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Un atajo por Hazhad-Uldred.
Marchar por los lóbregos pasadizos de las minas enanas no era sencillo. Cualquier hombre que presumiera de ser buen explorador, podría perderse en el intrincado laberinto de pasillos, galerías, salas y grietas que constituían el desamparado paisaje. Y oscuridad, mucha oscuridad.
Las antorchas que llevaban el grupo de enanos, dirigidos por Glósur y el rey Sorian de los Yunqueternos, iluminaban parcialmente el camino, dejando entrever, entre luces y sombras, las antiguas obras de minería de su pueblo. Distinguían restos de decrépitos andamios de madera, ruedas y poleas con los que transportar aquellos materiales que les eran útiles, estrechos puentes de piedra, y escalinatas que subían y bajaban sin un orden aparente. Hacía mucho tiempo que había quedado abandonado.
El incesante silencio que les acompañaba, desde que salieron de Éridor, solo era roto, de cuando en cuando, por los débiles quejidos del malherido rey Bain, que se aferraba a la vida con la voluntad del orgulloso guerrero que era. A veces, Glósur pensaba si no sería mejor que se rindiera y cesase así su sufrimiento. Más allá de la agonía del rey de los Rocasangre, la marcha estaba resultando especialmente dificultosa, pues había algunos pasillos por donde no podían entrar con el herido, obligándolos a tener que dar rodeos, robándoles un tiempo precioso que ignoraban si tenían. Solo esperaban que los trasgos no conocieran bien los caminos, y se acabaran perdiendo.
Para el rey Sorian, dejar Éridor atrás no fue fácil. Habían estado a punto de sucumbir bajo las garras de los trasgos de no haber sido por Glósur y los suyos, y dejarla ahora bajo la custodia de un pequeño grupo de Yunqueternos no era precisamente lo que él quería. Pero la verdadera amenaza se deslizaba como un reptil hacia Karak-Dür, y no podían dejar solo al Gran Rey Dalin. Aun así, no podía dejar de maldecir la hora en que se decidió mandar un contingente contra los orcos y ogros del Valle de Rumm. Pensaba que había sido un error, y así se lo hacía saber a Glósur cuando hablaban sobre ello. Ahora lamentarse no servía de nada.
Tras dos jornadas viajando, consiguieron dejar atrás las minas para adentrarse en las salas de las columnas, algunas en ruinas. Las galerías se cruzaban unas con otras, formando encrucijadas que desembocaban en otras galerías o en escalinatas que, por lo general, descendían a niveles inferiores.
- Las ruinas de Mordein - informó secamente Sorian, mirando a su alrededor.- Estamos cerca de Karak-Dür.
Glósur asintió. Se quitó el casco y se secó el sudor que le perlaba la frente. Se sentía cansado, muy cansado. Tenía la sensación de no haber podido relajarse unos momentos desde que partió hacia la Atalaya Norte, para vigilar a los orcos. Se sentía mayor. Lo peor era que no alcanzaría el descanso llegando a Karak-Dür. Un ritmo frenético se había puesto en marcha y era imposible frenarlo.
El crepitar de las antorchas hacía un débil eco en las entrañas del Ered-Durak, era muy tenue, pero aun así a Glósur le inquietaba que alguien consiguiera escucharlo. Alguien o algo… De buena gana habría mandado apagar las teas, pero la oscuridad era tan densa que casi podía cortarse con el filo de sus hachas.
Se encontraron varias veces con encrucijadas que les dividían el camino en cuatro partes, o incluso cinco. Generalmente, tomaban el camino que dirigía al sur, aunque a veces solían encontrar los caminos inservibles, pues las ruinas de las ciudad enana cortaban el paso.
- Cuando estos crueles acontecimientos pasen - dijo Sorian a su camarada, con aire despreocupado, - me gustaría hacer una expedición por todas nuestras antiguas ciudades. Deleitarme entre sus ruinas y admirar la magnificencia de nuestros antepasados.
Glósur le miró con gesto incrédulo. Le sorprendía que el rey de los Yunqueternos tuviera ese aplomo. Quizá fuera lo mejor. No pensar en los aciagos tiempos que tocaban vivir. Le dedicó una sonrisa debajo de su barba canosa.
- Cuando todo pase… - Glósur casi hablaba consigo mismo. - Si me lo permites, mi señor Sorian, me encantaría acompañarte en esa expedición.
A Sorian se le iluminó el rostro, y le dio varias palmaditas amistosas al portaestandarte. Sin duda, sus palabras habían tocado una fibra sensible de aquel rey, enfundado en su brillante y magnífica armadura.
- Para mí será un honor contar contigo, camarada Glósur - dijo henchido de orgullo. - Siento que ese viaje podría ser… - de repente, Sorian guardó silencio y puso atención al ambiente. - ¿Has oído eso?
Glósur se descentró unos instantes, pero se recompuso rápidamente.
- ¿A qué te refieres? - preguntó con cautela y bajando la voz.
- He escuchado algo - respondió intentando hacer oído.
Glósur hizo lo propio, pero sin ningún resultado.
- Quizá haya sido alguno de los quejidos del rey Bain - le dijo al señor de los Yunqueternos. - O el crepitar de las antorchas.
Sorian negó enérgicamente con la cabeza.
- No es eso. ¡Por el Martillo del Gran Thangrin, que algo se mueve en el nivel de abajo!
- ¿Justo debajo de nuestros pies?
- Estaría dispuesto a jurar que sí.
- En tal caso, podemos comprobarlo. Bajemos los dos por esas escaleras de la derecha, que llevan justo a la planta inferior. Tranquilo, conozco estas ruinas y galerías bastante bien. No es la primera vez que opto por tomar caminos alternativos.
Sorian ordenó al grupo de enanos que buscaran un lugar seguro donde esconder a Bain, no fuera que les estuvieran preparando una emboscada, y que apagaran las antorchas. Unos cinco enanos de los Yunqueternos acompañaron a Glósur y a Sorian hasta el umbral de la escalera, justo antes de apagar la última luz.
Tardaron unos momentos en habituar la vista a la negrura. Una vez comenzaron a distinguir las formas que los rodeaban, descendieron con paso cauto por la escalera. Los peldaños estaban resbaladizos, de modo que tuvieron que extremar la precaución de no pisar mal y caer rodando, descubriendo su posición y la de todo el grupo.
Glósur no tardó en confirmar que Sorian estaba en lo cierto. Se extendía un murmullo constante que se acentuaban a cada metro recorrido. No eran enanos, de eso estaban seguros, por la extraña y gutural lengua en la que hablaban. Así que solo se podía tratar de enemigos. Ahora la prioridad era averiguar qué clase de enemigo era, su número y su rumbo.
El final de la escalera daba a una amplia sala también con una sucesión de columnas. Se veía un titilante resplandor rojizo, cuyo posible origen serían unas antorchas. Varias sombras, proyectadas por la cálida luz, se movían de un lado a otro de forma anárquica y rápida.
- ¿Lo ves? - murmuró Sorian al oído de Glósur. - Te dije que había escuchado algo.
Glósur pegó su cuerpo todo lo que pudo a la pared de piedra, fría y húmeda, y asomó con cuidado la cabeza para averiguar quiénes estaban allí.
No hacía falta ser un erudito, obviamente. Cientos o miles de trasgos recorrían la enorme sala, adentrándose en un estrecho pasillo que nacía al final de la misma. Encima de unos restos de una columna, había un trasgo, de fiero aspecto, algo más alto que el resto. Una oxidada cota de malla cubría todo su cuerpo, y unos andrajosos ropajes oscuros le servían como indumentaria. Pero lo que más le llamaba la atención era que, de una gruesa cadena, mantenía sujeto a un enorme y monstruoso gusano de ghágnar. Esta criatura, algo más pequeña en tamaño y estatura que un huargo, tenía un cuerpo bulboso, chato, cubierto de verdosas escamas, que movía con sus dos pequeñas y robustas patas de garras retráctiles. Su lengua era viscosa, abultada y negruzca, y las fauces, de afilados dientes, eran grandes y similares a los perros de presa. Sus ojos, pequeños y oscuros, para ver en la oscuridad más absoluta. Babeaba y gruñía sin cesar. Era una maléfica forma de vida que habitaba en las profundidades de las cavernas. Y aquél trasgo la tenía de grotesca mascota.
Glósur forzó un poco más la vista, para intentar conseguir ver más. Dentro del oscuro pasillo, demasiado alejado como para poder distinguir algo, observó una gran sombra, de enorme tamaño. Seguramente sería un troll.
- ¿Qué es lo que ves? - preguntó impaciente Sorian.
Glósur le señaló con la cabeza las escaleras, dándole a entender que volvieran a subir antes de que los descubrieran. El rey de los Yunqueternos comenzó a subir sin rechistar.
- Trasgos - dijo en voz baja Glósur mientras ascendían. - Es la horda de trasgos que se dirige a Karak-Dür. He conseguido ver a su líder. Tiene un gusano de ghágnar, y posiblemente también tengan un troll. Puede que sean unos mil.
- ¡Por las barbas de mis Ancestros! - ahogó una exclamación Sorian. - ¡Se nos han adelantado y no podemos atacarlos por la retaguardia siendo tan escasos!
- Tranquilo. Creo que aún tenemos una posibilidad, si no me equivoco.
Cuando llegaron a la cámara donde estaban esperando el resto de los enanos, Glósur comenzó a dar órdenes como si él fuera el rey. Todo el mundo obedeció, encendiendo de nuevo las antorchas y preparando la reanudación de la marcha.
- En efecto, se nos han adelantado - le decía Glósur a Sorian mientras caminaban apresuradamente. - Pero han tomado un camino más largo. He reconocido la sala según me he asomado. El pasillo que había al final conduce directamente a Karak-Dür, solo hay que seguirlo. No tiene encrucijadas ni desemboca en otras salas. Es directo, pero también es más largo y estrecho. Ahí tenemos nuestra oportunidad. Si utilizamos un atajo, seremos capaces de sacarles casi una jornada de ventaja.
El rey Sorian escuchaba con atención cada palabra.
- ¡Brillante, camarada! Y apostaría mi martillo de guerra a que tú conoces dicho atajo, ¿me equivoco?
- Aproximadamente a un par de kilómetros de aquí, se encuentran las Escaleras de Hazhad-Uldred. Es un camino sinuoso que nace en la misma roca, pero merece la pena intentarlo.
Sorian sonrió triunfal y lleno de orgullo.
- Un enano que no vence a la roca, ni tiene barba ni palabra en la boca.
No tardaron mucho en reanudar la marcha, portando al febril Bain, que se debatía entre la vida y la muerte. Glósur sabía que aquello les estaba retrasando más de lo previsto, pero aun así ganarían tiempo por el atajo que él conocía. Sería incómodo tener que subir y bajar las escaleras con Bain a cuestas, pero era su única oportunidad. Eran las Escaleras o atacar de forma suicida a los trasgos por la retaguardia. Y ya había tenido suficiente con una acción temeraria como la del Valle de Rumm.
El grupo marchó a un buen ritmo, animados ante la idea de encontrarse cerca de Karak-Dür. Algunos de los enanos fantaseaban con el banquete que les brindarían, con la rica y helada cerveza de malta, con el reconfortante calor de las hogueras… Estaba claro que todos deseaban llegar y poder tomarse un respiro ante aquellos acontecimientos que se precipitaban.
Glósur y Sorian encabezaban la expedición, como no podía ser de otro modo, y conversaban con renovado aliento. Parecía que, por unos momentos, todo mal se había esfumado. Incluso el propio Bain ya no gemía ni se lamentaba entre susurros. Ahora parecía haber caído en un sueño confortable y profundo. Al menos daba la impresión de que no sufría, pensaba Glósur, o al menos no lo exteriorizaba.
Cuando llevaban caminando cerca de las tres horas, la Escalera de Hazhad-Uldred apareció ante ellos. El camino lo formaba una serie de estrechos y oscuros peldaños que ascendían serpenteando una enorme y empinada cuesta entre las rocas. Parecían las montañas de la montaña, como si el Ered-Durak estuviera encinta de montañas gemelas. Precipicios y abismos conformaban en resto.
- ¿Esta es la escalera a la que te referías, Glósur? - Sorian observaba con desconfianza el atajo.
- Estas son - asintió el portaestandarte. - Nuestros antepasados las utilizaban para labores mineras. Conseguían acceder a lugares recónditos, inaccesibles, donde conseguían extraer el mejor míthril y las más bellas piedras preciosas. También era un camino más directo para que los mineros de distintas ciudades estuvieran mejor comunicados, fomentando el comercio entre los pueblos y estableciendo rutas. Pero un día, los mineros decidieron abandonar aquellos parajes. El índice de mortalidad crecía apresuradamente, y algunos decían que no era por lo peligroso de las minas, sino porque un mal oscuro moraba por aquellos sombríos parajes. Leyenda o realidad, nadie lo sabía. Lo cierto es que nadie se atrevía a pasar por aquellos retorcidos caminos, y todos los nuestros los trataban de evitar. Posiblemente, si los trasgos no nos llevaran la delantera, también lo hubiéramos hecho nosotros.
- Tendremos que ir en fila de a dos - dijo el rey Sorian, acariciándose la barba pensativo. - Es muy estrecho, y va a resultar especialmente incómodo acarrear con Bain.
- Disponemos de tiempo suficiente - apuntó Glósur, mirando la empinada escalera. - De todas formas, no tenemos más opciones.
- ¡En marcha, pues, camaradas!
La compañía de enanos comenzó a ascender por el quebrado camino, unos muy juntos de otros, en un sepulcral silencio y con todos los sentidos alerta. Cuando apenas llevaban un par de kilómetros, la fatiga comenzó a hacer acto de presencia. Era demasiado empinado, a veces parecía que hasta vertical, y la humedad en los peldaños tampoco servía de mucha ayuda. De cuando en cuando debían parar para maniobrar con Bain. Era una tarea dificultosa y delicada, porque, al delicado estado de salud del rey, había que unir el peligro de que cayera al vacío si se hacía un movimiento en falso. O incluso que cayera alguno de sus porteadores. Debían ser precavidos y muy cautos en ese sentido.
- De todas las horribles rutas que nacen en las minas - gruñó Sorian, visiblemente contrariado, - ésta es, sin duda, la más odiosa de todas.
- Al menos podremos tomarles la delantera a los trasgos - apuntó Glósur, que se secaba el sudor de la frente con el dorso de su mano enguantada.
El rey de los Yunqueternos le dirigió una mirada enfurruñada y se limitó a suspirar roncamente.
El ascenso de la Escalera les llevó casi cuatro horas. Cuando llegaron a un pequeño llano en mitad de la misma, los enanos pararon para tomar un poco de aliento antes de continuar.
- La peor parte ya ha pasado - les informó Glósur, mientras señalaba un empinado descenso con más escalones. - Ahora todo será cuesta abajo. Al final de estos peldaños, llegaremos a Karak-Dür.
Parecía que aquello había alentado un poco a los fatigados enanos. Recuperaron parte del ánimo que habían perdido. Era un grupo bastante trágico, se dijo Glósur mientras los observaba. Unos venían de sufrir un asedio por parte de los trasgos y el resto eran los supervivientes de la matanza orca y ogra. No se les podía reprochar nada, ni siquiera las caras largas que lucían pese a estar tan cerca de su objetivo. Al menos eso esperaban, que fuera el final del camino. Se lo tenían merecido después de tantos pesares.
Tras comer y beber un poco, reanudaron la segunda parte de la jornada. Por lo menos, ahora el esfuerzo era menor dado que las escaleras serpenteaban en descenso. Poco a poco, el camino se hizo más ancho, lo que facilitó en gran medida el avance, recorriendo en poco tiempo mucha distancia. Y, por fin, se escucharon las primeras bromas, risas y canciones entre los enanos. Una parte del corazón de Glósur, se regocijó ante aquella espontánea explosión de júbilo. Otra, en cambio, hizo que se estremeciera ante la posibilidad de estar descubriendo su posición. Un pensamiento absurdo, desde luego; los trasgos estaban lejísimos de ellos y nadie se atrevería a seguir esa ruta.
Cuando, a unos escasos quinientos metros, aparecieron los muros de Karak-Dür, la algarabía no pudo ser frenada por más tiempo. A simple vista, sólo se distinguía una pared de roca oscura, rugosa y que se alzaba más allá de donde la vista alcanzaba. Dos columnas enmarcaban lo que se suponía, era la entrada a la ciudad de los Grandes Reyes de los Enanos. Sólo había un problema: había que esperar a que se iluminaran las Runas Custodias de la puerta para que ésta se abriera. Y solo se abrían cuando existía una poderosa razón para hacerlo. No habían avisado de su visita, ni de su marcha, para cualquiera eran intrusos. Enanos, sí, pero intrusos.
Glósur y Sorian sabían de ese misterio, y eran conscientes de que tocaría esperar un poco, al menos hasta que las Runas se iluminaran. Mandaron avanzar un poco más, intentándose hacer oír entre el bullicio. Había que descender completamente, hasta la zona llana en la que se elevaban los muros, y dejar a Bain en un lugar algo menos accidentado. Así pues, comenzaron a caminar apresuradamente y cantando.
De pronto algo heló el corazón de Glósur, que cogió del brazo, casi instintivamente, a Sorian. Un pequeño desprendimiento de piedras se escuchó tras ellos, y un sonido de pequeños y repiqueteantes pasos se hizo presente en la oscuridad. A los dos camaradas les invadió la duda de darse la vuelta o salir corriendo hacia los muros y aporrearlos pidiendo auxilio. Las antorchas de los demás enanos, que de súbito enmudecieron, enfocaron hacia el lugar de donde provenía el ruido, pero no se veía nada. ¿Serían víctimas de una psicosis colectiva?
Una sombra informe cruzó por la derecha del grupo, demasiado rápido como para alcanzar a ver qué era aquello. Parecía como si esa cosa pudiera deslizarse por la pared de roca vertical. Era imposible… ¿Qué podía ser?
- ¡A la izquierda! - un enano dio la voz de alarma, girando su antorcha hacia el lugar donde había conseguido ver algo.
Todas las antorchas se giraron buscando no se sabía bien qué. Pero toda duda quedó rápidamente resuelta, para horror de todos los enanos.
- ¡Arañas! - gritó alguien. - ¡Arañas gigantes!
Las temblorosas luces de las antorchas desvelaron ese horror. El reducido grupo de guerreros enanos estaban rodeados, por todos los lados, de arañas gigantes. Seres repugnantes del tamaño de un buey, con sus colmillos, sus aguijones, sus cuerpos tumefactos, los pequeños y múltiples ojos… No era una visión para nada agradable. Algunas de estas abominaciones colgaban del techo, descendiendo inexorablemente por una viscosa y reluciente tela de araña. Iban ha convertirse en un manjar muy suculento, los enanos.
No había tiempo para estrategias ni planes de ataque. Cada guerrero empuñó su hacha o su martillo de guerra y trataron de abrirse camino a mandobles entre aquellos seres hediondos y repulsivos. Pero las arañas no eran tan fáciles de matar, pues se movía con rapidez y aprovechaban su capacidad de trepar por las paredes para ponerse a salvo de los golpes, y dejarse caer con todo su peso desde una altura considerable. Algunos enanos sufrían el tremendo impacto y se precipitaban al vacío de las grietas o quedaban atrapados entre las patas de las bestias. Entonces era cuando sacaban el supurante aguijón e inyectaban su veneno a los enanos, que quedaban inertes y rígidos casi al instante.
Glósur y Sorian combatían espalda contra espalda, cerca de las parihuelas de Bain, que yacía impasible, ajeno a cuanto sucedía a su alrededor.
Conseguían hacer huir a algunas con las antorchas, pero era inútil porque, de cualquier agujero oscuro, emergía otra araña amenazante. Glósur ahora pensaba que hubiera preferido caer bajo la espada orca que devorado por una monstruosidad así. No era ese fin para los guerreros.
De pronto, con un sonido sordo y profundo, dio la sensación de que la tierra se movía. Era como si las entrañas de la montaña rugieran con fuerza desde lo más profundo de su interior. Las arañas, confusas y asustadas, se retiraron tímidamente del cerco al que tenían sometidos a los enanos, expectantes y alertas. Los viajeros también se sentían sorprendidos. Poco a poco, Glósur dejó de prestar atención a las arañas gigantes y se giró hacia los muros de Karak-Dür. Lo que pudo ver le hizo suspirar de alivio.
Una a una, las Runas Custodias de la Puerta del Enano comenzaron a iluminarse, como si de estrellas se tratasen. Las inscripciones, grabadas milenios atrás por los propios maestros rúnicos, trazaron un arco entre las dos columnas, delimitando el cerco de la entrada a la ciudad. Como por arte de magia, las dos rocas que se dividían formando las hojas de la puerta, comenzaron a abrirse y de ella salieron en tropel una multitud de guerreros enanos que comenzaron a lanzar sus hachas arrojadizas contra las arañas, que comenzaban a retirarse. A continuación, la Guardia de Üorcruw, formidables guerreros que combatían en pareja, crearon un perímetro de seguridad alrededor de los viajeros. Mientras que un guardia portaba un enorme escudo y un hacha, el otro disponía de una enorme lanza que sujetaba por encima del escudo, lanzando duras y secas estocadas cuando alguna araña intentaba acercarse.
Una vez se hubieron cerciorado de que todo peligro había pasado, Glósur volvió la mirada de nuevo hacia la Puerta del Enano, abierta de par en par y con las brillantes runas luciendo. Una voz le bajó de su ensimismamiento.
- Camarada Glósur - dijo un enano calvo, con larga barba entrecana y parche en el ojo; llevaba puesto un atuendo parecido al de la Guardia de Üorcruw y portaba una larga lanza, - soy Glar hijo de Múnrar, capitán de la Guardia. Habéis tenido mucha suerte, podríais estar todos muertos ahora.
Mucha suerte… A Glósur se le antojaron esas palabras como irónicas. Suerte había sido presenciar la masacre en el paso de montaña, suerte había sido que Bain estuviera apurando sus últimos momentos en esta vida, suerte había sido que casi los devoraran las arañas gigantes y que otros tantos yacieran envenenados o algo mucho peor en ese momento bajo sus pies. Sí… Quizá debería considerarse muy afortunado.
- Recoged los cuerpos de todos los caídos - alcanzó a entender Glósur a Glar, entre otras muchas órdenes que estaba dando. - Ningún enano merece reposar de esta manera. Y vosotros, queridos camaradas - dijo dirigiéndose a los cansados viajeros, - podréis descansar tranquilos. Bienvenidos a Karak-Dür.