie en Onun si no es por encima de mi cadáver.
- Y de los nuestros.
- Algunos pensarán que ha sido una temeridad partir con tan pocos hombres, pero te diré, y créeme pues estoy en lo cierto, que esos rufianes, por muchos que sean, no entienden de estrategias militares ni de disciplina. Ya los he visto actuar antes. Siembran el caos, la confusión entre las víctimas que se ven desbordadas ante semejante despliegue de violencia. Pero nosotros somos guerreros y estrategas. No tienen posibilidad.
- Nadie duda de nuestras posibilidades. Lucharemos y venceremos por el honor y la gloria de nuestro pueblo.
- Por Onun.
Poco rato después, consiguieron distinguir, entre las grisáceas montañas que se formaban en la Cumbres Infinitas, el angosto desfiladero que surcaba la roca: La Garganta Negra estaba frente a ellos. Un pasillo de apenas diez metros de ancho que discurría, como si de una cicatriz en la montaña se tratase, desde el norte de Onun hasta las tierras heladas de Mezóberran. Ahí sería donde los bárbaros encontrarían su muerte, se dijo Haoyu mientras recorría con la mirada los alrededores. Todo parecía tranquilo.
- En esta explanada estableceremos el campamento, Yéngel - dijo Haoyu al portaestandarte. - Dile a los hombres que lo vayan levantando. Tú vente conmigo a la Garganta Negra, quiero estudiar más de cerca el terreno.
Una vez que Yéngel dio las órdenes oportunas, se fueron acercando a la garganta, que permanecía en una penumbra bastante asfixiante, ya que el sol no iluminaba el paso. El sonido del viento ululaba fantasmagóricamente en ella.
- Es muy estrecho - señaló Yéngel. - Podemos crear un escudo fácilmente donde nuestros adversarios se choquen.
- Nos defenderemos y contratacaremos - explicó el rey de Onun. - No conseguirán abrir hueco alguno en nuestras defensas. Crearemos un tapón con nuestros escudos, se chocarán de forma irremediable y, cuando sus fuerzas flaqueen, daremos el golpe de gracia.
- ¿Qué haremos si son un número muy superior a nosotros?
- Resistir. Dejaremos pequeños huecos entre escudo y escudo, casi imperceptibles, para poder lanzar estocadas a las primeras filas. Si podemos acabar con alguno de ellos mientras nos defendemos, mermaremos su confianza y les causaremos bajas. Ven conmigo, adentrémonos un poco más en el desfiladero.
Continuaron caminado y reconociendo el terreno. Había algunas veces que se topaban con pequeñas placas de hielo en el suelo o en las paredes de la montaña. Era normal, los cálidos rayos del sol no llegaban hasta allí.
- El suelo congelado también es aprovechable - explicó de nuevo Haoyu. - Al pisarlo, pueden escurrirse. Y un enemigo que cae, ya no puede levantarse.
De súbito, los dos ónunim levantaron la cabeza alarmados, pues estaban escuchando una risa ronca y burlesca que provenía de un poco más al fondo. Su dueño estaba sentado en una roca, un tanto encorvado, y envuelto en sombras.
- ¿Quién anda ahí? - gritó Yéngel mientas desenvainaba su espada. Haoyu hizo lo propio.
- ¡Al fin habéis llegado!- una voz áspera y dura como el acero les dio la bienvenida. - Ya pensaba que tendría que marchar sobre Onun sin haber disfrutado de esta batalla. Pensaba que me ibas a quitar el placer de un combate abierto.
- ¿Quién eres? - preguntó con un tono imperioso Haoyu que se aproximaba para ver al extraño.
- Yo soy Órgalf hijo de Gúrlolf - se presentó el individuo. - Uno de los cuatro señores de la guerra del Gran Sártaron el Inmortal.
Ahora Haoyu podía verlo bien. Era un borse, sin duda. Melena y barbas largas, oscuras como sus ojos. Pero, ¿qué hacía allí solo, sin ejército o contingente que le escoltara? ¿Tal era la vanidad de los bárbaros del norte?
- Así que un arjón ha nombrado a un borse como uno de sus hombres de confianza - ironizó Haoyu. - Sorprende mucho ver lo bien que os lleváis tras largos años de contiendas.
- Las cosas cambian.
- Desde luego. Pero más me sorprende tu arrogancia, al venir aquí desprotegido, sin escolta que te proteja de un posible ataque. No se puede negar que crees de sobra en tus posibilidades.
- Tú también has sido imprudente al venir hasta aquí sin tus hombres. Te has arriesgado a caer en una emboscada. Ahora mismo, tus hombres podrían estar sin su líder.
- Los tuyos también, borse. Observa que somos dos hombres contra uno solo.
El borse llamado Órgalf se levantó de la piedra donde estaba sentado, dejando ver la increíble altura y el portentoso físico que poseía. Seguro que sería un rival duro de batir, pensó Haoyu.
- Aquí yo solo veo a un hombre - dijo el bárbaro mientras se aproximaba a los ónunim. - Y ese soy yo. Vosotros dos no sois más que pasto de los cuervos. Ya apestáis a muerte.
- ¡Pues desenvaina si estás tan seguro de eso! - gritó Yéngel, amenazando con su espada al bárbaro. - Seguro que tu tropa queda muy desmoralizada cuando lancemos por encima de sus cabezas la tuya.
Órgalf rió socarronamente, mirando a los dos ónunim con desprecio.
- En esta hora, podéis dar gracias al destino de no estar muertos los dos. Hace falta algo más que un viejo rey decrépito y un hijo bastardo del norte para vencerme. Sabed que hace dos días podríamos haber entrado ya en vuestras tierras, campando por ellas a nuestro antojo. Os hubiéramos cogido desprevenidos y habría sido un juego de niños aplastaros como a insignificantes insectos. Pero los demás señores de la guerra tenían especial interés en derrotaros aquí, sin escaramuzas ni trampas. Vosotros contra nosotros. Queremos humillaros ante toda la Tierra Antigua por vuestra arrogancia y prepotencia. No tendréis excusa alguna para escudaros en vuestro fracaso. Vuestra debilidad será la vergüenza que canten los bardos por todo el mundo conocido.
Haoyu estaba rojo de ira. Los habían estado esperando con el único fin de demostrar su superioridad. Aquello si que era arrogancia. Y un insulto. Pagarían por ello todos y cada uno de esos mugrientos salvajes.
- Escucha esto, bárbaro - dijo el rey con la voz cargada de desprecio. - No cruzaréis más allá de este paso. Habéis tenido la oportunidad de cogernos por sorpresa y causarnos algún daño. Pero hoy no será la sangre de los ónunim la que riegue estas tierras. Corre la voz entre tus tropas y entre tus superiores. Tenéis todavía tiempo de dar la vuelta y abandonar esa idea de cruzar mi reino.
El bárbaro miró de soslayo a Haoyu, mientras esbozaba una cínica sonrisa. Haoyu deseaba matarlo ahí mismo, pero dado el agravio y el desprecio que mostraban hacia sus hombres prefirió aguantar. Ya se desquitaría en el campo de batalla.
Órgalf se volvió y señaló con el dedo al punto de luz que había al final de la Garganta Negra.
- Ahora me daré la vuelta y volveré con mis hombres. Cuando llegue al otro lado, ordenaré cargar contra todo aquello que se interponga en nuestro camino. Ese es el tiempo de que disponéis para prepararos antes de la batalla - y sin decir más, se dio la vuelta y comenzó a caminar.
Hubo un momento de desconcierto, donde Haoyu y Yéngel intercambiaron miradas de incredulidad. ¿Aquél bárbaro les había advertido del inminente ataque? ¿Les instaba a que se prepararan? Sin duda era el gesto de mayor prepotencia que habían visto jamás. Ambos se quedaron sin palabras.
- ¿Mi señor? - rompió el silencio Yéngel, que no supo atinar a decir más.
- Ya lo has oído. Hay que prepararse para la batalla.
El poco trayecto que había desde el punto en el que se encontraron a Órgalf y donde esperaban los guerreros ónunim, que ya habían levantado el campamento, se les hizo eterno. No conseguían ver el final del pasillo, y a cada paso que daban tenían la sensación de estar perdiendo un tiempo precioso. Pero el nerviosismo no debía contagiarse a los bravos hombres que estaban dispuestos a morir, si era necesario, por su pueblo.
Yéngel ordenó que sonaran los cuernos a modo de toque de formación, y cuando todos estaban reunidos Haoyu, montado en su oso blanco les dijo estás palabras:
- Hubiera preferido que, al llegar aquí, descansarais del viaje que hemos emprendido. Hubiera preferido hacer una rugiente hoguera, habernos saciado de hidromiel y carne asada antes del combate. Incluso me hubiera gustado tener más tiempo para hablar con todos y cada uno de vosotros de forma personal y deciros lo muy orgulloso que está vuestro rey de vosotros. Pero hoy no podrá ser, porque hoy tenemos una cita con la gloria de la victoria. En unos momentos, demostraremos, una vez más, la pasta con la que están hechos los ónunim. Hoy es el día que el destino ha elegido para que los tapiceros de palacio plasmen el valor, el orgullo y el honor que late en cada uno de vuestros corazones. ¡Mis hermanos! ¡Hoy no morirá ningún hijo de Onun!
Los guerreros lanzaron vítores y alabanzas, alzando sus lanzas, espadas y escudos al cielo, espoleados por la arenga de su soberano. No retrocederían, no cederían. Los bárbaros habían cometido un error al pensar que podrían penetrar en sus tierras. Era hora de subsanar dicho error.
Mientras los hombres se disponían a ocupar sus posiciones, Haoyu se acercó a Yéngel, que estaba dando algunas instrucciones.
- No habrá prisioneros - le dijo en un susurro Haoyu a su hombre de confianza. - Busca terreno llano para desplegarnos, los más experimentados y fuertes a las primeras filas. Todo depende de ellos. Si éstos caen, toda la formación se vendrá abajo.
- Sí, mi señor.
Haoyu decidió permanecer en la retaguardia, sobre su montura, para dirigir las maniobras durante el combate. Realmente se sentía insultado por esa creída superioridad bárbara, y no iba a darles el placer de combatir directamente, pues no estaban a la altura.
Sus guerreros tomaron posiciones. Las primeras filas solo sujetaban los escudos, creando una única y compacta coraza, cuyos flancos estaban protegidos por las paredes de la Garganta Negra. Las filas más atrasadas se encargarían del apoyo y contrataque. Su disciplina militar contra una banda de salvajes violentos sin orden alguno. Sería sencillo.
De pronto, la Garganta Negra hizo honor a su nombre y, desde el otro lado, se escuchó el sonido sobrecogedor de las tropas enemigas que se disponían a atacar. Era el sonido de la guerra. El suelo retumbaba ante el apremiante avance del enemigo, ya casi lograban distinguir las amenazantes formas de los borses. Solo unos pocos metros más y ya los tendrían encima.
- ¡Recordad porqué estáis aquí! - bramó Haoyu a sus hombres. - ¡Para mandarlos al abismo!
- ¡No se retrocede! - ordenó a voz en grito Yéngel desde la primera línea.
Los ónunim respondieron con un rugiente grito de guerra, dando la bienvenida a los borses, que ya los tenían a tiro de piedra.
La colisión entre ambos bloques de combatientes fue espectacular. Los borses superaban en dos a los bravos ónunim, que aguantaron la brutal embestida guarecidos tras sus enormes escudos. Se habían formado de tal forma que era imposible que los borses pudieran atravesar las líneas y cruzar al otro lado del paso. Los que no acabaron ensartados en las lanzas ónunim, se encontraban con el muro de cuero y metal que formaban los escudos. Y la acometida bárbara no servía de nada. Se lanzaban bramando y golpeando sin más, esperando romper la primera línea. Pero la férrea voluntad de los ónunim y su disciplina dejaban en meras intentonas fallidas los esfuerzos de sus enemigos.
- ¡No saben golpear, muchachos! - animaba Yéngel a los guerreros, que respondían con clamor. - ¡Las mujeres de Onun podrían tumbarlos!
Hubo un momento en el que los borses cesaron en su acometida, cansados por el vano esfuerzo. Ningún ónunim había caído. Esos segundos de tregua fueron los que debían emplear para el contrataque.
- ¡Ónunim! - la voz de Haoyu resonó como si una avalancha recorriera la montaña. - ¡Ahora!
A la señal del rey, las primeras filas cargaron contra los bárbaros exhaustos, empujándolos con sus escudos mientras que los que estaban a la zaga lanzaban sendas y certeras lanzadas. Todo iba perfectamente acompasado, las segundas filas, al ver que el enemigo no atacaba, acuchillaban con sus espadas cortas por debajo de los escudos, abriendo heridas graves que pronto se transformaban en la misma muerte.
Los borses comenzaron a retroceder, cediendo espacio y dando a los ónunim ventaja, mientras seguían cargando contra ellos. Pronto empezaron a ver cómo el número de enemigos menguaba, entre bajas y los que comenzaban a retirarse. La balanza se inclinaba a favor de los guerreros de Haoyu, que avanzaban como una única arma tan mortal que hasta los cimientos de la tierra parecían temblar ante su paso.
- ¡Sin prisioneros! - Haoyu ya vislumbraba la primera victoria.
Los borses no sabían cómo frenar el avance de los ónunim y los cuernos bárbaros llamaban a retirada. El rey de Onun imaginaba que tratarían de reagruparse y volver a atacar con fuerzas y ánimo renovado, pero no les iban a dejar esa opción. Muchos enemigos iban cayendo bajo el mortífero beso de las espadas y lanzas de los ónunim. Era una lección que tardarían en olvidar: nunca se subestima a los Hijos del Invierno.
- ¡Se retiran! - anunció Yéngel saliendo de la protección que le daban los escudos. - ¡Sin piedad!
A la voz del portaestandarte, los guerreros rompieron la formación y ya atacaron de forma indiscriminada a los bárbaros que, aterrados, se atropellaban a sí mismos intentando huir. Todo en vano, pues la batalla estaba decidida y la victoria era de Onun. Apenas quedaron supervivientes.
- ¡Por Onun! ¡Por la Tierra Antigua! - Haoyu estaba en pleno éxtasis. Lástima que no hubiera entrado en combate.
- Mi señor - le dijo Yéngel una vez terminada la batalla, - hay borses malheridos que agonizan en el campo de batalla. ¿Qué ordenáis hacer con ellos?
Haoyu miró orgulloso hacia el otro lado de la garganta. ¿Cómo se habrían tomado aquella derrota los señores de la guerra de Mezóberran? Sin duda, no muy bien.
- Rematadlos a todos - sentenció. - Luego cortadles la cabeza y clavadlas en el campo de batalla, en el terreno que les hemos ido comiendo. Cuando estén todas clavadas, con los cuerpos levantad una pequeña barricada. Que se lo piensen bien antes de volver a atacarnos.