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Las bestias que caminan como hombres
La neblina que flotaba inquietante en las lindes de los bosques de Drawlorn y Thanan, no hacía si no darle un toque más fantasmagórico y amenazador a aquel lugar. Separados por una sinuosa y tortuosa senda que conducía a los desiertos de Mezóberran, ambos bosques estaban bien diferenciados. Thanan era misterioso en todos sus aspectos, con árboles grandes de tupidas copas y gruesos troncos, algunos tan anchos que harían falta cinco hombres para rodearlos. Siempre rodeado de esa bruma, esa especie de calima que contribuía en alimentar las leyendas y rumores que circulaban sobre él. Drawlorn, por el contrario, era un bosque aterrador. Las ramas de los árboles se retorcían como si sufrieran algún tipo de tortura invisible y atroz; hojas y troncos de colores muy oscuros, con unas lianas que se enredaban formando auténticas telas de araña y madejas que acentuaban su aspecto caótico y lóbrego. Realmente, y aunque ambos bosques eran completamente diferentes, no había nadie lo suficientemente imprudente como para adentrarse en ellos. De Thanan circulaban muchas historias, pero nunca se pudieron demostrar y parecía más que posible que estuviera deshabitado. Pero Drawlorn era otra cosa. Era el hogar de los krulls, las bestias que caminaban como los hombres, belicosos seres que, durante siglos, habían causado estragos por toda la Tierra Antigua, especialmente en Páravon, que nunca se había logrado librar de su tenebrosa e inquietante visión.
Afortunadamente, cuando Lánzolt y Údel llegaron a las lindes, los krulls aún no habían salido de su bosque, y esto les dejaba un espacio de tiempo razonable para prepararse y ultimar detalles. Los batidores que mandó el mariscal de los Osos Negros informaron de la supuesta tranquilidad que había en los límites de Drawlorn, de modo que tuvieron tiempo de parar en Qüénel y reponer fuerzas, sobre todo las de los caballos que llegaron visiblemente fatigados del viaje desde Cárason.
Údel ordenó dar un banquete, como muestra de hospitalidad hacia Lánzolt y los Dragones Rojos y en agradecimiento por la ayuda que les prestarían contra los krulls. Y, aunque Lánzolt no era muy amigo de aquellos eventos y celebraciones, se tuvo que obligar a sí mismo a asistir. No quería que Údel se sintiera ofendido, de modo que él y todos sus hombres, disfrutarían de la comida y la amabilidad de su anfitrión. Misteriosamente, los únicos que faltaron fueron el mago Kéller y su insólito acompañante, que no fueron vueltos a ver desde que llegaron a Qüénel.
Durante la cena, Lánzolt no podía evitar que los pensamientos que se le agolpaban en su mente le distrajeran una y otra vez, llevándole hasta Búrdelon, hasta su amada Kathline. ¿Habría ya preparado las defensas de la ciudad Lord Muras? ¿Y qué habría pensado su señora al no verlo regresar? Se sentía atormentado por ello, ahogado por unas manos invisibles que apenas le dejaban respirar. Se impacientaba por enfrentarse a los krulls, terminar con su cometido y galopar en busca de Kathline. Aquella espera solo servía para que la sangre le bullera con más violencia.
Un poco antes del amanecer, Lánzolt y su orden estaban ya preparados para marchar. Las gotas del rocío mañanero cubrían la hierba, dotándola de un aspecto brillante y casi mágico. El cielo permanecía despejado, a excepción de unas densas y negras nubes de tormenta que avanzaban hacia el sureste, vaticinando una tormenta que pronto estallaría. No era algo muy alentador para el mariscal de los Dragones Rojos, pues la borrasca volaba rauda hacia Búrdelon. Daba la sensación de ser un mal presagio, pero trató de apartar ese absurdo y descabellado pensamiento y centrarse en su deber. Horas después, estaban frente al Drawlorn, aguardando el asalto de los krulls, bajo un silencio casi absoluto, roto por los resoplidos de los caballos.
- Esto es lo que menos me gusta - dijo con aire impaciente Bourthas. - La espera me está consumiendo. Deberíamos lanzar flechas de fuego al bosque hasta que ardiera. Así los obligaríamos a salir de ahí.
- Me temo que pronto empezarás a divertirte - le contestó Párcel con una media sonrisa.
Ajeno a los comentarios de sus hombres, Lánzolt mantenía la mirada fija en el bosque, escrutándolo, buscando algún signo de movimiento u hostilidad. A su derecha, Lord Údel y los Osos Negros, también esperaban.
- Espero que, por lo menos, el viento no cambie y nos traiga aquella tormenta que se intuye al fondo - Bourthas señaló a los nubarrones. - Lo único que quiero que me salpique la armadura es la sangre de esas bestias.
- Muy agradable tu comentario, Bourthas - rió Párcel. - Cualquier doncella desearía yacer contigo después de lo dicho.
De pronto, Lánzolt levantó una mano, ordenado silencio entre los suyos. Lord Údel le dirigió una mirada expectante, preparado para entrar en acción. Algo parecía moverse en el límite del bosque, entre la maleza y las ramas. Los arqueros tomaron posiciones, dejando un pasillo para los caballeros.
- A mi señal - dijo despacio Lánzolt. - Ira y dolor.
A continuación se escuchó un ronco y sordo sonido que parecía provenir de un cuerno y, acto seguido, los guturales berridos de los krulls. Lánzolt se dio media vuelta y se alejó de las líneas de arqueros e infantería, seguido de aquellos caballeros que montaban un corcel, y comenzó a rodear la zona.
Los krulls no se hicieron esperar más, y surgieron de la oscuridad del bosque. Eran bestias de aspecto terrible, con intimidantes cornamentas semejantes a las de los machos cabríos, de diversas formas y tamaños. Sus cabezas eran grotescas, con forma bóvida y pequeños ojos rojos. Sus cuerpos eran semejantes al de un hombre fornido, aunque un poco más alto, musculosos y cubiertos de duro pelo corto. Las extremidades inferiores eran portentosas pezuñas y tenían más pelo que el resto del cuerpo. Una aterradora visión que no muchos hombres eran capaces de soportar.
El numeroso rebaño de krulls se lanzó en brutal acometida contra los caballeros de Páravon, que los recibieron con sus flechas y lanzas, logrando contener el primer fiero embiste de las bestias. Lord Údel y su caballería cargaron sin piedad contra ellos, logrando abatir a un número importante, pero aquello no parecía amedrentar a los krulls, que se enfervorizaban cuando aparecían más de los suyos, alzándose desde el Bosque de Drawlorn. La lucha era encarnizada y el resultado parecía muy parejo.
Mientras, Lánzolt y su séquito, seguían rodeando el perímetro donde se estaba librando la batalla, entre las colinas y árboles que lo cercaban por la izquierda. Iban girando casi de forma imperceptible, describiendo un semicírculo que les acercaba al comienzo de Drawlorn. A priori, podría resultar una maniobra arriesgada, pero el Lord Comandante de los Dragones Rojos estaba seguro de que funcionaría.
Cuando el combate parecía dar un giro, y los páravim comenzaban a ceder espacio a los krulls, fue el momento en el que Lánzolt y sus caballeros cayeron con todo su peso sobre las desconcertadas bestias, que no sabían por dónde habían aparecido aquellos jinetes. La carga fue rápida y muy violenta, sin mostrar piedad o signo de misericordia por el enemigo, que se vio rodeado y sin escapatoria. Bourthas, que ya marchaba a pie en la refriega, parecía haber entrado en un sanguinario trance, matando enemigos por doquier con sus dos espadas y pidiendo más y más enemigos a los que abatir. Párcel, por su parte, se ocupaba de la caballería, que no paraba de barrer krulls, que perecían bajo la espada de los Dragones Rojos o pisoteados por los cascos de los caballos de guerra. Lánzolt también luchaba a pie, de forma magistral, sin vacilar. La piedad no tenía hueco en su corazón y no tardó en tener la espada teñida completamente con la espesa y oscura sangre de las bestias de Drawlorn. El combate estaba decidido, y pronto todo hubo acabado. Fue entonces cuando Lánzolt se acercó a Lord Údel.
- ¡Victoria, Lord Lánzolt! - exclamó en hombretón estrechando la mano al Dragón Rojo. - Hemos aplastado al enemigo y nuestras bajas son escasas.
Lánzolt miró alrededor del campo de batalla. Los cadáveres de los krulls se mezclaban con los escasos páravim que habían caído.
- No debimos tener baja alguna - musitó. - Esto solo ha sido una avanzadilla, y me temo que, la próxima vez que decidan atacar, sean más numerosos.
Lord Údel le miró un tanto confuso. Lejos de celebrar aquel éxito, el Lord Comandante de los Dragones Rojos, permanecía serio y circunspecto.
- Ordena a tus hombres que retiren los cuerpos de los nuestros - le dijo a Lord Údel. - Que no se mezclen con los cadáveres corruptos de los krulls.
Dicho esto se alejó y fue en busca de Párcel y Bourthas, que mantenía el estandarte de la Orden del Dragón Rojo.
- Imagino que habrás disfrutado mucho - le dijo Lánzolt a su portaestandarte con cierta ironía. Bourthas se encogió de hombros.
- Esperaba un grupo más numeroso - dijo con cierto desdén. - Nos han puesto la miel en los labios para luego quitárnosla.
- No creo que tarden mucho en reagruparse y volver a atacar con más efectivos. Esto ha sido una toma de contacto para medir a Údel.
- ¿Qué es lo que haremos, entonces? - preguntó Párcel.
- Nada - respondió Lánzolt, posando de nuevo su mirada en Drawlorn. - Nuestra labor aquí ha concluido. Volveremos a Búrdelon tan pronto como los hombres repongan fuerzas y provisiones en Qüénel.
- Será una pena perderse el último acto de la función - refunfuñó Bourthas, dándole una patada a una piedrecilla.
- Para mí no lo será - sentenció Lánzolt, ajustándose el cinto y la espada. - Por cierto, con los cuerpos y restos de los krulls ya sabéis qué hay que hacer.
Párcel y Bourthas miraron con gesto solemne a su Lord Comandante y asintieron. Pronto comenzaron a dar órdenes a los demás caballeros. Mientras los Osos Negros de Údel se afanaban en retirar a los caídos, comprobando quiénes estaban malheridos y quiénes muertos, los Dragones Rojos prepararon unas picas de madera acabadas en punta, de unos tres metros y medio de alto. A continuación, recogieron los cuerpos de los krulls, incluso de los que agonizaban quejumbrosamente, y comenzaron con la tarea que otras veces ya habían llevado a cabo. Cuando Lord Údel se decidió a pasear por lo que había sido el campo de batalla, no dio crédito a lo que sus ojos veían. Ante él, se extendía, como si de un bosque de los horrores se tratase, filas de largas picas con los krulls empalados en ellas. Algunas de las bestias, que estaban moribundas, se retorcían y estremecían entre gorjeos, ahogándose en su propia sangre. El Lord Comandante de los Osos Negros no pudo evitar tener que volver la cabeza, un tanto espantado. Lánzolt se acercó a él.
- ¿A qué viene esto, Lánzolt? - preguntó Údel sobrecogido. - ¿Acaso era necesario este espectáculo?
El mariscal de los Dragones miró al frente, sin inmutarse lo más mínimo. No entendía los escrúpulos de su compañero. Solo eran krulls.
- Son bestias ávidas de sangre, Údel - dijo vehementemente. - No veo la necesidad de mostrar respeto alguno.
- ¡Mira bien lo que has ordenado! ¡Es una visión terrorífica! ¡Los has empalado a todos! A todos. Incluso las cabezas cercenadas están clavadas en picas.
- No me vengas con remilgos ahora, Lord Comandante. No me ordenaron venir aquí simplemente para cazar krulls. Nuestros soberanos conocen de sobra nuestra forma de obrar. ¿O por qué crees que nos eligieron para acompañarte? ¿Acaso Lord Muras no habría servido para daros apoyo? Nos eligieron por esto, Údel.
- Esto es de sádicos, una blasfemia. Te has extralimitado, Lánzolt.
El Dragón Rojo le dedicó una inquietante sonrisa.
- Solo son krulls - sentenció. - Cuando el resto de los rebaños de Drawlorn se asomen y vean mi… pequeño bosque, se lo pensarán dos veces antes de entrar en Páravon y atacar tu ciudad.
Údel no replicó. Se limitó a mirar con ese gesto de asombro que le había tallado en el rostro la visión de los enemigos empalados, algunos aún vivos.
Tras la batalla, ordenaron a los batidores reconocer el terreno y el perímetro que delimitaba el Drawlorn, en busca de algún krull que merodease por allí. La zona estaba limpia. Tras estas comprobaciones, iniciaron los preparativos para emprender el camino de vuelta a Qüénel. Al anochecer estaban allí.
La hermosa ciudad de Qüénel era mucho más bella en el crepúsculo. Con todas esas luces titilantes que la dotaban de un aire etéreo. Casi parecía una ciudad élfica. Y es que la ciudad estaba construida en unas antiguas ruinas elfas, cuando antaño moraban en el Continente Naciente, antes de su gran guerra. Levantada sobre un islote que emergía de la laguna que acompañaba al río Élbor, Qüénel destacaba por sus edificios y muros de color hueso y sus tejados a dos aguas de pizarra, y sus elegantes torres. Los árboles crecían elegantes por toda la roca, y un puente comunicaba el islote con la orilla. Era una ciudad preciosa y magnífica que en la penumbra del anochecer ganaba en encanto.
Údel celebró por todo lo alto la victoria sobre los krulls, aunque en opinión de Lánzolt no había motivo para esa algarabía. Las bestias de Drawlorn volverían a hacer acto de presencia más tarde o más temprano. La derrota y la visión de los empalados solo los retrasarían, pero volverían. Quizá la próxima vez no quedasen tantas ganas de fiestas y banquetes.
El vino y la comida corrieron a raudales, reconfortando el ánimo y los corazones de los caballeros, que brindaban y vitoreaban, en especial los Osos Negros. En ese punto, Lánzolt se acercó a Párcel, que permanecía sentado con gesto sosegado y en silencio, bebiendo una copa de vino.
- Quiero que mañana al alba estén todos nuestros caballeros listos para partir - le dijo. - Mañana emprendemos el camino de vuelta a Búrdelon.
Párcel le miró con cierta sorpresa.
- ¿Mañana? - preguntó con cautela. - Quizá fuera mejor dejarlos descansar. El combate contra los krulls ha dejado exhaustos a muchos de ellos, y sería un gesto muy amable el…
- Mañana al alba, Párcel - sentenció Lánzolt secamente.
De ponto, la risa atronadora de Lord Údel irrumpió entre Lánzolt y Párcel. El Oso Negro había bebido demasiado, obviamente.
- ¡Vamos Dragones! - su tono de voz era efusivo y alegre. - Una victoria como esta bien merece un momento de esparcimiento.
Lánzolt le miró de medio lado, con gesto serio.
- No tengo tiempo para chanzas, Údel, lo siento mucho. Mañana partimos hacia Búrdelon.
El Lord Comandante de los Osos Negros se sorprendió.
- ¡Búrdelon! - dijo, sin ocultar su asombro. - Es un largo camino, y tus caballeros estarán cansados por la pelea.
- Eso ya se lo he dicho yo - apuntó Párcel, arqueando una ceja.
- Mis caballeros estarán en las condiciones necesarias para partir - sentenció Lánzolt, circunspecto. - Si les sobran fuerzas para emborracharse, les sobrarán también para cabalgar.
- Dales aunque sea solo un día, Lánzolt. Sé razonable.
- Eso es precisamente lo que soy, Údel. Y ahora, si me disculpáis, quisiera ir a descansar. Párcel, ya sabes cuáles son las órdenes: Al alba, todos preparados.
Párcel asintió con el gesto, mientras Lánzolt salía del salón de festejos y se encaminaba hacia sus aposentos.
Mientras recorría los largos pasillos del castillo de Qüénel, una voz muy familiar, y que surgía aparentemente de la nada, le abordó por sorpresa.
- Resulta llamativo, al menos, que una victoria, como la que habéis llevado a cabo, no os deje ni un atisbo de euforia.
Lánzolt se giró bruscamente, con la mano en la empuñadura de la espada. Escrutó apresuradamente la oscuridad que le envolvía, quebrada por la tenue luz de los candiles.
- ¿Quién anda ahí? - dijo amenazadoramente, mientras seguía intentando penetrar con la mirada las sombras. De éstas, surgió la lóbrega y envejecida figura del mago Kéller. El Lord Comandante dio un suspiro de alivio.
- Ten cuidado la próxima vez, mago - dijo mientras separaba la mano del acero. - Podría haberte matado.
Kéller sonrió amablemente y se aproximó al caballero mientras se apoyaba en su vara.
- No creo que hubierais hecho tal cosa, pero os agradezco la advertencia.
- Sí, mejor sea que la tengas presente. Por cierto, hace tiempo que no te veía y me preguntaba a dónde te habrían llevado tus pasos.
El mago hizo un gesto, como queriendo quitar importancia al asunto.
- Realmente, nunca me moví de Qüénel. He estado deambulando por la ciudad e inmediaciones. Supuse que los krulls estarían muy cerca de la aquí, dada la urgencia en mandaros como apoyo a Lord Údel.
- La contienda se llevó a cabo en las inmediaciones del Drawlorn.
Kéller se acarició la barba, con aire pensativo.
- Entonces la amenaza no era tan grave como se suponía, ¿no es cierto?
- La amenaza existía. Quizá nosotros fuimos más rápidos y evitamos que avanzaran más allá del bosque.
- Por supuesto, Lord Lánzolt. Nadie negaría el hecho de que, gracias a la anticipación, Qüénel está a salvo de invasiones.
- Sí, al menos de momento. No descarto que vuelvan a intentarlo dentro de un tiempo. Me dio la sensación de que eran numerosos y que tenían cierta organización.
- En los pueblos limítrofes al Drawlorn, se contaba en las noches de luna llena que una bestia, al que muchos le otorgan la forma de un krull, había conseguido subyugar a los rebaños. En las tabernas se habla de un poderoso ser de albino pelaje, ojos rojos como el fuego y colmillos afilados como puñales. Algunos le llaman Múrgluk.
Lánzolt le miró y se rió con sorna.
- Hablas igual que las viejas de Búrdelon intentando asustar a los chiquillos. Ese tipo de habladurías son propias de borrachos de taberna, nada más.
Kéller se limitó a encogerse de hombros y examinar su vara.
- Sí, es posible que tengáis razón - dijo el viejo, carraspeando para aclararse la garganta. - Pero yo no dudaría de determinados chismorreos. A veces ocultan verdades aterradoras, mucho más de lo que el propio rumor desvela. De eso puedo dar cuenta yo, tras mi estancia en Olath.
En ese momento, el gesto de Lánzolt cambió al instante. La preocupación y el desasosiego empezaron a calarle hondo. Olath… eso estaba muy cerca de Búrdelon… y de Kathline…
- ¿Qué quieres decir? - su timbre de voz no conseguía ocultar cierta duda.
- Simplemente digo que en el mundo hay amenazas mucho peores que los rebaños de krulls, o que los orcos, o los elfos oscuros allá en Undraeth. Existen seres que vagan entre la vida y la muerte, en una condena perpetua que les obliga a permanecer en este mundo bajo el dominio de mentes oscuras capaces de someterlos. Muertos que no alcanzan la paz tras dejar esta vida, y que odian a los vivos. Hay poderes capaces de quebrar la entereza de hasta el hombre más valeroso.
- ¿Y cómo sabes tú eso?
La mirada tétrica de Kéller se posó en los ojos del Lord Comandante, que experimentaba una considerable inquietud.
- Porque yo lo he visto. Y lo he sentido. Hay mucho que aprender, pues no todo lo evidente es lo que debemos atender. ¿Acaso crees que la verdadera amenaza es un rebaño de salvajes y apestosos krulls? Hay poderes mucho más grandes que eso, Lord Comandante. Y moran en Olath.
Lánzolt le dio un puñetazo al muro que tenía a su derecha, tras soltar un grito iracundo, que hizo que las paredes retumbasen.
- ¡Yo debía haber ido a Búrdelon, no debería estar aquí! - exclamó fuera de sí.
- Quizá hubiera sido lo mejor para tu pueblo y para tu gente.
Lánzolt intentó tranquilizarse. No le iba a servir de nada perder los estribos.
- Tampoco debemos alarmarnos - musitó algo más calmado. - Mis reyes me mandaron venir aquí y cumplir con la tarea que me encomendaron. Ya la he realizado y puedo volver a casa. De hecho, mañana partiremos de regreso a Búrdelon. Además, no tengo nada de qué preocuparme, pues Lord Muras y los Cuervos Errantes estarán allí desde hace mucho tiempo.
Kéller le miró con cierta incredulidad.
- ¿Realmente creéis que habrán llegado? - preguntó con cierta ironía en sus palabras. - Una gran tormenta asola el sureste de Páravon y les estará retrasando, es más que seguro.
Lánzolt negó con la cabeza.
- Eso es absurdo, mago. A mí no me detendría ninguna tormenta, por muy violenta y adversa que fuera ésta. Tengo mucho que cuidar y amar en Búrdelon. Nada me detendría.
El viejo mago ladeó la cabeza, como si no le hubiera escuchado bien. A continuación, esbozó esa sonrisa suya que no traía nada bueno.
- Quizá sea porque vos sí tenéis algo que merezca la pena allí - Kéller hablaba despacio, como un maestro enseñando a un discípulo. - Pero, ¿qué me decís de Lord Muras? ¿Tiene motivos para no demorarse, y más teniendo en cuenta que piensa que Búrdelon no está bajo amenaza alguna?
Lánzolt se quedó lívido. Un frío escalofrío le hizo estremecerse. El mago sonreía pérfidamente.
- Veo que lo habéis comprendido.
Apartando bruscamente a Kéller con el brazo, Lánzolt se lanzó a toda carrera sobre los pasos que ya había andado. Ya no podía esperar más, no tenía que esperar más. El peligro no estaba en Qüénel… Estaba cerca de Búrdelon.
Violentamente, abrió las puertas del salón de festejos, donde algunos de sus hombres, entre ellos Bourthas, continuaban la celebración. También estaba Údel, visiblemente ebrio, y sus caballeros. Lánzolt se precipitó hacia Bourthas, que le miraba con sus desorbitados ojos y sonreía al ver a su señor.
- Mi Lord Comandante - dijo alzando su copa y brindando por Lánzolt. - ¿Apurando los últimos coletazos del festejo?
- Convoca a todos los caballeros. Nos vamos ahora mismo a Búrdelon.
Todo el mundo se quedó en silencio, incluso Údel, que parecía haber recobrado su estado natural.
- ¿Ahora? - preguntó con cautela el portaestandarte.
- Sí, esta noche. Muévete.
Údel se acercó y posó su mano en el hombro de Lánzolt.
- Vamos, amigo mío - dijo con amabilidad. - Ha sido un día muy duro. Deja que tus hombres descansen, y ya mañana…
Poseído por una cólera que heló la sangre a los presentes, Lánzolt apartó violentamente a Údel, que se tambaleó a causa del vino, y sacó su espada. Los caballeros presentes se levantaron en actitud amenazante, pero nadie se atrevió a desenvainar. El Lord Comandante de los Osos Negros le miraba con cierta suspicacia.
- ¡He dicho que nos vamos ahora! - bramó Lánzolt, presa de su propio nerviosismo.
Údel, en un tono solemne, asintió y le dio la espalda mientras se marchaba sin volverse a mirarlo ni despedirse.