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Intrigas en las mazmorras de Griäl.

 

 

   La noche ya había caído cuando Vior y Glórophim se escabulleron como las sombras en la oscuridad de las estancias que habían habilitado para ellos en Griäl. Con la excusa de tener que reparar sus embarcaciones, varadas en la ribera del río Dar, afluente del Únor, solicitaron hospedarse en la ciudad, alegando la larga distancia que había desde la capital de Cáladai hasta el río. El regente Átethor aceptó de buen grado, y cumplió su promesa de mandar hombres para ayudar a los atelden en la tarea de las reparaciones.

   Desde que estaban allí, tanto Glórophim como Vior coincidían en una cosa: Le estaban vigilando. Quizá los sutiles sentidos de los mortales pudieran pasar por alto a sus espías, pero a un elfo no se le escapaban esas cosas. Mucho menos cuando los que pretenden espiar son hombres, con sus métodos rudos y poco perspicaces. Aún con todo, prefirieron seguirles el juego y esperar a que bajaran la guardia para actuar. Y el momento llegó en aquella noche de luna llena.

   No les resulto difícil escabullirse por las calles de la majestuosa ciudad y burlar a las patrullas de soldados y a los centinelas. Las luces de las casas estaban apagadas y todo parecía completamente tranquilo. Griäl estaba sumida en un profundo sueño. Bajaron hasta el nivel inferior, donde se situaban los muros de la ciudad y el patio de armas, que atravesaron silenciosos como felinos, y no tardaron en localizar la gran puerta enrejada que conducía a las mazmorras y calabozos. Glórophim se cercioró que nadie observaba cuando forzó la cerradura con su daga. La puerta se abrió con un chirrido metálico. Los dos elfos suspiraron aliviados al ver que nadie había escuchado el desagradable sonido, que parecía amplificarse en la noche. Livianos como la bruma, se deslizaron al interior de las oscuras galerías y cerraron tras ellos la puerta, que volvió a quejarse con su aguda estridencia.

   - Hoy a resultado más fácil evitar la compañía que han tenido a bien de ponernos - susurró de forma casi imperceptible Vior a su compañero. - Empezaba a estar harto de sentir continuamente ojos en mi nuca.

   - La paciencia no es una de las virtudes de los hombres - Glórophim avanzaba primero, pisando con cuidado en la oscuridad. - Estaba claro que abandonarían su empeño antes o después.

   - Sí, pero han sido persistentes. De haber continuado, hubiésemos tenido que fingir que partíamos. Comenzaban a sospechar de la tardanza en reparar las naves. Demasiados problemas en una embarcación élfica… Comenzaba a llamar demasiado la atención.

   - Pero ha funcionado. Ahora podremos averiguar qué esconden las entrañas de Cáladai. Mañana partiremos al alba.

   - ¿Crees que Átethor anda detrás de algo turbio? ¿Piensas que ha sido él el que ha dado la orden de que nos vigilen?

   Glórophim notó que, algunas zonas del suelo, estaban estancadas, y que goteaban los techos de las galerías.

   - Dudo mucho que el regente lo haya hecho. Si hubiese sido él, no nos habría invitado a quedarnos como huéspedes en su casa. Habría alegado cualquier excusa  y nos habría invitado a salir de la ciudad. No, no creo que él sea consciente en absoluto de cuanto le rodea. La podredumbre suele empezar en las capas más bajas.

   - ¿Qué crees que encontraremos aquí?

   Glórophim le señaló con la cabeza un resplandor de antorchas en un pasillo que giraba a la izquierda.

   - Espero que respuestas - le contestó a Vior, mientras se agazapaba para avanzar hacia el pasillo.

   La tenue luz de las antorchas iluminaba una serie de pasillos, columnas y arcos que formaban las mazmorras. Las antorchas las sujetaban estatuas de piedra que representaban a soldados, como silenciosos guardas que custodiaban y vigilaban a los desafortunados que daban con sus huesos allí. Cada arco, formado por columnas, conducía a un pasillo distinto, y en cada uno de ellos estaban los calabozos propiamente dichos. El aspecto de aquel lugar era lúgubre, casi parecía abandonado. El suelo formaba pequeños charcos aquí y allá, donde se reflejaba la piedra gris, como antes pudieron comprobar los dos elfos. Las enredaderas trepaban por las paredes, por las columnas. Realmente era desapacible.

   - Estos pasillos son un laberinto - advirtió Vior cuando se hallaron en mitad de una estancia amplia, donde se presentaban varios caminos de frente. - Apuesto a que más de algún preso trató de fugarse y se perdió en ellos.

   - No me cabe duda - asintió Glórophim. - Seguiremos el pasillo de la derecha. He creído escuchar un lejano murmullo.

   Anduvieron por el frío pasadizo, intentando escuchar o ver algo, más allá del incesante goteo que repiqueteaba en el suelo de piedra. De pronto, escucharon un cuchicheo que provenía de uno de los calabozos.

   - Un prisionero - apuntó Vior, cogiendo del brazo a Glórophim, que frunció el ceño.

   - ¿Un único prisionero en todas las mazmorras? Me resulta demasiado extraño. Acoquémonos un poco más.

   Se pegaron a la pared todo lo que pudieron, y avanzaron con prudencia prestando atención a lo que murmuraba.

   - Demasiado tarde… Sí… - era la voz de un hombre. - Pero yo lo he visto…Sí, lo he visto…Y lo advertí… Ahora es demasiado tarde…

   Glórophim se asomó con mucho cuidado por una esquina de la celda, cerciorándose que el sujeto no miraba. Descubrió a un hombre de aspecto andrajoso y sucio, con el cabello oscuro desgreñado, donde se adivinaban algunas canas. Tenía la barba larga y descuidada, los ojos grises hundidos en unas profundas ojeras, y en su rostro, antaño jovial y alegre, comenzaban a hacer mella los sufrimientos padecidos en su cautiverio. Vestía unos harapos demasiado sucios y raídos. Permanecía sentado, observándose las manos, como si sujetara algo extremadamente delicado entre ellas.

   - Pueden intentar silenciarnos - continuaba su retahíla el prisionero, - pero nadie puede escapar de su destino.

   Glórophim se dio la vuelta con rapidez, mirando con los ojos muy abiertos a Vior.

   - Creo que sé quién es ese hombre - le dijo con cierta sospecha a Vior.

   Este se asomó como lo había hecho Glórophim, pero no conseguía reconocer aquel rostro tan demacrado.

   - ¿Quién es? - preguntó apremiante.

   - Creo que es Ilébrom, el conde de Theadurion - Glórophim le señaló con los ojos la celda.

   A Vior se le dibujó un gesto de sorpresa en el rostro.

   - Al que prendieron por desafiar al gobierno y acusaron de loco.

   Glórophim asintió al tiempo que se erguía y salía de las sombras, situándose delante del conde. El desaliñado hombre levantó la mirada, observando con curiosidad al elfo.

   - ¿Eres… - la voz sonaba irreal, fantasmagórica con el eco de las mazmorras.- Eres tú el Elegido?

   Glórophim se sobrecogió. Miró rápidamente a Vior, que permanecía también atónito. ¡El Elegido! ¿Acaso aquel prisionero tenía algún tipo de información sobre la Profecía? Parecía imposible.

   - Mi nombre es Glórophim de Ilethriel - se presentó el elfo con tono cortés. - Y él es Vior de Quil-Asur.

   El hombre ladeó la cabeza, curioso, con la boca entreabierta. Miraba a los dos atelden como si nunca hubiera visto uno. A continuación, bajó la cabeza y volvió a mirarse las manos vacías, con una expresión en el rostro de decepción.

   - Altos elfos de Asuryon - musitó para si. - El destino me envía a dos bellos elfos en lugar del Elegido… Es muy tarde ya… Se me ha agotado el tiempo…

   Vior se acercó cauteloso a la verja y trató de escrutar los ojos del preso. Seguramente, creería que estaba sufriendo algún tipo de alucinación.

   - ¿Con quién tenemos es honor de hablar? - intentó sonsacar Vior.

   El hombre pareció sobresaltarse, conteniendo la respiración y mirando con ansiedad a ambos lados de la celda.

   - Mi nombre… - repitió entre murmullos. - Mi nombre… No… Es peligroso… Demasiado peligroso…

   Glórophim se arrodilló, poniendo su cara al mismo nivel que la del prisionero.

   - Mi señor Ilébrom. ¿Sois vos?

   El hombre puso los ojos como platos dentro de aquellas oscuras ojeras. Era como si hubiese escuchado la voz de un demonio.

   - No pronuncies ese nombre, elfo - siseó acercándose a la verja. - Es la ruina de todo un pueblo, el ocaso de quien osa mencionarlo… No lo pronuncies aquí, o solo te traerá problemas.

   Era el conde Ilébrom, confirmado. A los dos atelden les pareció desmesurado aquel castigo para un hombre que había servido al gobierno de Átethor, más teniendo en cuenta que el regente no parecía la clase de persona que se vengara de sus detractores. Cobraba peso la teoría de una conspiración.

   - ¿Cómo habéis acabado aquí, mi señor? - continuó preguntando Glórophim.

   Ilébrom se encogió de hombros.

   - ¡Qué más da! - espetó. - Cuanto menos se sepa del camino más seguro es el caminar.

   - ¿Y qué sabéis? - intervino Vior.

   Los ojos del conde brillaron astutos.

   - Sé que todos moriremos - aquellas palabras retumbaron mucho más que cualquier otra en las cavernosas estancias. - He conseguido escuchar el aullido del lobo, pero está muy lejano. El fin de los días de Cáladai se aproxima… Lo sé y lo dije… Por eso estoy aquí… Tienen miedo de la verdad… Miedo al inminente destino, del que nadie puede escapar… Nadie…

   La cosa parecía aclararse un poco, aunque resultaba espeluznante pensar que un simple mortal, un conde de una provincia, tuviera ese tipo de revelaciones. Ni siquiera su reina Élennen se aventuraba a vaticinar augurios de forma tan exacta, y tampoco el valido de los videntes Celdan. Era asombroso.

   - ¿Y cómo… ?- Vior casi ni se atrevía a formular la pregunta. - Cómo lo sabéis?

   Ilébrom miró a los ojos al elfo, que sintió un pequeño escalofrío ante aquella mirada salvaje y feroz.

   - Lo he visto - dijo tétricamente, esbozando una irónica sonrisa.

   Los dos elfos intercambiaron una mirada nerviosa, presas de un estupor que crecía con cada frase que pronunciaba el conde de Theadurion.

   - ¿Visto? - Glórophim escrutaba su rostro estropeado en busca de algún signo que le hiciera pensar que aquel hombre estaba desvariando. Nada hacía pensar que así fuera.

   Ilébrom alzó su brazo derecho de una forma elegante y teatral, simulando que sujetaba algún extraño objeto. Se levantó pausadamente y dijo:

   - La Piedra me lo mostró.

   Glórophim y Vior ahogaron un grito de sorpresa. ¡Una Piedra! ¡Aquel condenado loco había encontrado uno de los artefactos más buscados por los atelden durante siglos!

   - ¡Una de las Piedras de Ilethriel! - Glórophim intentó susurrar aquella frase a Vior. - No tengo dudas, habla de una de las Piedras Oráculo.

   - ¿Es posible? - Vior permanecía en estado de estupefacción. - ¿A podido llegar a sus manos tal objeto?

   De repente, se escuchó el sonido oxidado y chirriante de una puerta, ruido de multitud de pasos, y unas voces que tan solo eran un murmullo pero que poco a poco fueron tomando forma.

   - Espero que todo marche según lo acordado - decía una voz de mujer, dura y fría como el acero. - Nos desagradaría encontrarnos con alguna sorpresa cuando las tropas atraviesen la Muralla y marchen sobre Cáladai.

   - Puedes decirle a tu señor que pierda cuidado - contestaba un varón, cuya voz era familiar para los dos elfos. - Átethor no es más que un títere a meced de los designios del Consejo, y he conseguido sobornar a muchos de ellos para que respalden mis propuestas en contra de tomar cartas en el asunto de la guerra. El muy estúpido ni siquiera sospecha de la existencia de la misma. Le hemos secuestrado la correspondencia, y toda misiva que llega de Páravon, Onun o algún que otro lugar es interceptada y destruida. Ahora yo controlo Cáladai y puedo aseguraros que la resistencia que encontraréis al marchar sobre la ciudad será nula.

   Al sentir que los pasos de aquellas personas se aproximaban hacia donde estaban ellos, Vior no tardó en echar mano a la empuñadura de su espada, dispuesto a entrar en acción de forma inmediata. Pero Glórophim le agarró de la muñeca, impidiendo que desenvainara, mirándole a los ojos con rostro severo y negando con la cabeza. No tenían escapatoria, estaban atrapados.

   La risa desquiciada y demente del conde Ilébrom retumbó en las húmedas y lóbregas paredes de los calabozos, acompañando el sonido de las pisadas que cada vez estaban más cerca. La luz de unas antorchas introdujo unas sombras alargadas, cuyos propietarios eran los extraños que parecían conspirar contra el gobierno de Átethor.

   - ¿Aún sigue con vida? - la voz de la mujer era cortante y fría como el hielo. - Pensé que ya os habríais librado de él.

   - Cuesta trabajo quitarle la vida a alguien sin que nadie le eche en falta - respondió el hombre. - Mucho más cuando se trata de un conde de una provincia de Cáladai. Ilébrom morirá llegado el preciso momento, aún es demasiado pronto para que ocurra sin despertar la atención del regente.

   Los ojos de Glórophim se tropezaron casi adrede con los de Ilébrom, que reía demencialmente entre dientes, con un gesto sombrío en el rostro. Estaba claro, el conde era totalmente consciente de su futuro.

   - Pase lo que pase - susurró Glórophim a Vior - no les ataques. No podemos permitirnos una excusa para que declaren a nuestro pueblo enemigo de Cáladai.

   Vior, que no parecía muy convencido, acabó asintiendo con el gesto, un tanto contrariado por tener que obrar de aquella prudente manera.

   Las sombras ya se habían convertido en siluetas, que continuaban avanzando hacia ellos de forma inexorable. No parecían haberse percatado de la presencia de los atelden. Pero, recorridos unos escasos metros más, parecieron reconocer a la pareja de elfos, que les miraban desafiantes y altivos. Hubo murmullos nerviosos que denotaban dudas. Serían unas diez personas, soldados entre ellos. Se quedaron quietos, muy quietos, al amparo de las sombras. Solo los soldados reaccionaron, prestos para entrar en acción.

   - ¡Tranquilos! - exclamó con aparente tranquilidad Glórophim, levantando ambas manos en señal de rendición. - No opondremos resistencia. Nos entregamos.

   Acto seguido, se desabrochó el cinto que sujetaba la vaina donde descansaba su espada y lo depositó en el suelo. Lo mismo hizo con un par de dagas cortas. Vior, visiblemente frustrado, dejó caer su espada siguiendo el ejemplo de su compañero.

   - Desde que pusisteis los pies en Griäl - dijo el hombre, saliendo de las sombras - siempre supe que causaríais muchas molestias.

   Los dos elfos no se sorprendieron al reconocer el rostro desagradable de mirada estrábica  de maese Tsártak, que sonreía con desdén mientras disfrutaba de ese triunfo. A su izquierda estaba la mujer cuya voz habían escuchado. Era alta, de complexión atlética, pelo rubio y unos ojos azules de los cuales emanaba una crueldad que no conocía límites. Observaba a los atelden con rostro severo, los labios apretados y los puños cerrados tan fuertemente que los nudillos se tornaban blancos.

   - Una arjona - afirmó Vior encogiéndose de hombros. - Era demasiado obvia la teoría de la conspiración. Por eso evitáis por todos los medios la intervención de Átethor en el conflicto. Cuando Cáladai haya caído, tú tendrás tu recompensa.

   Esta última frase la pronunció señalando a Tsártak con un dedo acusador. El magíster del consejo enrojeció de ira.

   - No permitas que te hablen así - siseó como una serpiente la mujer arjona. - Matémoslos aquí y ahora.

   - No - sentenció enérgicamente Tsártak. - Una hueste de elfos esperan la llegada de estos dos en las proximidades del río Dar. Si no dan señales de vida podrían sospechar y decidir investigar. No nos podemos permitir que los elfos intervengan o habrá complicaciones. Además, el viejo Sálthar, el mago, podría preguntar por ellos también. No podemos matarlos.

   Glórophim estudiaba los rostros de aquellos hombres que los miraban como a lobos a los que habían sorprendido rapiñando en un corral. Sabía que se había jugado su suerte y la de Vior a una carta, pero era la alternativa más sensata. La jugada era arriesgada, sí, pero había posibilidades de ganar.

   - De momento estáis bajo arresto - continuó maese Tsártak con evidente desprecio, - al menos hasta que decidamos qué hacer con vosotros. Si decidís cooperar quizá seamos clementes. Negaros y el castigo será de tal magnitud que tendremos que escribir un capítulo a parte en los libros de tortura.

   Ilébrom, desde su celda, no cesaba de reír nerviosamente mientras murmuraba de forma incomprensible. Glórophim miró al suelo, donde las goteras formaban pequeños charcos oscuros y suspiró débilmente. El pez había mordido el anzuelo.

   - Haremos lo que nos pidáis.