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La Princesa del Invierno.

 

 

   El viento trajo consigo el sordo sonido de los cuernos de la Guardia del Huargo Blanco, y se extendió por todo el llano que se extendía desde Dür Areth hasta la colina donde se asentaba esa aldea de la que Thódred había hablado a Iyúnel, Thondon. Y de esa misma colina, ascendía un humo negro y espeso, posiblemente a causa de un devastador incendio, cuyo origen no era casual. Una interminable fila de orcos y ogros, que surgía de un paso de montaña del Ered-Durak, marchaban hacia la desgraciada aldea que ya se podía dar por perdida. Iyúnel esperaba que, si realmente ese chico que se hacía acompañar de un lobo blanco, aquél que podría ser ese elegido del que hablaban las profecías élficas, vivía en ese lugar ojalá hubiera podido escapar. Aunque en ese momento, a la princesa solo le importaba poder escapar ella.

    Cuando los ónunim que habían partido de Dür Areth se encontraron con el ejército orco y ogro que marchaba en la misma dirección que ellos, cualquier intento de evasiva que tratase de pasar inadvertida quedó reducida a la nada. Se toparon con ellos de frente, sorprendidos ambos contingentes ante aquella extraña situación. Y dado el increíble número de enemigos en comparación con ellos, los ónunim no podían hacer otra cosa que batirse en retirada de nuevo hacia la Muralla… Pero el problema era que ya quedaba lejos como para tener garantías de poner a salvo todo el séquito.

   - ¡Media vuelta! - gritó Íniel a las Hijas del Invierno, mientras hacía girar a su corcel con un rápido movimiento en las riendas. - ¡Cerrad filas en torno a la princesa! ¡Retirada!

   A todo galopar, los ónunim comenzaron a replegarse volviendo sobre sus pasos, mirando con desconfianza a las primeras filas de enemigos que comenzaban su avance hacia ellos. Iyúnel se dijo que, por muy rápidos que fueran los orcos, sería prácticamente imposible que les dieran alcance. Sus caballos eran veloces, no tenían posibilidad. Pero pronto comprendió que no se debe subestimar la inteligencia de un adversario, aunque éste sea tan necio como un orco, un ogro o incluso un troll. Cuando las filas enemigas comprendieron que no podrían atrapar a sus evasivos oponentes, prepararon una pequeña formación en línea, sacaron unos toscos arcos que cargaron con sus negras flechas, y dispararon sin miramientos hacia los sorprendidos ónunim. En esa primera oleada solo cayó un guerrero, al cual le había atravesado una flecha la garganta.

   Al ver la maniobra hostil de los orcos, los soldados de Iyúnel vacilaron. Parecía que aquellas flechas llevaban un mensaje subliminal: No escaparéis sin luchar. Iyúnel se dio media vuelta, parando casi en seco a su yegua ante los gritos de desaprobación de Íniel. Horrorizada vio surcar el cielo encapotado otra nube oscura de saetas orcas. Unas impactaron en algunos de sus hombres y otras tenían un destino que iba más allá de los ónunim. Éstas se clavaron a unos cien metros por delante de Iyúnel y las Hijas del Invierno. Estaban dentro de la línea de tiro de los orcos, y ya habían cedido el tiempo suficiente como para que pudieran hacer puntería si continuaban la retirada hacia la Muralla, desde donde los cuernos de los guardianes seguían sonando incesantemente a modo de alarma, ya que estaban muy lejos y no podían apoyar desde la retaguardia. La escapatoria iba a ser difícil.

   - ¡No miréis atrás! - Iyúnel no sabía muy bien cómo afrontar la situación. - ¡Cabalgad hacia la Muralla!

   Y otra tanda de saetas les llovió como si de agua helada se tratase. Otros dos soldados caían ante el frío impacto de las flechas enemigas. Estaban perdiendo mucho tiempo.

   - ¡¿Qué hacéis?! - gritó la princesa desesperada ante la pasividad de sus hombres. - ¡Nos están masacrando!

   - ¡Mi señora! - Íniel ahora estaba al lado de Iyúnel y había cogido las riendas de su yegua con una mano, mientras con la otra dirigía a su montura. - ¡No podemos permitir que os alcancen las flechas! ¡Nos agruparemos en torno a vos y os pondremos a salvo!

   La capitana de las Hijas del Invierno hizo que la yegua de Iyúnel se moviera, mientras más flechas los asediaban. Ahora podían ver cómo, mientras los orcos demoraban su retroceso hacia Dür Areth, los ogros avanzaban hacia ellos lenta pero inexorablemente. Todo se estaba torciendo.

   - ¡Hay que poner a salvo a la princesa! - gritó un soldado ónunim desde su caballo. - ¡Cargad!

   Aquella acción dejó a Iyúnel sin aliento. ¿Qué pretendían con ese acto suicida? No servía de nada entregar sus vidas, que eran demasiado preciosas, a un precio tan bajo. Pero al instante se dio cuenta de que aquello lo hacían por ganar tiempo y darle a Iyúnel una oportunidad. Estaban entregando su vida por la de ella.

   - ¡No! - chilló desesperada, pero nadie la escuchó.

   Los ónunim cargaron con violencia contra los ogros, que al ver aquel avance desesperado, se prepararon para el choque. Algunos jinetes consiguieron superar el muro que eran aquellos enormes cuerpos de orondas tripas y brazos musculosos y anchos como el tronco de un árbol. Otros no tuvieron tanta suerte, y los ogros consiguieron derribar a los caballos con sus manos desnudas. Los que consiguieron salvar este primer escollo, se lanzaron en acometida contra las primeras filas de orcos, obligándolos a dejar de lado los arcos y recurrir a los aceros y picas.

   - ¡Mi señora Iyúnel! - Íniel estaba irritada. - ¡Poned de vuestra parte y cabalgad conmigo hacia la Muralla! No hagáis de sus muertes un acto inútil.

   Pero la atención de Iyúnel solo la acaparaba la espeluznante visión de los ogros rompiendo los cuellos de los caballos, aplastando las cabezas y los torsos de sus hombres, los cuales trataban en vano de derribar a aquellas moles. El resto, luchaban sin descanso con los orcos, pero pronto se vieron superados en número, y las filas de arqueros ya estaban otra vez recompuestas.

   - ¡Cuidado! ¡Intentan hostigarnos! - advirtió Íniel a la escolta de la princesa, mientas las flechas volaban hacia ellas.

   Los orcos erraron en sus objetivos, y solo una de las Hijas del Invierno sufrió un roce en su pierna. Los caballos comenzaban a ponerse nerviosos, y algunos se encabritaron tanto que lanzaron de su grupa a sus jinetes y huyeron despavoridos. Los que cayeron al suelo, se podían dar prácticamente por muertos.

   - ¡No tenemos escapatoria! - Iyúnel estaba aterrada ante la devastadora verdad. Las flechas seguían intentando cercarlas el camino y los ogros estaban cada vez más cerca.

   Como de improvisto, y sin que nadie lo esperase, unas flechas cruzaron por encima de las cabezas de Iyúnel y las Hijas de Invierno, pero no venían de los orcos. ¡Los Guardianes del Huargo Blanco habían bajado de la Muralla y trataban de ayudarlos desde la distancia! La emoción hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas a Iyúnel. No estaban desamparados ante aquel feroz ataque.

   Los inmundos enemigos se vieron sorprendidos por aquella sorprendente respuesta por parte de los soldados de la Muralla, y retrocedieron, concediendo a Iyúnel un poco más de tiempo para reiniciar su retirada. Los que no cedían ni un solo milímetro de terreno eran los ogros, a los que las flechas no suponían una amenaza, ya que su piel era gruesa, y a esa distancia tampoco impactaban lo suficientemente fuerte como para herir a aquellos seres.

   Los orcos se recompusieron rápidamente y replicaron el ataque de los guardianes de la misma forma, pero sus arcos no eran tan precisos y certeros, y se quedaron a unos metros de la línea que formaban los guardias de Dür Areth. Otras en cambio, volvieron a ir dirigidas a Iyúnel y su guardia, que ya continuaban con la retirada.

   - ¡Corred! - volvía a gritar la princesa. - ¡Agrupaos tras la retaguardia de los Guardianes!

   Al decir eso se volvió para ver dónde estaba Íniel, que se había quedado rezagada del resto del grupo, quizá para asegurarse que la formación era la idónea y que Iyúnel estaba bien protegida. Pero algo le hizo volver a tirar de las riendas de su yegua y frenar su carrera. La capitana de las Hijas de Invierno estaba tirada en el suelo, jadeante. Su caballo había caído bajo el devastador peso de los ogros, que lo había desmembrado grotescamente. Ahora se aproximaban a Íniel para hacer de ella quién sabía qué. La sangre le subió por la cabeza a Iyúnel, notó cómo el orgullo guerrero de su familia fluía por sus venas y galopaba como un semental desbocado. Había visto mucha muerte aquel día. Pero ya no más… Se había acabado.

   Iyúnel espoleó a su montura y se dirigió, como si de un tornado se tratase, hacia los ogros, que ya estaban casi encima de Íniel, gritando: “¡Por Onun!”. Las Hijas de Invierno, al ver cómo su señora se lanzaba en un loco ataque, no pudieron hacer otra cosa que seguir su ejemplo y cargar contra los ogros. La princesa llevaba una preciosa espada que su padre mandó forjar, ahora recordaba que fue en la aldea de Thondon, y que refulgía con tonos azulados. Una hoja fría, dura y letal como el más cruel de los inviernos. Y aquellos seres serían los primeros en recibir su mortal beso.

   Los ogros no advirtieron, al principio, que aquellas amazonas se lanzaban en acometida contra ellos, y prueba de ello fue que Iyúnel logró asestar un terrible tajo a uno de ellos cuando estaba a punto de agarrar por los pelos a la capitana de Onun. El enorme ser lanzó un grito ronco y seco al notar el corte justo en la zona de su axila, y clavó sus pequeños y abyectos ojos negros en la figura esbelta y gentil de Iyúnel. Las Hijas del Invierno también cargaron contra los otros ogros, pero con suerte más dispar, ya que hubo bajas causadas por los terribles y poderosos golpes de los enemigos. El mar de flechas, desde un lado y otro, continuaba ensombreciendo el firmamento.

   El ogro herido se echo a andar, con ese paso lento y pesado, hacia Iyúnel, que le miraba desafiante, con odio. Sentía una ira que nunca antes había experimentado. Ya no temía a la muerte, solo quería ver a su adversario yaciendo inerte en el suelo. Quería vengar a los caídos tan injustamente en garras de aquel abominable ejército. Justo en ese momento decidió mirar hacia atrás para ver el espacio de que disponía para hacer alguna maniobra y volver a la carga. Su sorpresa fue mayúscula al ver otro grupo de ogros, liderados por uno especialmente grande y grueso, que se acercaban hacia donde ella estaba. Mientras observaba cómo muchas de las Hijas del Invierno morían barridas por el potencial de sus adversarios, Iyúnel de Onun hija de Haoyu comprendió que el fin estaba cerca. Todo estaba perdido. De modo que ya no había tiempo para pensar. Caería llevándose consigo a algún enemigo.

   Desmontó de su yegua y la golpeó en los cuartos traseros para que salvara la vida, si eso era posible ante la incesante lluvia de saetas, y agarró su espada con ambas manos, esperando a que la atacaran, a que se lanzaran contra ella. Quería que todo fuera rápido, sólo un instante de dolor y la calma habría llegado. De repente, sintió cómo una sombra ocultaba la luz que la bañaba aquella mañana. Al girarse vio al ogro enorme que había avanzado desde la retaguardia del ejército. El enorme ser la miró con desprecio desde la altura que le proporcionaba su envergadura, y la sonrió grotescamente dejando ver unos dientes planos y amarillos. No le dio tiempo a iniciar un ataque, porque el ogro le propinó un golpe con el revés de la mano, como el que aparta a un insecto molesto, lanzándola varios metros al aire y cayendo de bruces en el suelo. El tremendo trompazo la dejó mareada y dolorida, la cabeza le daba vueltas y le fue casi imposible volver a situarse y recobrar su presencia de espíritu. Cuando al fin volvió a centrar su vista, observó al gran ogro que le había golpeado, rodeado de varios secuaces. Uno de ellos tenía sujeta a Íniel de los brazos y la mantenía suspendida en el aire. El fin estaba cerca y el incesante sonido de los cuernos de la Guardia del Huargo Blanco serían la melodía de su réquiem.

   - Qué locura tan terrible lanzarte contra un enemigo que no puedes batir - la voz cavernosa y gutural del ogro retumbó en la cabeza de Iyúnel. - Me gustaría saber tú nombre antes de enviarte al abismo.

   Dolorida y un tanto aturdida, la princesa se incorporó a duras penas. Si había que morir al menos moriría dejando su honor y su orgullo intactos.

   - Mi nombre es Iyúnel Hija de Haoyu, Princesa de Onun y Guardiana de Ánquok.

   Alzó el mentón de forma desafiante, esperando también el golpe de gracia. Pero cuál fue su sorpresa cuando vio cómo el líder de los ogros la miraba expectante, casi desconcertado. Tenía una mano levantada, advirtiendo a los demás que no se movieran ni que atacaran a Iyúnel.

   - Iyúnel de Onun… - el líder ogro parecía haber reconocido el nombre, aunque costaba trabajo creer que esos seres tuvieran la inteligencia suficiente como para asociar ideas. - La Princesa del Invierno…

   Una enorme mano cayó sobre Iyúnel y un velo negro cubrió el mundo que, hasta ahora, había conocido.