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El hijo del herrero

 

En la fragua del viejo Velteon el calor era asfixiante. El horno donde el maestro herrero estaba tratando una pieza de metal había alcanzado una temperatura agobiante, un ardor que sofocaba. El sudor le recorría por el torso, cubierto únicamente por un mandil, por los brazos que, pese a la edad, aún resultaban fuertes y resistentes. Su hijo Velthen lo miraba mientras accionaba el fuelle silenciosamente. Sabía que su padre no daría muestras de fatiga, no mientras el metal estuviera al rojo vivo, no descansaría hasta que lo hubiera sumergido en agua fría y admirado la forma conseguida.

   - Padre, déjame a mí. Puedo relevarte si quieres – dijo el joven mirando a su maestro y progenitor. Sus ojos verdes delataban la ilusión que le haría tomar el testigo.

   - No estoy cansado, Velthen – soltó el viejo herrero, dejando un momento de golpear con su martillo para devolver la mirada a su hijo. – Quizá el trabajo de accionar el fuelle sea demasiado para ti y buscas una excusa para tomarte un descanso.

   Ambos rompieron a reír. Sabía que su padre no le iba a dejar su martillo, pero por intentarlo...

   - Pararé cuanto tú pares, padre. Mis brazos no cargan con el peso de la edad como los tuyos – rió Velthen.

   - Tus brazos no tienen fuerza todavía porque eso se lo darán los años de forja, como a mí. Y sólo has visto veinte inviernos, de modo que te queda aún mucho fuelle hasta que estén tan fuertes como los míos. ¡Jajajajajaja!

   La herrería del viejo Velteon era famosa en todo Thondon, casi un orgullo para los habitantes de la pequeña aldea de Cáladai. De ahí habían salido muchas de las mejores lanzas y espadas que empuñaban las tropas estatales del reino, puntas de flecha y dagas que solicitaban muy a menudo los Guardianes del Huargo Blanco, los vigilantes del muro norte y su fuerte Dür Areth. Incluso se rumoreaba que había reparado la espada del mismísimo capitán de la guardia personal del Señor Regente de Cáladai, Hemen el Bravo. Velthen sabía que la forja sería suya algún lejano día y quería estar a la altura de su padre.

   Trabajaban codo con codo hasta bien entrada la tarde. Normalmente él se ocupaba de trabajos menores mientras que su padre, experto y avezado en el metal, daba forma a los grotescos tozos de acero, hierro o bronce. Las tallaba, las pulía, les daba vida, personalidad y espíritu. Velthen no podía más que admirar a su padre. Lo observaba mientras trabajaba el metal, prestaba atención a cada una de sus explicaciones, obedecía sin rechistar a sus órdenes. Ya le había dejado hacer alguna pieza, y el viejo herrero opinaba que no se le daba mal. Sería un digno sucesor de él, pero aún le faltaba algo de experiencia. Y lo comprendía perfectamente. Su padre sólo quería lo mejor para él.

   - Esta pieza para alabarda casi está terminada – le dijo Velteon a su hijo mientras se secaba el sudor con el dorso del brazo. – Tienes la tarde libre, hijo. Sal del taller y trata de divertirte un poco. Hay más vida tras estas paredes.

   - Quizá vaya a la taberna del Lobo Errante. Me gustaría tener noticias de lo que ocurre más allá de Thondon.

   Su padre dejó el martillo y las tenazas a un lado y le echó una mirada hosca.

   - ¿Otra vez irás al tugurio ese?

   - No es ningún tugurio, padre – protestó el joven aprendiz de herrero. – Es una taberna donde se reúnen viajeros y soldados. He conocido allí a montaraces, gente que vagan por los montes y bosques, también he coincidido con algún miembro de los Huargos Blancos. Incluso me presentaron una vez a un enano que decía...

   - Sólo morralla. Patanes que viven de la tierra y de nuestra hospitalidad, perturbadores de la paz del regente. No te conviene mezclarte con esa chusma descerebrada. Eres joven e influenciable, y esos pedigüeños tienen ideas alborotadoras.

   - No estoy de acuerdo, padre.

   - Sal a pasear por la aldea, flirtea con alguna muchacha. Te haces mayor y nunca te he visto con mujer alguna – rió su padre.

   - No empecemos con eso otra vez, padre. Las chicas de la aldea son aburridas, son ingenuas. No tienen nada de especial.

   - Tienen lo que deben tener para un herrero como tú: Ganas de casarse, de darte hijos y de cuidar de ellos y de la casa. Hazme caso y huye de todo aquello que rompe con nuestra rutina, con nuestra tranquilidad. Busca una muchacha, diviértete con ella y aléjate del antro ese que nada bueno te reportará. Además, quiero que te conozcan como Velthen el Herrero, no como Velthen el Eunuco.

   Velthen resopló a escondidas, negando con la cabeza y volviendo al trabajo, obviando la proposición de su padre de descansar aquella tarde. Se le habían quitado las ganas. Al acabar la tarea, Velthen se dirigió con su padre a la modesta casa que tenían en la aldea, quería quitarse esa sensación pegajosa que le causaba el sudor al secarse.

   Thondon era una aldea preciosa y tranquila que crecía alrededor de una colina. Sus calles eran estrechas, empinadas y sinuosas en ocasiones, sin llevar una lógica clara, fundiendo los caminos empedrados con la misma hierba que crecía entre piedra y piedra. Sus casas eran bajas, hechas de piedra de un color grisáceo, con techos a dos aguas de tejas rojizas. Algunas tenían un hórreo para almacenar el grano y demás productos agrícolas. La tranquilidad y la paz que se respiraba en Thondon no tenían rival en todo Cáladai. Antaño hubo guerras que asolaron parte del reino, y la pequeña aldea, semiaislada del mundo, apenas notó los ecos de las batallas.

   La fragua de Velteon estaba en la falda de la colina, al igual que la taberna del Lobo Errante, aunque esta última lindaba ya con el pequeño bosque de robles y castaños que pegaba a la aldea. Desde allí se podía observar la magnificencia de las montañas Ered Durak, hogar de los señores y reyes enanos. A Velthen no le importaba subir y bajar cuestas para llegar a la taberna, merecía la pena.

   En la casa, su madre Anarja, les esperaba con ánforas de agua tibia y ropa limpia y bien perfumada. Entrada en carnes y bajita, lo contrario que su marido, un hombre fuerte de pelo ralo y canoso, con una recia barba igualmente grisácea y ojos oscuros como el carbón. A veces, Velthen se preguntaba de dónde habría sacado sus ojos verdes.

   Su madre siempre les esperaba con una sonrisa en los labios, siempre. Nunca había desaparecido de su rostro, ni en tiempos donde el negocio no marchaba tan bien como de costumbre. Consolaba a su marido y trataba de divertir a su hijo. Su abnegación para con ellos no tenía limites.

   Aquel día su padre debió de mencionar que Velthen bajaría a la taberna, como solía acostumbrar a hacer cuando le sobraba tiempo después del trabajo en la fragua, y también tuvo que mencionar la conversación que habían tenido, porque, una vez aseado y vestido, Anarja se acercó a su hijo. La charla que se intuía seguro que iba a ser algo incómodo.

   - Tu padre me ha dicho que vas a bajar otra vez al Lobo Errante – mencionó su madre sin perder la dulce sonrisa, mientras echaba en un canasto de mimbre las ropas sucias de Velthen.

   - Así es, a no ser que tengáis alguna tarea para mí.

   - No, hijo, ninguna tarea. Pero debo decirte que padre está algo preocupado por tus frecuentes visitas a esa taberna.

   - ¡Quiere que me busque una prometida, madre! – protestó el joven herrero. - Pretende que salga a pasear por la aldea y me enamore de una muchacha, así sin más. No es tan sencillo.

   - Las chicas de la aldea miden los vientos por ti, hijo mío – sonrió su madre- Seguro que encontrarías la chica que quisieras sin apenas esfuerzo. Son jóvenes y hermosas, y puedo asegurarte que muchas de ellas son doncellas.

   - Y también olvidaste mencionar que son aburridas, muchas de ellas no tienen conversación alguna. Su vida se basa en las pautas que sus padres les imponen para ser unas esposas abnegadas y generosas para con sus maridos.

   - Y es así con debe ser, hijo.

   - Yo no quiero esa rutina en mi vida, madre.

   - Velthen – dijo Anarja acariciando el pelo dorado y largo de su hijo. – Mi pequeño Velthen. Aún eres joven y vivaz para darte cuenta de ello, pero poco a poco verás que muchas cosas no son como queremos que sean, son como deben ser. Lo que más nos conviene a veces se aleja de lo que realmente deseamos, y sólo el tiempo nos muestra cuán equivocados estábamos con esas inquietudes de juventud. Ve a la taberna si lo deseas, pero procura recordar el lugar al  perteneces. No sueñes con grandes guerreros ni bellas princesas. Tu sitio está aquí.

   Lo que había intuido: Aquella conversación le hizo sentirse incómodo. Besó a su madre en la frente y salió de su cuarto para dirigirse al Lobo Errante. Al pasar por el salón se tropezó con la mirada inquisitiva de su padre.

   - Procura llegar antes de que caiga la noche – dijo antes de que el muchacho saliera por la puerta.

   El aire que corría era agradable, suave, traía un aroma a pino, a tierra mojada. La mezcla de olores de los distintos guisos de varias casas le despertaron el apetito. Un par de muchachas se cruzaron con él, le miraron de reojo, sonrientes, y continuaron su camino entre risitas y cuchicheos. Aquello tampoco le sentaba bien a Velthen. Encontrar una pretendiente... ¿Quién podría con esa pandilla de gallinas locas al ver al primer gallo que entraba en el corral?

   Cuando llegó a la taberna del Lobo Errante, se paró un segundo antes de entrar para observar las majestuosas montañas que, en su interior, albergaban los inmensos y magnánimos salones de los señores enanos de los que tantas veces había oído hablar, y también el pequeño bosque de Thondon, del cual contaban misteriosas historias las viejas de la aldea, principalmente, para asustar a los más pequeños. También observó la pequeña taberna, un edificio de dos plantas, rectangular y con hórreo. La edificación era de madera de roble, oscura, pero acogedora a la vez. Se dirigió a la puerta de entrada y pasó dentro.

   El olor que la taberna tenía en su interior era agradable: Una mezcla de vino, cerveza e hidromiel lo perfumaba. El suelo era también de madera y crujía a veces al caminar sobre él. Unas mesas y sillas se disponían sin orden en un pequeño espacio libre, en la barra también había taburetes, y tras ella, el gordo y colorado tabernero, calvo como un melón y con un enorme mostacho canoso y trenzado. Le saludó con un movimiento de cabeza, al que Velthen respondió con la mano, acercándose a la barra.

   - Ponme una jarra de cerveza trigo, Vérdoger – dijo Velthen, apoyándose cansado en la barra.

   - Un día duro, ¿no, herrero? – contestó el tabernero Vérdoger mientras le servía una pinta de dorada y espumosa cerveza de trigo.

   - Sí, duro en muchos sentidos. La realidad es muchas veces más dura de aceptar que doblegar con el martillo y el yunque el acero del norte.

   - La realidad muchas veces es ambigua, joven herrero – sentenció el tabernero, al mismo tiempo que secaba una jarra de barro con el mandil.

   - Díselo a mis padres.

   - Tal vez sería mejor que te lo dijeras a ti mismo – respondió un tercer hombre que se había situado a la espalda de Velthen.

   Al darse la vuelta vio a un hombre alto, viejo, pelo y barba blancos y muy largos. Una vieja túnica gris azulada y una capa de huargo eran su único atuendo. Caminaba con una larga y retorcida vara de la que nunca se separaba, pese a que su aspecto no denotaba que la necesitara a causa de los estragos de su más que avanzada edad. Velthen reconoció a su viejo amigo Dálfvar.

   - ¿Para qué? ¿Para asumir lo más pronto posible cual es mi destino? – dijo el joven mirando a los glaucos ojos del anciano.

   - El destino tiene caminos que se entrecruzan, no siempre la realidad es como la vemos o creemos verla. Ni siquiera es como quisiéramos verla. Va más allá, joven Velthen.

   - Creo que hoy no tengo humor para tus juegos de palabras y enigmas, Dálfvar. Mejor cuéntame qué sucede en el mundo exterior, seguro que es más interesante.

   - Tu curiosidad e inquietud demuestran muchas cosas de ti – rió el viejo, mientras indicaba al tabernero que le sirviera un cuarto de vino.

   Algunos decían que Dálfvar era un viejo vagabundo que deambulaba por la Tierra Antigua contando historias que muchos dudaban que fueran ciertas, otros decían que era un loco que se había entregado a la mendicidad, otros en cambio decían que, tras ese aspecto de viajero sin rumbo, se escondía un mago poderoso. Quién sabe, podría ser muchísimas cosas. Lo cierto es que nadie sabía de dónde venía el anciano peregrino y a dónde iba cuando se ausentaba en uno de sus muchos viajes. Velthen lo conocía desde que él era un niño, pese a que no era del agrado de su padre.

   - Dime qué quieres saber, pues – dijo el viejo mientras tomaba un trago de vino.

   - Pues todo. De dónde vienes, a dónde vas, qué has visto, a quién has conocido... – Velthen sentía mucha curiosidad por saber qué ocurría fuera de los límites de su aldea.

   - Mis pasos me han llevado esta vez a Onun. El Reino del Invierno Eterno ha estado últimamente muy agitado, y sus gentes hablan de futuros malos tiempos para su reino – a Dálfvar se le ensombreció el rostro de repente. – Onun es tan débil como orgulloso para aceptar ayuda ajena.   - ¿A qué te refieres? – dijo Velthen, intuyendo la preocupación en el rostro de su viejo amigo. - ¿Dálfvar?

   El anciano le miró a los ojos y le sonrió, como dando a entender que no sucedía nada malo. Sus ojos tristes y de espesas cejas delataban el peso de sus propias cavilaciones.

   - Los ónunim son gentes desconfiadas que creen que los signos pueden proteger o destruir su reino. No es nada importante, Velthen. Olvídalo.

   - Bueno, no creo que alguien se sienta amenazado sin motivo aparente. Yo estaría preocupado si viviera en Onun.

   - ¿En serio? ¿Y por qué? – preguntó el anciano, con una media sonrisa en la boca.

   - No sé... Quizá porque al norte tendría la visión de Mezóberran, porque al sur tengo una muralla que me separa de otros reinos como Cáladai... Ante un ataque de los clanes borses o de los arjones, serían los primeros en caer.

   Dálfvar miró largo rato al joven herrero, como evaluando sus palabras. Se mesó la larga barba blanca, pensando durante unos segundos su respuesta. Velthen había tocado en alguna clave.

   - Verás, Velthen, los ónunim llevan siglos conviviendo con Mezóberran como tierras vecinas. Se jactan de haber acabado con todas sus incursiones, y es difícil que les hagas entender qué clase de peligro puede acarrear el sentirse autosuficiente a la hora de plantar cara a los norteños. Por eso la Muralla y el puesto de Dür Areth los separa de Cáladai, porque ellos desprecian esa medida de seguridad que tomaron siglos atrás los Señores Regentes. No ven el peligro, son gente muy ruda y terca, casi tanto como los enanos. Prefieren morir a optar por una medida cobarde, a su parecer. La Muralla Septentrional los separa por iniciativa propia. Si tú fueras un ónunim te preocuparían otras cosas, no la amenaza de invasión.

   - ¿Como qué?

   - Ya te lo he dicho, joven curioso – refunfuñó Dálfvar mientras apuraba el vino, - son gentes supersticiosas, que creen a pies juntillas la interpretación de los escritos, los vaticinios de los videntes elfos, las profecías. Creen que su vida o muerte está escrita y que no se puede cambiar. Te repito que son tonterías sin importancia a las que no debes prestar atención. Si tu padre se enterara de esta conversación, te prohibiría volver a verme.

   - Seguro, y hoy más que nunca – dijo Velthen con pesadumbre. – Ahora parece empeñado en que busque esposa.

   Dálfvar soltó una carcajada sonora, pero que no denotaba burla ni sarcasmo. Velthen sabía que muchas de las opiniones y ocurrencias de su padre chocaban con las del viejo trotamundos.

   - Sería una buena idea, sin duda – respondió el anciano. – Eres un gran partido para las jóvenes doncellas de Thondon.

   - Oh, no. Tú también, no, Dálfvar. He tenido suficiente con mi padre y mi madre. No necesito consejos de cómo encauzar mi vida – soltó Velthen enfurruñado.

   - ¿No? ¿Y qué tipo de consejos necesita el apuesto y disponible joven herrero, conquistador de vírgenes? – rió Dálfvar.

   - No es tanto el cómo encauzar mi vida, pues eso ya sabría hacerlo: Buscarme una buena mujer, seguir los pasos de mi padre en la herrería y resignarme a la costumbre y la monotonía de Thondon. Querría saber si es lo que debo hacer con mi vida.

   Aquel pensamiento le entristeció. Había soñado con viajar lejos de Thondon, conocer la vida de las ciudades de Cáladai, admirarse con las resplandecientes armaduras de los nobles caballeros de Páravon, visitar los salones enanos y, por qué no, ver elfos. Pero la aldea era su realidad y su propia prisión. Un lugar del que nunca escaparía.

   Notó como Dálfvar le ponía una firme mano en el hombro. Le miró fija y solemnemente y le dijo:

   - Recuerda que tu vida es solo tuya y que sólo dispondrás de ella una vez en este mundo. Sé tú mismo quien tome esa decisión, pues aún te pertenece. Y no olvides que el destino nos hace dar muchas vueltas hasta que nos encauza por el camino que quiere que sigamos. Ahora, joven amigo, he de irme. Me requieren otros asuntos.

   - ¿Acabas de llegar y ya te vas? ¿A dónde?

   - Demasiadas preguntas por hoy, herrero. Disfruta de las doncellas de tu aldea.

   Y, tras decir esa chanza, desapareció tras la puerta de la taberna.