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La Muralla de Dür Areth.

 

   Iyúnel todavía se estremecía al recordar el día en que un cuervo, que procedía del noreste de Onun, llegó trayendo consigo un pergamino. La joven princesa tuvo el pálpito de que no era portador de buenas noticias.

   Se lo comunicó Íniel, su doncella y capitana de la guardia personal de Iyúnel, entregándole personalmente el rollo de papel lacrado con el sello de su hermano Iyurin. Los nervios le atenazaban el estómago mientras rompía la cera y desenrollaba el pergamino. Lo que temía, no auguraba nada bueno.

   La carta decía así:

   “Mi querida y dulce hermana:

    Te escribo estas líneas sintiendo una gran tristeza en mi corazón. Pero me veo en la obligación de tratar de evitar una catástrofe de proporciones épicas en nuestro pueblo. Espero que no sea demasiado tarde.

   Como bien sabes, hace tiempo que marchamos rumbo a la Garganta Negra para evitar la anunciada invasión de los bárbaros del norte, y demostrar una vez más que nadie entrará en Onun sin pagar un alto precio. Aunque creo que el precio nos lo han puesto a nosotros, ya conoces a padre… Nunca mostrará signos de debilidad ante el enemigo.

   El primer alto en el camino lo hemos efectuado en la Mazmorra de Cristal, desde donde te escribo esto. Padre mandó unos batidores para reconocer el terreno y adelantarse a nuestra llegada al fortín, con la intención de que nos tuvieran el aprovisionamiento necesario para el trayecto hacia la Garganta Negra. A nuestra llegada todo estaba dispuesto para que nuestro padre y rey dispusiera de ello en el acto, si lo deseaba, mas decidió dar descanso a la compañía. Prefería repasar estrategias, dialogar con los capitanes y reponer fuerzas antes del viaje definitivo, al que yo siempre me he opuesto como bien sabes.

   Tras un opíparo banquete, donde ya se entonaban canciones de alabanza y de las victorias que están por venir, nuestro señor padre nos convocó a todos a un gabinete marcial, donde se tomarían las decisiones oportunas al respecto de la pronta batalla que se nos avecina. El plan es muy sencillo: Crear un escudo en el angosto desfiladero que crean las Cumbres Infinitas y las Cumbres Heladas. Un tapón mortal creado a base de escudo, lanza y duro puño de ónunim. Se supone que los enemigos no podrán franquear nuestras filas, y que, al estar rodeados de roca por ambos flancos, sucumbirán bajo la mortal y fría espada de nuestro pueblo. Ya hemos obrado de esta manera antes, y en eso se ampara padre para justificar nuestra futura victoria sobre los bárbaros. Aunque yo no veo fondo en estas aguas tan turbias, hermana… Hay algo más… Lo presiento…

   Una vez secundado el plan y dejadas claras algunas posturas meramente tácticas (no te aburriré con técnica palabrería militar), comenzaron las decisiones. La primera es que nuestro padre, el Bravo Rey Haoyu, partirá hacia la batalla, montado en Gélido, su gran oso cavernario de combate. Las reacciones no se hicieron esperar, pues la tradición manda que el rey nunca entra en combate directo a no ser que exista una gran necesidad. Pero yo creo que padre actúa más por orgullo que por verdadera necesidad, y el aliciente de encontrarse con ese vil señor de la guerra arjón, al que llaman Lédesnald, es una razón de peso para que parta a la Garganta Negra. Su tozudez hizo el resto.

   La segunda decisión que tomó me afecta a mí directamente, pues ha decidido prescindir de mis servicios y dejarme al mando de la retaguardia aquí, en la Mazmorra de Cristal, argumentando que no necesita más efectivos y que seré más útil dirigiendo una hipotética defensa desde este bastión. Juro que intenté hacerle entrar en razón, hacerle ver que este lugar no es más que una ratonera en caso de que la batalla se torciese y que lo mejor en este caso era evacuar las ciudades y pueblos como medida preventiva. Pero la idea de que los ónunim iniciaran un éxodo hacia tierras lejanas se lo tomó como un insulto, apelando al sentido del honor, del valor y del orgullo que tanto han caracterizado a nuestras gentes, llamándome “indigno sucesor al trono” y señalando que así jamás lograré que la gente me siga. Entre gritos por ambas partes acabó esa conjura de guerreros, dejándome al margen de todo tras haber recorrido este largo trecho.

   Ahora me siento cautivo en este lugar, que antaño sirvió de cárcel para nuestros enemigos. Y, desde aquí, he visto marchar a nuestros más valientes hombres, con padre a la cabeza, hacia un destino incierto que me lleva quitando el sueño hace ya bastantes noches. Por eso te escribo esta misiva, Iyúnel. Para que huyas, tú y toda la corte. Y toda la gente que puedas reunir, pues prefiero ser precavido y salvar algunas vidas que ser un orgulloso cadáver. Huye lejos, más allá de la Muralla, y alerta al resto de los pueblos libres, porque, si las cosas son como yo sospecho, quizá sea nuestra única opción de supervivencia.

   Yo he de quedarme aquí, aunque desearía con todas mis fuerzas volver a Ánquok y proteger nuestra ciudad, porque puede que padre vuelva victorioso y quiera festejar sus triunfos… o quizá necesite refuerzos y tenga que correr en su ayuda. Solo espero que, en cualquier caso, vuelva a verle, como a ti.

   Si llegas a leer esto es que no es demasiado tarde, y que nuestros adversarios han jugado limpio y no han planeado viles estratagemas en contra nuestra, esperándonos en el escenario en el que se decidirá nuestro destino: La Garganta Negra.

   El tiempo apremia, Iyúnel… Huye.

   Tu hermano que siempre te querrá:

    Iyurin Hijo de Haoyu, Príncipe de Onun.”

   La sangre se congeló en las venas de la princesa cuando terminó de leer la misiva. Incrédula, volvió a repasar el contenido de la misma, negándose a aceptar tan cruel destino, tan oscura realidad. Si la prudencia de su hermano llamaba a desconfiar del enemigo era porque realmente existían indicios para hacerlo. Iyurin era el príncipe de Onun y el heredero de la corona, un guerrero fuerte, valiente y capaz que no conocía el miedo y la duda, pero en ese momento vacilaba. Y si lo hacía era porque sentía que había algo más. Y su padre, tan testarudo y orgulloso como siempre, subestimaba la intuición de su hijo. Era de locos. Pero lo que más le preocupaba era la urgencia con que la instigaba a huir de Onun, a abandonar su tierra, su hogar. No era propio de los ónunim escabullirse como comadrejas, estaban hechos para plantar cara a las adversidades. Pero Iyurin no lo veía así, y casi se podían escuchar sus gritos en el pergamino ordenando marchar del Palacio de Hielo y de Onun.

   Tras el impacto inicial al comprender que su hermano no bromeaba y que la urgencia de evacuar Ánquok no admitía más demora, Iyúnel salió de sus aposentos poseída por cierta prisa que apenas le dejaba respirar con normalidad. Los colores azulados, grises y blanquecinos de la piedra con que se había construido el Palacio de Hielo y la ciudad de Ánquok ya no la confortaban, ni le inspiraban paz. Se sentía agobiada como un animal acosado en su madriguera. Su hogar, situado entre montañas de blancas cumbres nevadas, de edificios de dos plantas y piramidales tejados alargados, con sus esbeltas torres y sus murallas… Era tan bonito cuando llegaba en invierno y nevaba… Ahora debía abandonarlo. Se le hizo un nudo en la garganta, pero se dijo a si misma que no derramaría lágrimas delante de sus súbditos. Ahora era ella la que tomaba el mando y no podía permitirse el lujo de mostrar sus miedos en público.

   Bajó rápidamente por la escalinata que comunicaba las estancias reales con la primera planta del palacio, dejando tras ella a varios guardias que la miraban correr perplejos. Una vez llegó abajo miró a su alrededor, sin saber muy bien por dónde empezar. Algunas personas que estaban allí la miraron desconcertados. La princesa estaba con la cara desencajada de terror y jadeaba nerviosamente. Al fin, Iyúnel reconoció el rostro de su capitana Íniel que tenía la mirada clavada en ella, esos ojos verdes y felinos que destacaban en su pálido rostro y que contrastaban con la cabellera pelirroja que tenía recogida en una trenza y adornada con una diadema. Iyúnel se acercó a ella.

   - ¿Malas noticias, mi señora? - el tono de Íniel reflejaba cierta preocupación por el contenido del pergamino.

   - No tenemos mucho tiempo, debemos evacuar Ánquok.

   Cuando Iyúnel terminó de contarle el contenido de la carta, los acontecimientos se precipitaron. Las prisas y la inquietud se apoderaron de la corte primero y de la capital de Onun después. A todo correr se preparaban las provisiones, los caballos, las carretas, las armas… Lo justo e indispensable para marcharse sin más dilación. La gente gritaba, daba órdenes, lloraba, maldecía. Era un caos. La ansiedad se había apoderado de Ánquok con la misma rapidez que prende una tea el óleo. Al anochecer todo estaba dispuesto para partir.

   Pese a que la gente parecía agotada, y que el sueño y el cansancio comenzaban a hacer mella, nadie quería permanecer tras los muros de la ciudad mucho más tiempo. Y con Iyúnel al frente, acompañada de Íniel, las Hijas de Invierno (la guardia personal de la princesa, compuesta solo y exclusivamente de mujeres) y los druidas de Onun, comenzó el éxodo hacia el sur. Cuando la larga fila de mujeres, hombres y niños se había convertido en una hilera que parecía un surco en el suelo nevado, la princesa volvió la vista atrás hacia los pálidos muros de su hogar, que ahora parecían los de una ciudad fantasma, envueltos en la neblina nocturna y en el silencio de la oscuridad. Casi al fondo se intuía el Palacio de Hielo, sobria y recia edificación, que parecía despedirse para siempre resignándose a su aciago destino. Iyúnel no pudo evitar derramar frías lágrimas al comprender que dejaba tras de sí mucho más que su hogar y su familia. También dejaba atrás parte de su vida y de ella misma. Una parte que no volvería a recuperar jamás.

   La marcha avanzó con paso lento y pesado, aunque no paraban para descansar exceptuando cuando no había más remedio. Apremiaba la urgencia de alcanzar Dür Areth cuanto antes. Allí encontrarían refugio y posiblemente aliados. Era menester avisar a los demás reinos libres de la Tierra Antigua de la amenaza que avanzaba por el norte. Debían unirse para combatir el mal que los acechaba. Iyúnel había escuchado muchas veces las historias que se contaban sobre las profecías élficas, y recordaba una que hablaba sobre un mal atroz que asolaría la tierra y cómo un elegido acudiría a ellos para derrotarlo. Y ahora más que nunca debía tener fe en que así fuera. Los elfos no eran vulgares charlatanes, y si vaticinaban la llegada de un redentor es que así sería.

   El viaje se hizo más largo de lo normal porque no podían atravesar las montañas y sus pasos, de modo que tuvieron que rodearlas exponiéndose aún más a ser descubiertos por algún enemigo. Pero afortunadamente no fue así, y cuando ya había amanecido Iyúnel alcanzó a ver la Muralla, Dür Areth. Era la primera vez que la veía y le impactó tanto que no pudo disimular su cara de asombro. A diferencia de las edificaciones de Onun, la Muralla era una enorme pared de unos siete metros de alto y cuatro de grosor de piedra negra que parecía refulgir debido al efecto del rocío de la mañana. Se extendía a lo largo de varios kilómetros, uniendo las Cumbres Infinitas con las Cumbres Heladas, creando un escudo inexpugnable y aislando Onun y los desiertos helados del norte del reino de Cáladai. En la concavidad que formaban las dos cadenas montañosas, al otro lado de la Muralla, se alzaba la fortaleza de Dür Areth y la Torre del Aullido, también construidas con piedra negra, sobre un espolón de roca que surgía de las montañas y que rodeaba un muro semicircular, de menor altura que el del norte, y que ya daba a las tierras de Cáladai. Realmente resultaba increíble pensar que el hombre había levantado semejante defensa. Anonadada ante aquella mole que se alzaba frente a ella, Iyúnel logró escuchar el sonido de unos cuernos procedentes de la Muralla y que anunciaban su llegada. Si lo que pretendían era pasar desapercibidos, ya podían olvidarse de ello.

   Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, el puente levadizo que servía de acceso para sortear el foso se bajó, abriéndose a su vez el portón. Iyúnel indicó a las primeras filas que la acompañaban que no cruzaran el puente y que esperaran a que alguien saliera a recibirlos. No quería ofender a sus inesperados anfitriones, y mucho menos sin saber las intenciones que tendrían.

   Cuando las puertas se hubieron abierto por completo, varios guardias armados con lanzas, arcos y espadas salieron a su encuentro. Su actitud no era hostil en absoluto, pero Iyúnel comprendía que tenían que permanecer alertas. Al fin y al cabo, la Muralla era un puesto defensivo.

   - ¿Qué asuntos os traen por aquí a todo un pueblo de Onun? - dijo el guardia que estaba más adelantado, un hombre de rostro joven, pelo negro y barba de varios días. Llevaba una armadura oscura y una capa de huargo negro.

   Iyúnel se acercó montada en su blanca yegua e hizo una leve inclinación con la cabeza.

   - Te saludo, Guardián de Huargo Blanco. Soy Iyúnel Hija de Haoyu, Princesa de Onun. Hemos recorrido un largo y duro camino desde Ánquok sin apenas descanso en busca de ayuda y cobijo.

   El guardián, al escuchar de quién se trataba, hizo una profunda reverencia al que siguieron los demás guardianes que le acompañaban.

   - Salve, mi señora Iyúnel Hija de Haoyu - dijo solemnemente el guardián. - Mi nombre es Morthorn Hijo de Múthed, capitán de la Guardia del Huargo Blanco. Os doy la bienvenida a la Muralla y a Dür Areth, y os invito a que entréis y podáis descansar, recuperar fuerzas y explicarnos con más detalle qué precisáis de nosotros.

   - Y yo te agradezco el gesto, Morthorn Hijo de Múthed - dicho lo cual, los ónunim comenzaron a adentrarse en el interior de la Muralla.

   Los guardianes de la Muralla miraban con curiosidad a aquellas gentes de piel, ojos y cabellos claros que se admiraban ante todo aquello que les rodeaba. Algunos tenían cara de desconcierto, otros en cambio parecían apesadumbrados. Los guerreros y las Hijas de Invierno procuraban tener el aplomo suficiente para contagiárselo a los lugareños de Onun. Iyúnel sabía que, ella menos que ninguno, debía mostrar signos de aflicción o temor. Ahora ella era la Gran Señora de Onun, y así lo demostraría.

   A una orden del joven capitán Morthorn, los guardias comenzaron a conducir a las gentes a los comedores para procurarles una comida caliente que les reconfortara, mientras que otros iniciaban las labores para levantar un campamento de refugio para que pudieran descansar. Los druidas se hicieron cargo de ello, organizando a los exiliados y fatigados ónunim.

   - Te agradezco mucho las molestias, Morthorn - dijo Iyúnel con sinceridad mientras caminaba con el capitán de la guardia y su fiel Íniel. - Mi pueblo está cansado de viajar toda la noche, y les vendrá bien sentir un poco de calor en los huesos y llenar el estómago. Estamos en deuda con vosotros.

   - Siempre será un placer poder ayudar a nuestros hermanos del norte, mi señora - respondió con cordialidad Morthorn, que de cuando en cuando se dirigía a algún guardia para darle indicaciones. - Pero me gustaría saber, si no os supone agravio alguno, por qué toda una ciudad queda abandonada y sus gentes marchan más allá de sus fronteras.

   Iyúnel sacó el pergamino que había escrito su hermano Iyurin días atrás.

   - Todo está aquí bien explicado, capitán - Iyúnel luchaba contra la congoja. - Podéis leer esta misiva y así me ahorraré los detalles. Solo puedo deciros que el tiempo apremia y que mañana no os molestaremos más. Continuaremos nuestra marcha hacia el sur.

   Morthorn se quedó mirando la carta que Iyúnel le había tendido, y la miró con gesto serio.

   - ¿Hacia el sur, decís? - preguntó con cautela el capitán.

   - Sí, hacia Cáladai - respondió Iyúnel que no le había gustado el tono con que le había formulado esa cuestión.

   - ¿Acaso no sabéis que existe un protocolo para atravesar la Muralla?

   Iyúnel se quedó petrificada. No podía creer que no los dejaran marchar hacia el sur.

   - ¿Un protocolo? - la incredulidad de la princesa se hizo patente. - ¿No se puede marchar a Cáladai?

   Morthorn negó con la cabeza. Aquello cayó como una losa sobre la pobre Iyúnel.

   - Es un protocolo de defensa, mi señora - explicó Morthorn. - Nadie puede cruzar estos muros sin un salvoconducto del regente Átethor. Se nos debe avisar desde Griäl que alguien pretende cruzar las fronteras. Es una forma de proteger esas tierras. Sin ese permiso mucho me temo que el único camino que podréis emprender es el de regreso.

   Iyúnel se vino abajo. Era ya demasiado para ella. Habían llegado hasta allí, abandonando sus hogares, dejándolos a merced de un futuro incierto. Temía no volver a ver a su padre y a su hermano nunca más. ¡Había huido como una vulgar ratera! ¿Y ahora no podría marchar a Cáladai en busca de aliados? Temblaba de rabia e impotencia al conocer esta nueva noticia desesperanzadora. Íniel, al ver que la princesa no conseguía articular palabra, intervino:

   - Coged la carta que mi señora os está entregando y leedla atentamente. Entenderéis que retenernos aquí solo empeora las cosas. De modo que leedla y entenderéis que no necesitamos mejor salvoconducto que éste que portamos.

   - Me parece que no lo entendéis - dijo autoritariamente Morthorn, que pese a su juventud parecía muy seguro de si mismo. - Las órdenes son claras al respecto: sin autorización del regente no se puede pasar. Somos los encargados de velar por la paz en las fronteras, y si no cumplimos las órdenes somos castigados con la horca o algo mucho peor. De modo que, si esa carta no proviene de Griäl, y por el sello veo que no es así, no podréis pasar hasta que el regente os autorice a ello. Podemos procuraros cuervos para mandar vuestra petición y podréis permanecer aquí hasta que recibamos el salvoconducto.

   - ¡No podemos esperar! - gritó Iyúnel fuera de si. - Hay una guerra en ciernes, mi padre y mi hermano han partido a la batalla, al norte, para luchar contra hordas de borses y arjones, parece que su avance será imposible de frenar a menos que consigamos aliados que los auxilien. De modo que leed la maldita carta y comprenderéis  que esto no es un viaje de placer, mi señor Morthorn.

   Ahora el capitán de la guardia parecía dudar. Sin duda Iyúnel, con esa gélida mirada que le clavaba como si de una daga se tratase, había conseguido remover algo en su interior.

   - Aunque sí pudierais pasar - dijo Morthorn turbado, - no me corresponde a mí decidirlo.

   - Entonces llévame ante quien tenga la autoridad necesaria.

   Sin decir más, el capitán les indicó que le siguieran. Recorrieron un trecho en silencio, bajo las atentas miradas de los Guardianes de Huargo Blanco, todos con sus capas negras y sus cotas de malla. Permanecían en un estado de alerta continua. Posiblemente, se dijo Iyúnel, no había un lugar más seguro que ese. Cuando regresó de sus pensamientos, observó las negras puertas que eran la entrada al fortín de Dür Areth. Cuando éstas se abrieron, Morthorn les invitó a que entraran. La fortaleza era tan oscura por dentro como por fuera, sin ornamentos decorativos ni nada que le diera distinción alguna. Solo unas pequeñas ventanas dejaban penetrar un hilo de luz, el resto estaba iluminado con antorchas. El ambiente era frío, húmedo, pero de algunas estancias emanaba un calor muy acogedor proveniente de alguna chimenea.

   Subieron dos pisos por una escalera de caracol hasta llegar a una estancia cuya puerta estaba entornada. Al fondo de la misma Iyúnel consiguió distinguir otra puerta más, que debía de dar a la torre de la fortaleza. Morthorn les indicó que esperaran y cruzó la puerta. Consiguió intuir una conversación que mantenía el capitán con otra persona. Fue breve, al momento salió y asintió con la cabeza.

   - Podéis pasar, mi señora - dijo. – Pero, a ser posible, sola.

   Iyúnel hizo un gesto de aprobación y entró dentro de la estancia. Al otro lado de una tosca mesa de roble atestada de rollos de pergamino, había un hombre de avanzada edad, rasgos marcados, ojos oscuros enmarcados con sombrías ojeras y barba y pelo cano. Pese a la edad que tendría, su figura era digna de un joven guerrero, de porte recio y distinguido. Escudriñaba una especie de plano de la zona que comprendían la Muralla y Dür Areth, donde tenía clavados algunos alfileres cuyas cabezas eran de distintos colores. Iyúnel intuyó que se tratarían de puestos de vigilancia donde habría establecido guarniciones de sus hombres. Levantó la vista del plano lentamente hasta que se topó con los ojos de la princesa, que permanecía en silencio con el rostro serio e imperturbable de una estatua de hielo. El hombre sonrió gentilmente.

   - Salve, mi señora Iyúnel, Princesa de Onun - dijo cortésmente. - Me congratula saludaros. Mi nombre es Thódred Hijo de Thord, Comandante de La Guardia del Huargo Blanco y Guardián de Dür Areth.

   - Te saludo, Thódred Hijo de Thord - devolvió el saludo la princesa. - Es para mí también un honor el poder conocerte en esta hora sombría.

   - Debe serlo. Nos habéis sorprendido con vuestra llegada a la Muralla. Los ónunim no suelen huir de las adversidades…

   - Y no huiríamos si no fuera de extrema necesidad - Iyúnel le tendió el pergamino a Thódred, que lo cogió con una mano ruda que delataba los largos años empuñando la espada. - Si leéis la misiva que mi hermano, el príncipe Iyurin, me ha enviado desde la Mazmorra de Cristal comprenderéis que debemos actuar cuanto antes.

   - Sentaos, por favor - le indicó el comandante de la guardia, mientras desenrollaba el pergamino y lo leía con detenimiento. No tardó mucho en levantar de nuevo la vista, arqueando una ceja. Tomó asiento. - Realmente es grave, o así lo cree vuestro hermano.

   - Si lo hubiera escrito otra persona, os diría que peca de prudencia - aclaró Iyúnel, - pero Iyurin es un guerrero valiente que no evade el combate. Si insiste en la necesidad de evacuar nuestra capital, Ánquok, y si hace un llamamiento para llegar a un gran pacto entre todos los reinos es porque el peligro está tomando una dimensión que no esperamos.

   Thódred se rascó el mentón, pensativo, como rumiando alguna idea que no le era posible digerir.

   - ¿Y por eso queréis cruzar al otro lado de la Muralla? - preguntó el viejo comandante.

   - Sé que mi gente estará a salvo tras estos muros, y que os servirán de ayuda si es necesario. Estarán encantados de colaborar con lo que buenamente sepan hacer. Pero mi escolta y yo debemos partir en busca de aliados para intentar socorrer a mi padre y mi hermano. Si actuamos con presteza, quizá no sea demasiado tarde.

   - Mi señora - dijo con aire taciturno Thódred, - me veo en la triste obligación de deciros que, si lo que buscáis aquí es ayuda militar para con vuestros parientes allá en el norte de Onun, habéis errado en el destino.

   Iyúnel se quedó de piedra. Otro golpe más que el azar le tenía reservado.

   - ¿No partiréis en ayuda de aquellos que la necesitan? - solo pudo atinar a decir eso. La desesperación le atenazaba la garganta.

   - Mi señora, veo que no entendéis lo que significa pertenecer a la Guardia del Huargo Blanco, y lo que ello conlleva. Si os fijáis bien, veréis que somos escasos. Los efectivos de que disponemos son muy limitados porque ya nadie quiere ingresar en la Guardia. Somos una orden marginada, confinada a permanecer aquí, entre estas dos paredes de oscura y fría roca y no abandonar nuestro puesto jamás. Pase lo que pase. Nuestra función es sencilla: Defender la frontera de Cáladai con nuestra propia vida si es necesario. Pero no podemos dejar la Muralla a su suerte.

   - ¡Pero mi padre y mi hermano necesitarán toda la ayuda posible! ¿Acaso no creéis que exista mayor necesidad para movilizaros?

   - Insisto, no podemos abandonar nuestros puestos, y menos cuando la amenaza de la que habla vuestro hermano está basada en conjeturas que, aunque tengan una base bastante sólida, no son más que eso: simples suposiciones.

   - En serio que me cuesta creer lo que estoy oyendo. Negáis auxilio a vuestros vecinos…

   - Seguís sin entenderme - dijo Thódred meneando la cabeza. - No os niego ayuda, simplemente os pido que comprendáis que nuestro puesto está aquí. Mis hombres son escasos y no os serían de gran utilidad. Vos y vuestro pueblo sois más numerosos que nosotros, y prestaríais incluso mejor servicio a vuestra gente. Pero eso no significa que os vayamos a dejar desamparados o que no pongamos a vuestra disposición los medios posibles de que disponemos. Hoy mismo mandaré un cuervo con un mensaje para el regente Átethor, alertándole de la situación y solicitando su ayuda.

   Iyúnel no parecía muy convencida.

   - Pero es posible que la ayuda llegue tarde - replicó afligida.

   - Tened fe en vuestro padre y vuestro hermano, mi señora - intentó calmarla Thódred. - Los ónunim resistirán como siempre lo han hecho hasta que lleguen los refuerzos. Seguro que el señor regente envía una gran hueste de hombres sin demora. Tened fe en vuestro pueblo.

   Fe… Era lo único que le quedaba a Iyúnel.

   - ¿Y qué me decís de atravesar las fronteras? - preguntó directamente la Princesa.

   - Tenéis motivos de sobra para poder cruzarlas. Podréis dejar Dür Areth cuando deseéis. Mis hombres os aprovisionarán.

   - Gracias, Thódred, pero ya os dije que partiré sola con mi séquito. Me preocupan más las buenas gentes de Onun, los campesinos, alfareros, granjeros… No puedo partir con todo un pueblo a mis espaldas. Sería arriesgar sus vidas y demorarme en mi viaje.

   - Os diría que se quedarán aquí hasta vuestro regreso, mi señora. Pero mucho me temo que nuestras reservas de comida no son suficientes. No pongáis esa cara… La Muralla tiene, en la parte oeste que se une con las Cumbres Heladas, una red interna pasadizos dentro de las cavernas de la montaña. Estos pasadizos llevan directamente a la ciudad de Daroir, en Cáladai. Allí estarán a salvo. El conde Lúdebrand seguro que estará encantado de procurarles refugio, y quizá preste la ayuda que demandáis. Mandaré a algunos de mis hombres para que escolten a vuestras gentes hasta que estén bajo la protección del señor Lúdebrand.

   Ahora Iyúnel veía un rayo de esperanza dentro de la oscuridad que se había ceñido con tantas noticias. Quizá el señor y conde de Daroir fuera el elegido que las profecías élficas anunciaban, y los lobos a los que se hacía referencia fueran los Guardianes de Huargo Blanco. No debía dejar que el desaliento invadiera su corazón.

   - Mi señor Thódred - dijo con una sonrisa dibujada en su pálido y aniñado rostro, - jamás podré agradeceros lo suficiente la ayuda prestada.

   El viejo comandante le devolvió la sonrisa, pero la suya llevaba una extraña carga de melancolía, por lo que Iyúnel pudo adivinar.

   - Lograd vuestro propósito y podréis dar vuestra deuda conmigo saldada, mi joven princesa.

 

**************************

 

   Despedirse de su gente no fue fácil para Iyúnel. Habían recorrido una larga distancia desde Ánquok hasta la Muralla y ahora debían separarse. La princesa era consciente del peligro que suponía obligarlos a seguirla allá donde fuera, la demorarían en la marcha y solo conseguiría exponerlos ante algún posible riesgo. Pero el camino que ellos emprenderían tampoco sería cosa de niños. Atravesar las cavernas de la Cumbres Heladas desde la Muralla hasta Daroir sería duro, pese a todo Iyúnel se quedaba más tranquila al saber que el conde Lúdebrand, señor de Daroir, les daría refugio y cobijo hasta que ella regresara. Aunque aún no sabía de dónde…

   A Iyúnel solo le ocupaba el tiempo pensar. Pensar hacia dónde ir, dónde encontrar aliados, a quién debía avisar y lo que era peor… en quién confiar. Su hermano Iyurin le decía muchas veces que, en época de guerras, no podías confiar en nadie. Solo en ti mismo. Porque cuando llegaban los horrores de las batallas, hasta los que parecían más osados y valientes, huían y se escabullían entre las sombras tratando de salvar su pellejo a cualquier postor. Y la idea de encontrarse cobardes por el camino le aterraba. El tiempo corría en contra de su padre y su hermano. ¿Estarían bien? ¿Habría comenzado ya la batalla? Ojalá estuvieran allí con ella…

   Los primeros en partir fueron las gentes de Ánquok, con el Archidruida Threyu y sus acólitos al frente, entre lamentos y lágrimas, muchas lágrimas. Iyúnel era una dama muy querida en Onun, no solamente por ser la hija del rey. Los ónunim le tenían especial cariño porque la sentían muy próxima a ellos. Aquello le rompía el corazón, y no pudo ocultar su llanto emocionado al verlos atravesar la oscuridad de las cavernas que empezaban en la propia Muralla, escoltados por una pequeña hueste compuesta de diez hombres, designados por el capitán de los guardianes, Morthorn.

   - El señor Lúdebrand cuidará muy bien de vuestro pueblo, mi señora - intentó consolarla el joven y apuesto Morthorn. - En Daroir estarán a salvo.

   Iyúnel intentó sonreír, pero no se sentía con fuerzas de fingir una supuesta tranquilidad.

   - Algunas de esas personas que han marchado me han visto crecer - dijo la princesa con melancolía. - Otros incluso nacer. No me podría perdonar que les sucediera nada malo.

   - Eso no sucederá, mi señora - insistió el capitán cogiendo dulcemente a Iyúnel con ambas manos de sus hombros. - Lúdebrand los cuidará bien, no lo dudéis.

   Tampoco halló consuelo en las palabras de Morthorn, pero agradeció el gesto del capitán. Sabía que si el peligro avanzaba por el norte, primero se encontrarían con su padre y los bravos guerreros ónunim que les plantarían cara a cualquier precio. También estaba su hermano, allá en la Mazmorra de Cristal, y, en el caso de que lograran atravesar las defensas de Onun, estaba la Muralla y la Guardia del Huargo Blanco. Para entonces, esperaba que ella hubiera reunido aliados y poder acudir en la ayuda de aquellos que la necesitaban. Había llegado la hora de partir sin demora.

   Thódred, el comandante de la guardia, les aprovisionó con comida para unos dos días, más no podía hacer por ellos, pero con la que ellos llevaban tenían más que de sobra para un buen trecho del viaje. Tampoco les convenía cargarse mucho, solo querían llevar lo indispensable.

   - ¿Qué rumbo tomaréis, mi señora? - preguntó Thódred mientras ayudaba a Iyúnel a subir a su hermosa yegua blanca.

   - Aún no lo sé - admitió la princesa. - Tenía pensado marchar a Griäl y entrevistarme personalmente con el regente Átethor, pero dado que esta mañana le mandé un cuervo explicándole la situación tal como sugeristeis, creo que debería buscar otro rumbo que me sea más cercano y me procure ayuda de forma rápida.

   - Hacéis bien en no ir a Griäl. Muchas veces las decisiones del regente son debatidas en largas y tediosas reuniones con sus consejeros, que acaban retrasando hasta lo más urgente, sometiéndolo a absurdas votaciones que no llevan a ningún lado.

   - Esperemos que con mi misiva y mis peticiones no suceda lo mismo, por el bien de todos.

   - Esperemos - dijo acariciándose en mentón Thódred. - Si me permitís un consejo, os diría que marcharais hacia el este - sacó un pequeño mapa de Cáladai y le indicó con el dedo un punto situado a una distancia media, rumbo sureste. - Esto es la aldea de Thondon, a unos dieciocho kilómetros de aquí. En está aldea existe una taberna llamada El Lobo Errante, donde suele ser habitual ver a montaraces e incluso enanos, aunque éstos cada vez menos. Quizá allí encontréis ayuda.

   Íniel, la capitana de la Hijas del Invierno, se volvió al escuchar la propuesta del viejo comandante.

   - ¿Enviáis a la Princesa de Onun a un tugurio? - preguntó indignada.

   - Es solo una idea - se encogió de hombros Thódred. - Thondon es una aldea discreta, donde podréis descansar y aprovisionaros. Ahora andan algo revueltos por los rumores que vienen de allí. Según se dice, un muchacho tiene revolucionada a la aldea porque se hace acompañar de un lobo blanco y de un montaraz.

   ¡Un lobo blanco! A Iyúnel le recorrió un escalofrío por la espalda. ¿Sería posible que ese joven fuera… el elegido de las profecías élficas? “… Vendrá con paso lento y con sus lobos detrás…” ¿Se referirían a eso? No podía ser… ¿O tal vez sí?

   - Los montaraces - continuó Thódred, ajeno a la reacción de Iyúnel - llevan siglos exiliados en la ciudad oculta de Lagoscuro. Se dice que nadie sabe dónde se encuentra en realidad.

   - Eso son habladurías - espetó Íniel. - Los montaraces no son más que mercenarios. Espadas que se venden al mejor postor.

   - Razón de más para localizarlos y tratar de que os presten ayuda - apuntó el comandante.

   Pero a Iyúnel eso no le importaba. La idea de que la profecía de los elfos se estuviera haciendo realidad se le antojaba extraña, pero a la vez le daba el ánimo necesario para seguir adelante. No todo estaba perdido. Su padre y su hermano tenían una oportunidad que dependía de ella. No debía fallar.

   - Seguiremos el camino que nos habéis recomendado, mi señor Thódred - dijo Iyúnel con un tono digno de una auténtica reina. - Cualquier ayuda que puedan prestar, será bien recibida. Intentaremos localizar a los montaraces y pondremos a esas gentes en sobre aviso. Os agradezco todo lo que habéis hecho por mí y por mi pueblo. Espero devolveros el favor algún día.

   Thódred sonrió mientras miraba los ojos claros de Iyúnel.

   - Ya os lo dije. No erréis en vuestro cometido y estaremos en paz.

   Mientras atravesaban el muro sur, Iyúnel se volvió y logró divisar a varios Guardianes del Huargo Blanco apostados en lo alto. Reconoció a Thódred y a Morthorn, que permanecían allí, con sus atuendos negros, como si de estatuas de obsidiana se trataran. El viento gélido del norte mecía los pendones negros con el lobo blanco propios de la guardia. Una triste vida la de esos soldados, se dijo Iyúnel. Confinados en aquel rincón de la Tierra Antigua, como fantasmas, sin el reconocimiento de nadie. Héroes en el olvido y el silencio.

   - ¿Realmente creéis que en esa aldea encontraremos apoyo? - la pregunta de Íniel la trajo de vuelta a la realidad.

   - Eso lo sabremos cuando lleguemos - respondió Iyúnel que no se quitaba de la cabeza al chico y al lobo blanco que había mencionado Thódred. Debían encontrarlo y salir de dudas. ¿Un elegido o simple casualidad?

   De repente, la yegua de Iyúnel comenzó a agitarse. El animal comenzó a resoplar y relinchar intranquilo. El viento había cambiado de dirección y le había traído el olor de algo. Los demás caballos también parecían excitados.

   - ¿Qué sucede, Luz De Plata? - intentó tranquilizar al animal.

   Pero al instante su pregunta quedó respondida. Iyúnel observó, horrorizada, cómo a escasa distancia de ellos se materializaba un enorme batallón de orcos y ogros. Escuchando sus terribles gritos guturales, no era difícil adivinar que los habían visto y que se disponían a atacarlos. Pero lo peor no era eso. Iyúnel se giró en dirección a la Muralla y comprendió que estaban a una distancia más lejana de su salvación que de la perdición. Y aquellas bestias ya avanzaban hacia ellos.