8
El huargo blanco
Mirando por la ventana de su cuarto, Velthen intuyó que afuera hacía frío. El cielo estaba oscuro y encapotado, con unas tupidas nubes blanquecinas que amenazan con descargar una severa nevada. Pero eso tampoco le importaba mucho. Tenía ganas de salir de caza.
Examinó su arco, un arma que él mismo se fabricó un tanto burdamente, según veía en ese momento de su vida. Sabía que podría hacer otro mejor, más finamente trabajado, pero le tenía un cariño especial. Ese arco había sido testigo de como Velthen había matado su primer hurón, de un certero flechazo en el costado. Recordaba como su madre se quejaba de que el animal causaba estragos entre las gallinas de Móleus el granjero, y se dijo que él sería el héroe del pueblo si conseguía cazar al animal. Contaba tan solo con once años.
Le llevó casi un mes acabar con el mustélido, pero, cuando al fin lo consiguió, Velthen exhibió su trofeo como si de un orco se tratara. Se lo enseñó al risueño gordinflón de Móleus, el cuál le dio varias docenas de huevos como premio, y después se paseó por toda la aldea con desgraciado hurón. Ese día descubrió lo buen cazador que era, y desde entonces salía, siempre que su tiempo se lo permitía, a montear.
Cogió el arco con la diestra y el carcaj, con la docena de flechas, se lo echó al hombro. Las saetas también eran elaboración propia, con unas puntas de acero que él mismo había trabajado en la forja de su padre. Por eso, tras dar caza a alguna pieza, Velthen recuperaba la punta y se fabricaba otra flecha nueva. El acabado de las flechas era estupendo, no tenían nada que envidiar a las de los Guardianes de Huargo Blanco, pero Velthen decía que las recuperaba y reutilizaba porque le daban buena suerte.
Ataviado con ropas de viejo cuero de color parduzco, con la intención de mimetizarse con la maleza, el joven herrero salió de su alcoba. En el salón estaba su padre, encendiendo el hogar, y su madre, que picaba unas hierbas aromáticas con un gran cuchillo, obra de su señor esposo.
- ¿Con qué nos vas a sorprender esta vez, hijo? ¿Qué tendremos el placer de degustar hoy? – dijo su madre, siempre con esa sonrisa radiante que la caracterizaba.
- Espero que podamos degustar algo – rió Velthen.
- Pues más te vale traer una buena pieza. Estoy muerto de hambre, y madre no ha bajado a comprar nada al carnicero – ironizó su padre.
- ¡Ahora la presión es doble! – Velthen soltó una sonora carcajada.
- Procura traer un ciervo, cazador – apuntó su padre con sorna, - o un jabalí. De lo contrario, te tendré dándole al fuelle de la forja hasta que tu dorado pelo se tiña de blanco.
- Descuida, padre – dijo el chico mientras salía por la puerta, - traeré una pieza tan sorprendente que apuesto a que me ganaré el derecho de trabajar algo más que el fuelle.
- Si debe sorprendernos que sea por lo grande, no por lo contrario – escuchó a su padre bromear desde dentro de la casa.
Velthen inspiró profundamente el aire frío del norte. Se avecinaba tormenta, el viento traía su olor peculiar. Ese olor a tierra mojada que se intensificaba las horas previas a una lluvia. Se dijo que sería particularmente difícil cazar ese día, pues las bestias estarían buscando un refugio, si no lo habían encontrado ya. Pero no se desanimó. Los retos siempre fueron de su agrado. Puso rumbo al bosque.
El bosque de Thondon no tenía la magnitud e importancia de otros, pero era hogar de muchos animales. Lobos, ciervos, jabalíes, rapaces, realmente poseía una buena fauna pese al reducido tamaño del mismo. Velthen sabía que era pequeño por los mapas que había visto de la Tierra Antigua. Lo comparaba con el gran Bosque de Thanan o con el siniestro Bosque de Drawlorn y parecía insignificante. Incluso Arnor era más grande. Pero sus ojos solo habían visto el de la aldea, y le parecía enorme.
A esto se añadía la cantidad de viejas leyendas que lo adornaban. Las gentes de la aldea hablaban de haber visto, paseando por el corazón del mismo, trasgos, arañas gigantes, krulls. Había quien aseguraba que había visto, saltando de rama en rama, a un elfo, seguramente perdido y buscando la forma de llegar a Thanan. Realmente, Velthen no creía ni una sola palabra de todos esos chismorreos. Él se conocía bien el bosque desde hacía tiempo, y jamás descubrió seres oscuros merodeando por los claros.
Caminó un rato despacio por las sendas, sin ningún tipo de prisa. Esperaba encontrar un buen lugar donde comenzar su espera. Al cabo de unos minutos, localizó una oquedad en la tierra, con las raíces de unos abedules que la disimulaban. Era lo suficientemente grande y profunda para albergar a Velthen en su interior. En ese lugar se apostaría y aguardaría a su presa.
Se metió dentro del hueco, apartando las raíces un poco para dejar algo de visión y espacio para disparar las flechas en caso de que hubiera suerte. No pudo evitar arañarse, pero ni siquiera le importó. Velthen tenía la cabeza puesta en la caza, no en el desagradable escozor que se había instalado en sus brazos. No pudo evitar mirarse los rasguños. Nada serio. Finos arañazos que se abultaban en su piel y tomaban un color rosado. Su madre le rebozaría en aquellas cataplasmas que tan mal olían, y le diría, por enésima vez, que tuviera cuidado con esos arañazos, que una mala infección podía venir de ahí, de no curarlo como era debido. Seguramente, su padre se reiría y le diría a su mujer que dejara al chico tranquilo, que debía endurecerse para afrontar la vida, que ojalá todos los males que le sucedieran en un futuro fueran como esos arañazos. Velthen sonrió ante aquel pensamiento.
Tenía suerte de tener aquellos padres. Un matrimonio sencillo, humilde, que le enseñaban a ser honesto, trabajador, a ser tenaz. Tenía suerte de tener una madre que se preocupase tanto por su bienestar, y un padre que le enseñara un oficio. Sí, era afortunado de tener unos progenitores que le inculcaban buenos valores.
Estaba en estas cavilaciones, cuando un ligero ruido de pisadas en hojas secas lo sacó de sus pensamientos. Velthen contuvo el aliento durante unos segundos. Sabía que debía ser muy sigiloso o lo que ahí estaba se iría corriendo. Se levantó pausadamente, sin hacer sonido alguno. Confirmó que el viento le venía en contra. Perfecto, la presa no podría detectar su olor. Asomó con cuidado la cabeza entre las raíces y entonces lo vio. Un ciervo joven de pelaje pardo con motas blancas en los cuartos traseros.
Era su día de suerte. El ejemplar era magnífico. La carne no sería tan dura, al tener una corta edad, y con la piel podría hacerse un forro para su carcaj. O llevarlo al maestro peletero de Thondon y regalarle una estola a su madre.
El animal comía y olfateaba el suelo, ajeno a su fatal destino, despreocupado por completo. La presencia de Velthen había pasado inadvertida. Eso le daba cierto margen de maniobra al joven, pero sabía que cualquier mínimo ruido espantaría al ciervo.
Con un movimiento lento y tranquilo, Velthen dejó el carcaj apoyado en el suelo, a su lado, para que, en caso de errar el tiro, poder sacar una flecha más rápido. Comprobó la cuerda de su arco. Perfecto. Todo listo. Podría abatir al animal de un solo disparo, estaba a buena distancia. Colocó una flecha en el arco y tensó la cuerda, muy lentamente, podía tomarse su tiempo para prepararse. Cerró el ojo izquierdo y ajustó la visión en su objetivo. Las nubes jugaban a su favor ocultando el sol: ni siquiera destellaba la punta de la saeta. Esta vez su padre le debería recompensar dejándole trabajos más finos en la forja, se iba a sorprender. Velthen no pudo evitar que el corazón le palpitara con fuerza debido a la emoción. Ya lo tenía.
En ese instante, algo fue mal. El ciervo, que pacía tan sosegado, levantó bruscamente la cabeza y la giró hacia atrás. En sus ojos almendrados se pudo intuir, durante un segundo, el miedo. Y, como si de un rayo se tratara, dio un brinco con una gran agilidad y desapareció tras la maleza.
Velthen se quedó perplejo. ¿Qué había pasado? El aire no había cambiado de dirección, era imposible que lo hubiera olido. Maldijo entre dientes mientras salía de su escondrijo. Lo había tenido tan cerca... Miró alrededor suyo para ver si había alguien más cazando por esa zona. Nada. Estaba solo. El ciervo había escuchado algo. Su agudo oído le alertó del peligro existente, y eso le sirvió para salvar la vida del verdadero depredador, que era Velthen.
Hizo un poco de oído, esforzándose por escuchar algo. Ya le picaba la curiosidad de saber qué o quién había sido el causante de frustrarle la caza. No escuchaba nada, solo el rumor del viento. O tal vez... Sí... Parecía que la brisa arrastraba un lamento, o un quejido. ¡No! ¡Era un aullido! Lobos.
Volvió a hacer oído de nuevo, para cerciorarse de que no era algún efecto silbante del viento. Ahora lo escuchó con claridad. Era un sonido a medio camino entre gruñido y aullido. Eso significaba que el animal estaba solo y que quizá llamaba a su manada. Podría haber caído en algún cepo de cazador, o estar siendo acosado por otro animal más grande y feroz que él. Otro aullido más, profundo, largo, melancólico. El lobo llamaba. El lobo le llamaba a él.
Velthen no sabría explicar qué clase de fuerza le impulsó a caminar en dirección a la voz del animal, pero se puso en marcha. Sigiloso pero con paso apremiante dirigió sus pasos al norte, con el viento en contra rozándole las mejillas y ondeándole el rubio cabello largo. El sonido se hacía más grave, más cercano. No debía de estar muy lejos.
Velthen salió de la senda y se metió entre la densa maleza y vegetación, con el fin de pasar inadvertido lo máximo posible. No quería establecer contacto directo con la bestia, pues nunca se sabía cómo podría reaccionar ésta. Tampoco estaba seguro de que estuviera solo. Podría ser una hembra recién parida dando a conocer su posición a la manada, y quizá, al ver a Velthen, se sentiría amenazada por ella y por los cachorros. Podría atacarle. Tampoco la idea de toparse con una manada de lobos era halagüeña, así que debía ir con cautela.
El aullido se hizo más intenso a medida que Velthen avanzaba. Solo unos pasos más y allí estaría el lobo. Se paró en seco. No podía verlo porque tenía una madeja de ramas, hojas y follaje delante suya, pero sabía que estaba justo en frente. Algo le sobresaltó. No sólo escuchaba los gruñidos desafiantes del lobo, también escuchaba unas voces guturales, un pequeño jaleo, ruido de pisadas y sonidos metálicos. A Velthen el corazón se le salía por la boca, estaba muy excitado por la situación. Una parte de él le decía que se diera media vuelta y corriera sin mirar atrás. La otra le impulsaba a mover la mano, apartar la tupida madeja y mirar qué ocurría ahí, delante suya. Y así lo hizo.
La escena que se le presentó al joven le heló la sangre. Un enorme lobo blanco con los ojos dorados como el oro había sido emboscado por unas criaturas achaparradas, de nariz chata, casi inexistente, grandes ojos amarillos y con una pupila como la de un felino. Sus dientes eran afilados y amarillentos, orejas grandes y picudas, y un lacio y escaso pelo, que nacía casi de la nuca, recogido en una coleta. Iban armados con toscas y rudimentarias picas, y un par de ellos sujetaban una enorme red destinada a atrapar al lobo. Velthen nunca había visto seres como esos, pero no le cabía duda alguna sobre qué eran. Trasgos.
Tuvo que parpadear repetidamente unos segundos para cerciorarse de que aquello no era producto de su imaginación, que su cerebro no le había jugado una mala pasada con todas las leyendas que circulaban del bosque por Thondon. Era tan sorprendente como aterrador. ¡Trasgos en el bosque! Se inclinó un poco más hacia delante para ver mejor lo que sucedía. Era increíble. El lobo blanco tenía unas dimensiones desproporcionadas. A cuatro patas, el lomo del animal le llegaría a Velthen un poco más abajo del pecho. Su cabeza era grande y ancha, con el stop bien pronunciado, hocico fuerte, ni muy corto ni muy largo, orejas relativamente pequeñas, triangulares y paradas. Tenía el musculoso cuerpo cubierto de un denso pelaje. Un animal enorme, no era un lobo normal. A los pies del mismo, yacían los cuerpos mutilados de tres trasgos, uno de ellos sin un brazo. Velthen intuyó, por las manchas negruzcas de sangre en el pelo y hocico del lobo, que los había dado muerte él mismo. Otros cinco trasgos describían círculos alrededor de la bestia. Lo habían acorralado.
El perrazo gruñía con el lomo completamente erizado, enseñando los poderosos colmillos nacarados, largos como dagas. No se iba a dejar someter tan fácilmente, sus víctimas podían dar cuenta de ello.
- ¡Arghts! – emitió uno de los trasgos. – Esta vez no debe escaparse de nuestras manos. Moveos despacio para asediarlo en círculo.
- ¡Déjate de estrategias estúpidas! – le increpó otro, que tenía una cicatriz en la cabeza rudamente cosida. – Este albino no nos vale de montura. Matémoslo y démonos un festín.
Aquellas palabras le golpearon a Velthen sin previo aviso. Sintió como su cuerpo se estremecía. Creía que era a causa del frío del norte, pero no. Era por la mezcla de miedo, rabia y odio que despertaban en él esas criaturas. Iban a segar la vida del lobo. Iban a matarlo.
Observó como un primer trasgo lanzaba una estocada al animal, pero éste la esquivó con un rápido salto a un lado. Era muy hábil para su tamaño. Otro de esos seres infectos atacó, esta vez con algo más de fortuna, porque alcanzó de refilón una pata delantera del animal. Éste se retiró, con la pata flexionada y cojeando. El pelaje blanco se empezó a teñir de rojo. Los trasgos iban cerrando el cerco en torno a su presa.
Cuando Velthen quiso darse cuenta de lo que estaba haciendo, ya tenía una de sus flechas dispuesta en el arco. ¿Qué diantres se proponía? Pese a que las criaturas eran bajas de estatura, su aspecto era fiero. Y eran cinco. No entendía qué le sucedía, pero soltó la cuerda y la saeta silbó cortando el viento en dirección a su objetivo. Impactó en el cuello de un trasgo, que cayó rígida y pesadamente al suelo.
Los otros cuatro restantes desviaron la atención del lobo, para mirar a su compañero caído, sorprendidos por el furtivo ataque. Miraban en todas las direcciones, emitiendo aquellos gorgoteos y chillidos guturales. Velthen dedujo que no lo había localizado, no sabían donde estaba. Aquello era una locura, si lo descubrían podía darse por muerto.
- ¡Nos atacan! – gruñó uno de ellos nervioso.
- ¡Una flecha! ¡Nos atacan con arcos! ¡Montaraces!
Genial. Aquello le daba una oportunidad a Velthen. Mientras los trasgos creyeran que estaban siendo atacados por una banda de montaraces, no debía de tener miedo. Decidió atacar otra vez, quizá así se alejaran del lobo y de él mismo. Sacó una segunda flecha, la colocó y disparó. Esta vez erró el tiro, que acertó en el tronco de un árbol, cercano a un trasgo. Pero lo peor no fue eso... los engendros se habían percatado de su posición. Lo habían descubierto.
Velthen empezó a pensar que, salir en ayuda del lobo, no había sido tan buena idea como pensaba. Ahora temía por su vida. Uno de los trasgos, cogió una piedra y la lanzó con fuerza hacia donde él estaba, agazapado, con miedo hasta de respirar. La piedra impactó en su hombro, y no pudo disimular un quejido. Los trasgos chillaron amenazantes. El enorme lobo parecía estudiar la situación, cediendo terreno, como si fuera a huir aprovechando la distracción fortuita.
Otro trasgo tomó impulso y lanzó la pica. En ese momento, Velthen quedó al descubierto. Tuvo que lanzarse a un lado para evitar la punta oxidada y mellada del venablo. Comprendió que la situación era tan peliaguda que, si quería salir vivo de ella, debía atacar.
Volvió a colocar otra flecha y disparó casi a ciegas contra sus enemigos. Volvió a fallar, pero al menos consiguió que sus atacantes dudaran un poco. Esto le permitió volver a disparar otra vez, con más suerte, ya que acertó a otro trasgo en la clavícula. La herida no era mortal, pero al menos le imposibilitaba para utilizar la pica. Los otros tres reaccionaron y se abalanzaron corriendo, con esas piernas cortas y patizambas, sobre el joven.
Velthen solo tuvo tiempo de agarrar un puñado de arena y lanzarlo contra las criaturas. Uno se quedó ciego, momentáneamente, el otro la consiguió esquivar. De un salto, se lanzó sobre Velthen, el cual fue sorprendido. Rodó unos metros, con el trasgo enganchado a su cuerpo como una garrapata. Estaba aturdido, la cabeza le daba vueltas. Pero no podía permitirse distracciones, o estaba acabado. Forcejeó con el engendro unos momentos. Sintió como lo golpeaba y pateaba, pero pudo zafarse de él con un brusco movimiento de brazo. Apartó al trasgo un metro y medio de él, lo justo para situarse.
Centró la vista como pudo, y logro ver, de una forma un tanto borrosa, como el lobo no había huido. Se había unido a la refriega, lanzándose sobre el cuello del tercer trasgo. Otro seguía restregándose los ojos y gruñendo. Y, con el que había forcejeado, se levantaba de nuevo para contratacar. Volvió a coger una piedra, ya que había perdido la pica en el revolcón con Velthen, y se la lanzó. Esta vez acertó en la cabeza del joven, que se tambaleó mareado. Puso una rodilla en el suelo, era posible que se desmayara. Sintió un tibio hilo de sangre por su sien, resbalando lentamente. Enfocó a duras penas como el trasgo sacaba un cuchillo de enormes dimensiones y se le aproximaba. Era el fin. El lobo ahora estaba entretenido rematando al que Velthen dejó herido con su flecha. El del cuchillo ya estaba cerca.
En ese instante, cuando todo parecía perdido, una saeta surgida de la nada se clavó en el suelo, entre el trasgo y Velthen. El repugnante ser se paró en seco y miró al proyectil. Luego giró la cabeza a la izquierda, supuestamente de donde venía la flecha. Velthen, mareado y aturdido, hizo lo propio. De las sombras surgió una figura encapuchada que no logró distinguir, pues su vista se nublaba. Solo pudo intuir que sacó una espada y que, con un movimiento endiabladamente rápido, cercenó la cabeza del trasgo.
Luego escuchó el profundo y melancólico aullido del lobo, y se sumergió en la oscuridad.